“Amores como el nuestro, no deben morir jamás.”
Pretérito imperfecto. Unos días antes de ver la última película de Haneke, conociendo los precedentes consagratorios del director y los galardones obtenidos, me surgió la duda acerca de la incredibilidad de lo que estaba por ver. Un tráiler denotaba poco, imaginaba mucho, pero eso no era una película. Era un preconcepto. Tenía la sensación de que, si colocaba estratégicamente algunas cámaras ocultas en la casa de mis generaciones pasadas, podría tener algo similar a la experimentación mortal de Haneke. Una vez más estaba equivocado, mis abuelos siguen presentes en las caracterizaciones octogenarias, pero es inevitable hoy, luego de haber pasado por el cine, observar a una pareja de ancianos y no remitirme al sentimiento puro que hay entre ellos, a esa energía que el austríaco se encargó de enfrascar y escupirla en el set con el terrible y genial resultado que ya se viene.
Antes de decir nada, debemos destacar que Amour no es para pochoclear, es un filme serio, crudo, por demás naturalista y que despoja de toda dureza sentimental que se pueda premeditar al momento de ir a hacer presencia de la historia. Si bien el “seleccionar” una película para ir al cine suele ser una tarea que apunta al gozo y al escape, al conducirse por un sendero que escoja otra realidad o la que desconocemos de la nuestra, Amour rompe con el convencionalismo y se alza con un cuento trillado pero excelentemente trabajado para evitar caer en el lugar común del efectismo y el golpe bajo. Es cierto que hay espacios en donde un déjà-vu cinéfilo eclosiona y genera remembranza fílmica, pero esto es otra cosa. Hechas las aclaraciones, que más corresponden a una introducción al recurso de estilo del maestro austríaco Michael Haneke, pasaremos a desmenuzar el encierro personalísimo que acontece en la ganadora de la Palma de Oro en Cannes.
1. The Master. Existe una desproporcionalidad entre la cantidad de obras de Haneke y el éxito, la magnificencia y la calidad de las mismas. Hay una constante que se resume en la dedicación y compenetración a fondo para con el proyecto a concretarse y eso lo hace único, dueño de un punto de vista que corta como un bisturí con la estructura media o normal. En la entrega que nos convoca las líneas artísticas pasan por lo pulcro del movimiento, por lo filoso y medido del encuadre, por el límite autoimpuesto en la narración para que la historia se funda y se haga una con los personajes. La lentitud resulta un arma en la mano del director, no precisa grandes movimientos ni bombásticas transiciones para narrar, para fluir en ritmo interno con los patrones que la misma magia recreada se encarga de modificar para mejor. Si bien tenemos una temática disímil a la anterior película, también ganadora del festival de Cannes, no es extraño que La Cinta Blanca (Das Weibe Band, Alemania, 2009) asome por cada rincón del cuadro de Amour: es esa quietud, esa pasión, ese blanco y negro en un filme a color, es Haneke el que grita, el que encarna a los ancianos, el que enferma y el que nace y muere en cada plano. Es cine.
2. Uno más Uno. Amour, como su nombre lo indica, es una historia de amor. Pero con “amor” no nos referimos al sentimiento chato y llano que Hollywood plasmó en las pantallas desde la historia del cine, no. Amor es para Haneke algo más: un acto, un estilo de vida, una forma de compañía tan perfecta y natural que, sin necesidad de puntos carnales ni húmedos ósculos, ni la profesión de recitarse poesía a los gritos y aclamar a viva voz aquello que se siente, prolifera en la propia ausencia de concepto. Los protagonistas, contra toda percepción primaria, no son unilaterales: hay un lazo invisible, una Cinta Transparente que versa el infinito de su vínculo. Una relación que solo la edad, el tiempo y la experiencia consiguen conllevar, retratar y revivir. Tal es el punto cúlmine de aquel ataque al corazón que hasta en la muerte hay instinto verdadero, real y perpetuo.
3. Una cuestión de contexto. Hay un marco que encuadra la unidad y totalidad de Amour y es el lugar de los hechos. La casa, despojada del abrigo hogareño que se percibe al iniciar la historia de Georges y Anne, cumple un rol que difícilmente hubiese salido a la luz en el propio rol de los actores. La casa de la pareja de la tercera edad funciona como los estadíos de la mente, el sentir y el ánimo de los personajes que hacen vivo al filme. El espacio en Amour es clave, es quien separa y conecta como en un juego con imanes de polos iguales y distintos, como en la perpetración del uso de la cámara viva. Por otro lado, hay una presencia de claustro en la totalidad de la obra y claro, la casa cumple ese rol de encierro que a medida que los minutos corren y el desarrollo se hace latente, se vuelve más hermética. Este hermetismo no solo es habitacional sino que es una constante en la narración toda, es decir, no solo la casa se vuelve más solitaria, sombría y enfermiza, sino que cada uno de los personajes empeora “bellamente” en su rol: la hija que no comprende y se aísla, la enferma que agrava, la bondad devenida en locura.
Rompamos el mito. Cannes no es sinónimo de bueno, Oscar no lo es de malo, que un filme concurra a ambas instancias, con la ya sapiencia de vencer en una y postularse al mejor galardón en otra, no define su carácter humano, ni siquiera fílmico. En este tipo de relatos la subjetivación prima por sobre todo precepto y, si me permiten la aliteración, post-cepto. Haneke es cine, estamos todos de acuerdo, pero el público también es cine. Y el cine es tanto arte como entretenimiento. La disposición de encarar un lado más que el otro, sea cual sea, no es inocente. A juzgarlo por ustedes mismos.
Por Uriel De Simoni