Si se consideran los dos volúmenes de Kill Bill como dos películas separadas, Bastardos sin gloria fue el séptimo largometraje de Quentin Tarantino, y fue el primero de su carrera en estar basado en un hecho histórico: la Segunda Guerra Mundial. Era explosivamente previsible que Mr. T no iba a quedarse atado a la historia documentada como real para su historia, o -mejor dicho- para su relato. Y podríamos jugar con las mayúsculas y minúsculas de la primera letra de historia y de relato. Lo que importa, sin embargo, es que la fruición demente del director cinéfilo adquiere en este caso formas verdaderamente beligerantes, guerreras.
En Bastardos sin gloria Tarantino hacía historia. Y ese verbo hacer implicaba tomar por asalto la Segunda Guerra Mundial y reescribirla con ímpetu y hasta omnipotencia: Mr. T destruía parte del pasado y lo reescribía con la fuerza de un dios, con esa insolencia energética que siempre tuvo para su mayor gloria y que ha sido de los componentes de su cine menos entendidos y aprehendidos por tantos y tantos imitadores. Tarantino no es grande por ostentar poses cancheras o por mera cinefilia de reciclaje (sus citas y sus referencias siempre han ido más allá del cine: Tarantino es un gran mezclador sinérgico y creativo de películas, música, historietas, iconografías de diversas procedencias, productos varios y más). En Bastardos sin gloria, otra vez, el director probaba que el cine necesita del deseo, de la fantasía, de la osadía. Bastardos sin gloria es una fantasía de venganza –ese motor de tanto cine injustamente poco valorado- contra los villanos más villanos jamás creados: los nazis.
El cine no puede cambiar la historia. ¿No puede? El cine es más grande que la vida, según conversaban Alfred Hitchcock y François Truffaut, en su imprescindible libro-diálogo. Tarantino es uno de los grandes creadores de diálogos del cine, en el cine, sobre el cine: en las conversaciones de sus películas hay humor, observaciones agudas, violencia, magníficas pérdidas de tiempo, suspenso y, claro, acción, también por eso de hacer cosas con palabras. Bastardos sin gloria se estructura mayormente desde set pieces de diálogos tensos y con mucho de suspenso hitchcockiano: el espectador sabe algo que alguno de los personajes no sabe y no debe saber… pero no siempre se puede controlar la circulación de la información y alguien se entera de lo que no queríamos… y al pasar de la saliva a la sangre Tarantino apuesta a lo salvaje, a lo cortante, a lo ígneo. Y desde esa intensidad llegaba a la destrucción de los nazis y a la destrucción en el cine y por el cine: demolición absoluta, explosión total, una mecha encendida de venganza, una enorme pira de imágenes. Tarantino es un salvaje. Un buen salvaje: uno que hace un cine salvaje con unos bastardos salvajes y unos incendios salvajes que eliminan nazis. Bastardos sin gloria proponía un brillo maléfico semejante al de Ser o no ser de Lubistch, con la que también compartía la inteligencia del odio, que puede ser pariente de la inteligencia del humor.
Como decía, el esqueleto básico de varias secuencias de Bastardos sin gloria es diseñado según El cine según Hitchcock de Truffaut, entendido casi como manual de instrucciones y como camino de empatía posible. Nosotros, al igual que los buenos de la película, sabemos más, y no queremos que nuestro saber sea compartido por los nazis. Y conspiramos junto a Aldo Raine, junto a Shosanna Dreyfus, junto al teniente Archie Hicox (¡un heroico crítico de cine!).
Tarantino consigue tensión y adrenalina en un cine hecho con muchas mesas. Bastardos sin gloria se parece estructuralmente a Pulp Fiction, y no sólo por sus principios con gente sentada. En ambas películas se cuenta una historia interrelacionada, cohesionada más allá de cualquier apariencia fragmentaria aparentemente inconexa. No hay personajes-guía pero sí hay personajes al acecho, listos para emerger y reaparecer cuando el impacto sea mayor. En Bastardos sin gloria son tres: Shosanna Dreyfus, Aldo Raine y el Coronel Hans Landa. Hans Landa fue interpretado por el austríaco Christoph Waltz, quien desde una carrera mayormente televisiva encontraba, gracias a Tarantino, el papel de su vida, para luego ya afincarse en el cine. Landa es un villano más grande que la vida, un cretino magnético, refinado, retorcido y racional, un personaje seductor y al mismo tiempo repulsivo que quiere apropiarse de la película, incluso con más minutos en pantalla que el propio Brad Pitt. Y también apropiarse de la historia. Pero enfrente tiene a Aldo Raine –sureño de Tennessee como Tarantino–, el mejor personaje de la carrera de Pitt, quien se prestó festivo y con mandíbula prominente a componer un simplón brutal, un justiciero odiador de nazis imposibilitado de hablar otra cosa que no fuera inglés (es memorable el momento “italiano”). Shosanna Dreyfus es la sed de venganza, la chica consumida por un odio genuino que refulge con belleza en su mirada fulminante, una estratega convencida de que la venganza se sirve fría, aunque con fuego. Mélanie Laurent, rabiosamente fotogénica (Tarantino: creador, modelador y salvador de carreras), actúa como sabían actuar las grandes de cualquier década, como Lauren Bacall en Tener y no tener: ojos, forma de fumar y formas al caminar.
Bastardos sin gloria divierte, sorprende, abruma y emociona. Y en el momento en que uno cree que Tarantino puede llegar a cerrar su relato con un golpe realista y cínico resumido en que “al final todo se arregla en los altos niveles militares y no hay otra salida que la hipocresía”, él y Aldo Raine -ambos de Tennessee y ambos con prominentes mandíbulas- no nos sueltan la mano. Aldo hace lo que tiene que hacer y dice una frase clásica, digna de Bogart, Costner, Eastwood y Wayne: “me van a pegar unos cuantos gritos, pero ya me han gritado antes”.
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