A Sala Llena

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A montar mi amor, vamos a montar mi amor…

A montar mi amor, vamos a montar mi amor…

¿Y, cómo la pasaron estas Pascuas? ¿Estuvieron con parientes, se rascaron el higo y comieron hasta reventar? Si hicieron eso, estamos exactamente iguales. Porque este fin de semana largo, vinieron mis viejos de visita a pasar la Semana Santa y eso significa una sola cosa: salvo el Viernes Santo, en casa se morfa de corrido opíparamente y a intervalos regulares. Y cuando no es en casa, es afuera. Terminamos el domingo, pletóricos de huevos de chocolate, tortas de todo tipo, pescado, pastas, bollitos, rosquitas, en fin… Uno o dos kilitos por abajo de las patas ganamos indiscutiblemente.

De seguro anduvieron viendo La Pasión de Cristo o, los más pacientes, Los Diez Mandamientos y Ben Hur por algunos canales, porque es un clásico y es parte de la liturgia. De hecho, podríamos extendernos sobre eso nuevamente y volver a hablar de Charlton Heston, de Mel Gibson o de la nueva peli que anda por los cines: Hijo de Dios. Por supuesto, lo haremos en algún momento, pero esta vez, nos iremos por otras ramas. Hoy no vamos a hablar de pelis de Pascua, no. Hoy voy a ser mucho más personal y les voy a chismotear un poco en qué ando y qué es lo que me pasa.

Como todos saben, estoy esperando que se estrene mi peli Rosa Fuerte. Sí, sí, ya sé, hace dos mil años que espero lo mismo, pero como sé que esta cinta tiene sus propios tiempos, he aprendido a dejarla venir y a esperar pacientemente. Ya se estrenará si Dios quiere este año y todos nosotros (los catorce que somos) iremos a copar la sala embebidos en el frenesí del triunfo y plenos de espíritu orgiástico. Sí, el día que Rosa se estrene, quedará en los anales de la historia, como el estreno más salvaje, rimbombante y reventado que el mundo haya visto jamás. Y, para eso, vale la pena esperar un poquito más. Si puede ser poquito, poquiiiiiito, mejor. Pero no nos vamos a poner golosos, el gremio del cineasta es como el del pirata, muy sacrificado.

Como a veces uno pierde un poco el norte en la neblina, es bueno matar la ansiedad laburando en otras cositas. Tal vez no tan ambicionas como el estreno de un largometraje, pero sí muy intensas, satisfactorias y bellas. Así, me pongo a montar pequeños proyectos en los que ando. Un cortometraje por aquí, otra cosita un poco más larga por allá, un documentalito por acullá. Es que, el montaje es al cine, lo que el hada de Cenicienta es al cuento. Uno se enfrenta a las piezas separadas de una película, mucho más desnudo, mucho más inocente, mucho más ilusionado de lo que se enfrenta a su rodaje.

Si, el montaje es el Mago de Oz… Uno le pide deseos que solo le concederá si el material es digno. Y, aun cuando lo que uno ve separado, desarticulado y sollozante, parece no esconder dignidad alguna y, mucho menos belleza, el cine me ha enseñado que hay musas benevolentes que pueden llegar al rescate, cuando uno menos se lo espera. Es por eso que, para mí el proceso de montaje es, fundamentalmente, esperanzador.

Cuando era estudiante, era realmente idiota. Es decir, tenía toda esa ingenuidad absurda y un poco rompehuevos de creer que sabía lo que quería. Y, lo que es peor, creía que lo que quería, lo que escribía, lo que veía en mi cabeza y posteriormente en el papel, constituía una película. Que solo debía desearla lo suficiente, ejecutarla, asirla para mí…

¡Paaabreee, qué boludita la chica jejeje!

Recuerdo que para el primer corto más o menos serio que hice (los anteriores no cuentan, porque si cuentan me pego un tiro) no quise hacer offline. Un profesor que me detestaba (y era mutuo el asunto) me bautizó Miss Online 2000, cosa que todavía me hace temblar la pera de ira cuando lo recuerdo. Donde esté, espero que el poco pelo que tenía en la cabeza por aquellos días, se le haya terminado de caer del todo. Ojalá que su pelada proverbial se vea desde el espacio pero, si tengo que ser justa, es a él a quien debo agradecerle el gusto que le agarré a montar, y re montar, y volver a montar mis materiales. Porque fue con este corto endiablado que les mencioné antes, que aprendí que la película que uno visualiza, rara vez es la que obtiene. Y fue ese mismo cortometraje, el primero que monté una y mil veces, hasta que quedó lo mejor que podía. Por supuesto, lo mejor que podía era muy poco, pero para mí ya era un Potosí.

Muchos directores admiten la resurrección de una cinta a priori muerta, en el proceso de montaje. La sintaxis de un film es, sin lugar a dudas, el factor decisivo a la hora de que cobre vida definitiva o se dé por muerto. Algunos piensan que si el guion no tenía algo de valor verdadero en su concepción primigenia y angular, la película jamás lo tendrá. Siempre que hablo con amigos que están en el medio, suelo asentir con la cabeza e incluso refrendar verbalmente esta afirmación. De hecho, la he defendido apasionadamente. Pero hoy, aquí frente a ustedes, no puedo con mi propio candor y quiero confesarles la verdad…

Y la verdad es que creo que esa afirmación es, lisa y llanamente, una patraña.

Yo me paro frente al montaje de una cinta con el total y absoluto convencimiento de que, no importa qué carajo haya rodado, la caballería está llegando al rescate. Y, una vez que llegue, no solo me salvará de la profunda tristeza abochornante que parece que me espera, si no que me regalará un puñado de maravillas, que me rescatarán y alzarán por encima de la mediocridad. El montaje es Thor, es IronMan, es el Chuchi… Y viene cabalgando raudamente, levantando polvareda, para que me quede tranquila.

La terriblemente excitante tarea de montar, se convierte así en la experiencia más jugosa y significativa de todo el proceso. Es cierto que se tienta uno y, a veces, no deja de corregir una película jamás. Pero esa esperanza que se sentía en la moviola y que se palpita ahora en una isla de edición es, verdaderamente, vigorizante. Es como si un mundo completo creciera frente a uno, con la sola intención de ser tomado, moldeado, amasado, vanagloriado, gozado y saboreado. Les juro que se me hace agua la boca de solo pensarlo.

He trabajado con varios montajistas y me jacto de haberles quemado la cabeza a todos. In a good way desde ya. Con la mayoría, salvo alguna excepción, seguimos siendo chanchos amigos, pero siempre hay un punto en que siento que me quieren asesinar y los amo por eso. Los tipos son caballeros de armadura destellante, que han venido más de una vez a salvar a esta damisela que se mete religiosamente en apuros, tanto por falta de genio, como por falta de temor. A ellos, a todos, les hago llegar mi más profundo y sincero agradecimiento y les dedico esta columna. Especialmente a mi amigo Javier Lattuada, gran montajista, que es el que me banca por estos días.

Y a ustedes, beneméritos lectores, los invito a que miren cualquier peli que les guste y piensen que, un tipito, pegó plano por plano y estuvo horas y horas trabajando, para que no se den cuenta de nada.

A montar mi amor, vamos a montar mi amor…

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