Ayer, después de haber pasado un finde bastante agitado, mi queridísima socia y amiga Luján y yo, nos encaminamos a hacer un brunch en Felicidad, para meditar un balance de nuestro trabajo en las últimas jornadas. Trabamos nuevos planes, chusmeamos un poco, nos cagamos de risa y hablamos de cosas importantísimas y life changing, como el regreso de Tinelli a la televisión… Por supuesto, una buena tajada de la conversación, se nos fue en series y mini series que, por este tiempo, son nuestro pan y vino. Luján no había podido agarrar el último capítulo de Game of Thrones el domingo, así que me pidió que la pusiera al día. A los que todavía no vieron este episodio, el número cuatro de la cuarta temporada Oathkeeper, les anuncio que voy a extenderme un poco sobre él, por lo que puede haber algunos comentarios que consideren spoilers. Pero no se abataten, que la columna la va de mucho más que eso.
Le comentaba a mi amiga, mientras le narraba todo el episodio, que algo había llamado mi atención de manera bastante entretenida y que pensaba explayarme sobre eso. Y ese algo es el poder que empuña el espectador en la coyuntura televisiva mundial. Creo que no ha habido un momento más contundente que este, en términos de la fuerza que tenemos como público raso.
Las redes sociales nos han dado una plataforma de opinión imparablemente poderosa. Ya habíamos tenido pruebas fehacientes de esto, pero creo que hace poco, la muestra fue más que acabada. Me refiero a lo sucedido con el malogrado final de How I met your Mother, unas semanas atrás. El público se sublevó incontrolablemente frente a la basura que fue el episodio doble del final en cuanta red social anda dando vueltas, haciendo tronar el escarmiento. Los autores de la serie tuvieron que salir a disculparse y prometer un final alternativo para la edición DVD, pagando caro el error de haberse emperrado en un final que ya no iba con el show, y que lo arruinaba de cabo a rabo, dando por tierra con todo y nueve temporadas. Fue realmente bochornoso pero, más allá de esto, quedó cristalinamente claro el rol que ocupa el espectador promedio en el desarrollo de la televisión actual. Hoy, el público es una criatura participativa, activa y definitiva, a la hora de desarrollar argumentativamente cualquier material. Es así, que la era del espectador pasivo, “embrujado”, manso y circunspecto, ha quedado atrás para siempre. Hoy no solo cambiamos el canal, cambiamos CEOs de cadenas intergalácticas omnipresentes, como si fueran filtros de café.
Y todo esto desde nuestra casa, en chancletas, con los calzones agujereados, sin lavarnos los dientes y despotricando por Twitter… Ahora más que nunca, mis criaturitas, somos los AMOS DEL UNIVERSO.
No pude dejar de notar un signo de esto, muy claro y conciso, el domingo pasado. Habiendo terminado el ya mencionado cuarto capítulo de la nueva temporada de Game of Thrones, que se había desviado significativamente de los libros de George R.R. Martin en los que está basada la serie, descubrí un artículo de Vanity Fair que no tardó ni cinco segundos en salir, para atajar a la horda que se venía. El medio archiconocido, hace tiempo que se dedica a calmar a las fieras, a pedido de los muchachos de la tv. A cambio, obtienen información de primera mano acerca de lo que sucederá, con pelos, señales y directamente de la boca del caballo. Y como esa información hoy es en extremo poderosa y vendedora, la cachan sin chistar y hacen uso y abuso a piacere. El artículo salió para sosegar los ánimos de los lectores fanáticos que, como yo, habíamos quedado perplejos (y calientes) por el desarrollo de los acontecimientos. A groso modo, nos comunicaba que debíamos estar tranquilos, que ese giro era solo para sorprendernos y que las cosas no se apartarían significativamente de lo acaecido en los libros. Se apresuraron a contenernos, antes de que hiciéramos saltar la banca en las redes sociales y nos enfureciéramos pidiendo la cabeza de alguno. A mí me agarraron ya con dos twitts adentro. Y sospecho (suspicazmente, jejeje) que no fui la única. Los tipos no querían que la gente reventara. Y tomaron todas las precauciones para que, una vez fuera el episodio, el desconcierto y la rabia del espectador, no les arrancara la nariz. Eso amigos míos, es tenerlos debajo del pulgar…
Pero pasemos un poquito al panorama nacional y hablemos de lo que significa la vuelta de Marcelito a la tele: De movida, el Trece, que no aprende de sus fatídicos errores aun cuando todavía sangran a rabiar (como es el caso del cometido con Farsantes) manda otra vez al muere a una ficción que arrancó con calidad. Guapas venía bien. Salvo tal vez por el dientudo de Brieva que siempre hace lo mismo y te la deja seca como una Barbie, el producto se estaba abriendo camino dignamente. Una llamativa ficción de espíritu femenino, con interesante elenco y buen timing de comedia. Aun cuando está plagada de clisés y hay cositas que necesitan ajustes de dirección, nos encontramos con actuaciones que son verdaderamente remarcables, como las de Mauricio Dayub y Vivian El Jaber, que dan la talla por ellos y por todos los demás. Con giros innovadores interesantes, como el hecho de que sus personajes twitteen abiertamente, la tira se perfilaba, por lo menos, entretenida. Pero, parece que el Chueco está medio contracorriente con el mundo y, aun viendo que en el escenario global, es la ficción la que está gobernando el gusto popular, decidió tomarse un DeLorean y resucitar al Cabezón sacrificando 10 minutos de las Guapas. De esa forma, ayer, todos fuimos testigos del regreso engrasado de la televisión de la tanga, las tetas, las peleas, los chismes, las pasadas de factura y las agarradas de los pelos para el beneplácito del cotilleo general.
El primer programa fue increíblemente GRASA.
Y cuando digo “grasa” no estoy esnobeando, ni haciéndome la fifí, ni arrancándome los pelos de la cabeza porque le pusiste soda al vino. Jamás reniego del gusto popular, porque soy parte del vulgo y me atraganto con pochoclos cada vez que puedo. No hay nada que yo quiera más, que ser una creativa popular. Pero lo de anoche fue grasa, fue terriblemente grasa y retardado. El programa de Tinelli (contra quien no tengo absolutamente nada) atrasa quinientos años. Anoche, mientras el coro cantaba Carmina Burana, después de haber visto minas en culo, embetunadas por algún paisaje portentoso del país, se me revolvía la tripa. Y no porque crea que la ópera es para una elite, no, en lo absoluto. Si no por el hecho de que se le mostraba a la gente, una pieza de sublimidad insuperable, mezclada con la misoginia y la baratija cholulezca del vodevil barato, ejecutado para mantenernos en estatus de gilada. Hay que llevarle Carmina Burana a todo el mundo, acercar la ópera, el ballet, la poesía, el cine, la murga, el cuarteto, la cumbia, el tango, el teatro, la danza… Pero hay que acercárselos en ese estado de magnificencia que enriquece y modifica para bien al espíritu que toca, volviéndolo mejor y más sensible. Este programa no solo es pobre cualitativamente, es dañino. Ver como hicieron que La Princesita cantara Hey Jude de Los Beatles, en vez de una de sus canciones emblemáticas y empoderadas, fue una de las señales más claras de que, la pretensión de la cúpula productiva del programa, la creía una artista de segunda. Karina es en su género, una mujer consagrada y una referente inconfundible. Se la debería haber respetado por eso, en vez de ningunearla a ella y a su música. Pero eso es, sin lugar a dudas, una célula de muestra, de lo que la línea de pensamiento de este aparato es, y busca. Y no hay nada peor, que la gronchada pretenciosa y elitista. Y todo esto se monta, merced a mandar al matadero a una tira de calidad que ahora se ve obligada a competir con el tanque brasileño que desembarcó este año en Argentina, Avenida Brasil.
Aun cuando parezca que no, la sartén por el mango la tenemos nosotros.
No hay nada de malo en querer solo divertirse, solo entretenerse… Al contrario, el espíritu primigenio del arte, tiene un fuerte componente de origen allí. Pero está en nosotros elegir qué queremos para nuestra alma, para nuestra mente, para nuestra risa. Porque hay pocas cosas más definitivas del carácter de un ser humano, que aquello de lo que se ríe y con lo que se entretiene.
Hoy tenemos la tortilla de nuestro lado y poseemos una voz clara que podemos hacer oír, más allá del mero cambio de canal. La cabeza del público argentino ha mutado, ha crecido, se ha fortalecido, se ha abierto al mundo y a nuevas experiencias enriquecedoras, educativas, divertidas, estimulantes. Está en nosotros exigir que se nos entretenga cualitativamente.
Y recuerden: somos los AMOS DEL UNIVERSO…