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CRÍTICAS - CINE

Amour, según Hernán Schell

Un plano mínimo.

En una de las escenas de Amour vemos al protagonista masculino atrapando con una frazada a una paloma que entró a su casa. Es una escena descolgada, que bien podría eliminarse de la trama sin que la altere. Lo que hace esa escena, más bien, es agregar un sentido puesto que el personaje, lo que hace, es primero envolver el animalito en las sábanas y después liberarlo. En el contexto de una película como Amour eso puede tener varias interpretaciones (bah, no muchas en verdad: ahogar algo para liberarlo no es muy difícil de interpretar si tenemos en cuenta lo que pasó unos minutos antes de esa escena), en todo caso lo objetable de ese momento es que al ser tan descolgada, tan gratuita, no tiene otra función que llamar de manera forzada a una interpretación.

Esto es lo que Manny Farber se cargó años atrás calificándolo de cine “Elefante Blanco”, un cine de creación de sentido, en la que se fuerzan escenas para que uno interprete tal o cual cosa y piense que está ante algo importante porque “lo hace pensar”, es en suma una forma facilista que tiene un director de hacer que su obra parezca “profunda”. Hay varios momentos así en Amour, por ejemplo: para mostrar la situación de ahogo que vive Trintignant, Haneke pega  una escena onírica en la que el personaje sueña que el edificio está inundado y que una mano lo ahoga –la sutileza no es el fuerte de este director, está bastante claro-; en otra Trintignant sostiene un diálogo con su hija interpretada por Isabelle Huppert –hay que decirlo: la gran Isabelle Huppert- ni bien ella ve a su madre y descubre con horror que su progenitora habla incoherencias. Ni bien sucede esto Trintignant le dice a su hija que hablen de otra cosa que no sea la enfermedad de su mujer, ante lo cual ella replica, en la última palabra de esa escena antes de un corte brusco,  “-¿de qué vamos a hablar?-“. Haneke filma estas palabras con un primer plano de la Huppert, en una película en la que los primeros planos escasean. Es un recurso obvio para mostrar que ahora todo el universo de este departamento se ha reducido a una enfermedad.

A tanto llega Amour en esta lógica de meter con calzador escenas para crear sentido, que el director inserta un plano en el que su protagonista imagina a su mujer tocando el piano, para mostrar la melancolía que él siente por su esposa. Quizás le sea necesario hacer esto a Haneke por el tono clínico que decidió adoptar para su película y el hecho de que haya decidido que sus personajes no puedan expresar, salvo una rara excepción, ninguna pasión desbordada. Justamente mientras veía Amour me acordaba de La Mosca de David Cronenberg, en especial esa escena en la que Verónica ve a Seth completamente deformado por su enfermedad, con su cuerpo cubierto de vómito y una oreja recién salida. En ese instante Verónica, como inmune a cualquier tipo de repulsión y sin el menor temor de una enfermedad contagiosa abraza desesperadamente a la persona que ama. Es un impulso desatadamente sentimental, pero también es un gesto de amor gigante que expresa con ese solo abrazo todo el cariño que siente un personaje por otro. Justamente Cronenberg decía que había algo de autobiográfico en La Mosca porque en alguna medida había basado su guión en ver a su papá besando y abrazando a su madre aún cuando estaba ya deformada y consumida por un cáncer terminal. En alguna medida La Mosca es en gran parte eso: una colisión de dos cosas arbitrarias, absurdas y potentes: el enamoramiento por un lado y la enfermedad por el otro, ambas totalmente inexplicables y que carecen de todo tipo de lógica.

En Haneke en cambio si vemos la ilógica brutal de la enfermedad pero por el contrario el amor hacia el otro es enmarcado en medio de un pudor increíble, en gestos mínimos y calculados y acciones claves muy precisas. Si incluso la cuestión del contacto físico sólo puede limitarse acá a una persona tomándole mínimamente la mano a la otra. Que cada cual represente la enfermedad y la elaboración de esto como se quiere, aunque hay que decir que da una solemnidad y oscuridad impostada que en una película donde todo gesto de cariño se expresa de manera mínima, Haneke recurra a un acto de eutanasia terrible, haciendo que el único gesto desmedido del personaje sea uno relacionado con lo terrible.  Hay ahí un forzamiento canalla: una idea de agregar una cuestión extraordinaria a una película que hasta ese momento quería tener un tono realista y quirúrgico. Desde este punto de vista, hay mucho de efectista en ese homicidio que comete Trintignant, una idea de poner algo “de impacto” e intencionalmente morboso que traiciona el espíritu de tragedia parsimoniosa que venía teniendo la película.

Pero hay otra cosa aún más molesta en ese pudor, en esa distancia prudente que la película tiene sobre “lo terrible”. Se ha hablado de la supuesta osadía que tuvo Haneke en abordar un tema tan duro. Francamente, habiendo habido gente como Bresson, Rossellinni, filmando ya no tragedias que surgen naturalmente e indefectiblemente  sino nenas siendo violadas, ciudades de posguerra, adolescentes suicidas y presidios injustos con maestría, sorprende que haya gente asombrada de que el austríaco se haya animado a filmar una historia cuyos puntos en contacto pueden compartirse incluso con películas mainstream americanas como El Gran Pez de Tim Burton.  La indefectible decadencia del cuerpo y la contemplación de esto por parte de un ser querido es algo que prácticamente todos vamos a llegar a vivir y que hayamos vivido. Mirar esto con la distancia propia de Haneke, su reticencia a ponerse en el lugar del personaje y ver todo con frialidad parece más una forma de no arriesgarse a situaciones sentimentales que podrían llevarlo al desborde y mantener una distancia que le permite parecer siempre elegante. Desde este lugar, incluso una película con sus fallas como la mencionada El Gran Pez se engrandece ante Amour, allí al menos Burton jugaba a una empatía sincera sabiendo que podía  caer a veces en el sentimentalismo ramplón. En Haneke hay un solo plano en el que decide arriesgarse a quebrar con su prolijidad excesiva: se trata de un momento breve, casi imperceptible. Allí el director muestra una subjetiva de Trintignant mientras camina por el pasillo de su casa después del primer indicio que muestra que su mujer está mal. Él está nervioso porque no sabe en qué estado va a encontrarse a su mujer en ese momento. Teniendo en cuenta esto Haneke pone una cámara temblorosa en la que uno siente el miedo de Trintignant de encontrarse con una esposa afectada por la enfermedad.  Fuera de este plano lo único que queda es una película que con absoluta solemnidad, distancia y cálculo nos dice que el cuerpo puede fallar y que ver un ser querido morir es algo terrible. Le agradezco a Haneke la información, ahora le pido que por el bien del cine deje de filmar dos años.

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Por Hernán Schell

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