1.
El festival entregó su palmarés y con los premios, como siempre, llegó el final. Que también es el final, después de cinco años de trabajo, del equipo de programación comandado por Carlos Chatrian y Mark Peranson. Juntos con el resto de los programadores lograron mejorar el rostro de la Berlinale, y mantener un espacio después de Cannes y Venecia, esos dos monstruos que ni siquiera un oso en su mejor forma logra vencer. El final llegó anticipado, los directores y seleccionadores ya sabían que dejarían su cargo casi un año antes y eso nos hizo ilusionar con un evento lleno de filmes arriesgados y una competencia impecable, pero lejos estuvo ese sueño de convertirse en realidad. Pese a que Chatrian y compañía ya no debían darle explicaciones a nadie, los viejos problemas se volvieron a repetir y la necesidad de estrellas y nombres rutilantes, llenó la competencia de títulos absurdos y películas que no convencieron a nadie. Quienes realmente suelen manejar los destinos de los festivales suelen ser gente muy poderosa que no suele salir en las fotos y mucho menos recorrer la alfombra roja. Políticos que hoy tienen un puesto y mañana seguramente otro. Gente con la que conviene no quedar mal. Los festivales importantes como los mencionados anteriormente (a los que se les puede sumar Locarno, San Sebastián y Rotterdam, que a la vez deben ser los seis de mayor presupuesto en el mundo), son eventos tan grandes que ya se manejan como empresas. Con firmas de documentos de confidencialidad para los empleados y esas cosas. Claro que en ellos aún se puede disfrutar de lo mejor del cine, incluso obras arriesgadas y artísticas en donde al menos por unos diez días podemos pensar que existe la posibilidad de un cine mejor, pero todo eso siempre está pendiendo de un hilo y a ese hilo lo pueden cortar personas cuya idea del cine es ver Netflix por las noches en sus hogares, en el mejor de los casos. Pero a estos males mayores, que no parecen tener solución en ninguna parte del mundo, es mejor dejarlos de lado y hablar de la programación. (Además, seguir con el tema es demasiado largo, deprimente y sin solución alguna).
Los premios que entregó el jurado, al menos en la competencia oficial, fueron buenos. Tan buenos que hasta distorsionaron un poco la realidad. En la red social antes conocida como Twitter, el crítico español Enric Albero escribió: “El palmarés de la @berlinale es impecable”. A lo que su colega y paisano Jaime Pena respondió: “¡Ha hecho que el festival hasta parezca bueno!”. Y algo de eso ocurrió. Entre todas las películas participantes de la competencia era difícil encontrar títulos relevantes y los que superaron la medianía (bastante mediocre) algún premio se llevaron. Se podrá discutir si Pepe (una de los pocos títulos que intentó demostrar que el cine todavía puede deparar sorpresas) mereció algún lugar mejor, o que algunos títulos no merecían formar parte de la competencia o deberían haber estado en otras secciones. Pero esos son juegos que no terminan conduciendo a nada. El festival en general dejó un gusto amargo o de cierta desilusión. Veo las listas de las mejores películas de los colegas y en todas encuentro casi los mismos títulos. Títulos que en su mayoría todos podríamos haber seleccionado antes de verlo. Autores ya consagrados y algunos nuevos / viejos nombres conocidos. Poco descubrimientos y menos de directores jóvenes, ni hablar de óperas primas. Es un poco el estado del cine. Todos quieren estar en Cannes y una vez rechazados de ahí, recién entonces buscan el refugio de otros festivales. Los chismes sobre los caminos de las películas son divertidos, pero quizás solo para los que pertenecen a este mundo o industria. Mientras esto no cambie, todo seguirá igual. Y es difícil que en algún momento cambie, porque a pesar de la conciencia social de los cineastas, siempre querrán estar del lado del más poderoso. Los demás festivales más pequeños o alejados de los centros de poder que aún representan algunos países, seguirán luchando por lo queda o les dejan. Podría extenderme sobre este tema, pero en algún momento hay que hablar de películas, incluso de las buenas.
2.
Si una de esas revistas norteamericanas dedicadas al cine hicieran una lista sobre las diez películas más judías de la historia del cine (aunque quizás este no sea el mejor momento), la nueva de Nathan Silver, sin dudas, ocuparía un lugar. Después de su aparición como una de las más destacables figuras en eso llamado “cine independiente norteamericano”, su nombre desapareció de los festivales a pesar de seguir activo. Between the Temples es una vuelta a lo mejor de su cine. El protagonista y alter ego es un Jason Schwartzman ya no tan joven, con unos kilos de más y el peor vestuario que haya usado en toda su carrera. La historia de la película es una mezcla entre El graduado (1967) y Harold & Maude (1971) y como si estas alusiones al cine de los 70 (y casi) no fueran suficientes, la co-protagonista y objeto del deseo de nuestro héroe es la mismísima Carol Kane. Se trata, obviamente, de una historia familiar, con sus pasados rotos, culpas, religión, neurosis y todas esas cosas que conforman, finalmente, a una familia. La fotografía es del omnipresente Sean Price Williams y junto a la edición de John Magary realizan un trabajo notable creando una de las películas más nerviosas de las que se tenga memoria. El punto más alto de la película transcurre durante una cena en donde todo sale mal y peor. Al ver esta extensa secuencia, y disculpen la digresión, no podía dejar de pensar en la serie The Bear y en particular en su episodio 6 de su segunda temporada, un capítulo de más de una hora ambientado en el pasado de los personajes, para aclararnos su presente, durante una cena navideña. La realización de la serie siempre es notable, pero en este episodio en particular, al no tener que seguir las historias que se venían contando, los realizadores se dieron el gusto de copiar el estilo del cine de la década del 70 y en particular a la obra del realizador John Cassavettes. La copia es tan explícita que hasta invoca la figura de Gena Rowlands a través de una transformada Jamie Lee Curtis. El episodio es un momento cumbre de la TV actual (o como se lo llame), pero no deja de ser eso, una copia. Un grupo de profesionales técnicos ejerciendo su oficio en un punto altísimo para recrear algo que ya existía. Un poco como funciona la Inteligencia Artificial, eso tan temido por los “artistas”. Pero en tanta perfección no podemos dejar de notar que hay algo extraño. La sensación de algo ya visto, de una copia exageradamente perfecta. Incluso más perfecta que el original. Agreguemos, de paso, que a Cassavetes nunca le preocupó la prolijidad formal. En uno de sus shows, el actor Steven Wright contaba que un día, cuando no estaba en su hogar, unos ladrones le desvalijaron la casa. Pero le dejaron réplicas exactas de cada uno de los objetos robados. Esa es, quizás, la relación de la TV (las series, bah) y el cine. La diferencia entre la copia y el original, al menos cuando hablamos de buen cine, claro. Aunque encontrar eso hoy en día es muy difícil, y quizás por eso nos refugiamos en la TV y sus interminables series. De todas maneras, bienvenido (de nuevo) Nathan Silver y su cine imperfecto.
3.
En un reportaje realizado por el The New Yorker, la directora Ava DuVernay, quien participó en charlas en la Berlinale del año pasado, declaraba: “Te diré que me preocupo tanto por cada fotograma de mi película como lo hace Christopher Nolan. Me preocupo tanto por cada fotograma como él, pero sacrificaría en un abrir y cerrar de ojos todo el trabajo que le pongo a la apariencia: cada decisión de cada almohada, cada flor, cada movimiento de la cámara, mi iluminación, mi sonido, ¡ese sonido hecho en los estudios Skywalker en el que he trabajado durante tres meses!, la gradación de color. . . Lo sacrificaría todo para que veas la película, no veas esas virtudes estéticas y escuches lo que intento decir en lugar de mirar la forma en que lo digo”. Es decir, la directora quiere dejar un mensaje. En una red social el director de un festival neoyorquino dice que el premio a la película de Mati Diop es “importante”. La historia del cine pega toda una vuelta y volvemos a utilizar palabras y adjetivos que antes eran mal vistos y hasta despectivos. Las películas vuelven a ser “importantes”, “necesarias” y el mensaje se antepone a todo. Y esto quedó en claro en la premiación al mejor documental de este año. La ganadora fue la película No Other Land, creada por un colectivo palestino – israelí compuesto por los realizadores Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham, Rachel Szor, y cuenta la historia de las atrocidades que cometen los soldados israelíes erradicando y destruyendo los hogares de las personas que viven en las aldeas palestinas de Masafer Yatta. Las imágenes del documental son durísimas y la historia de los dos protagonistas es emotiva. Sin embargo los realizadores se empeñan en acompañar con música ciertas escenas de tensión y de tristeza. Una música que más que acompañar, hace ruido. La película, cómo evitarlo, nos deja con un nudo en la garganta, a pesar de lo rutinario de su realización. El tema de la película es tan candente que es imposible ejercer algún tipo de crítica a sus elecciones formales que, como cualquier película, obviamente las tiene. El jurado, un grupo de tres documentalistas realmente prestigiosos: Abbas Fahdel, Thomas Heise y Véréna Paravel, no se privó de otorgar una mención a otro documental, quizás mejor, pero con un tema menos urgente: un grupo de granjeros activistas que se oponen a la creación de un aeropuerto en la zona donde viven. La película de la dupla Ben Russell y Guillaume Cailleau está filmada, mayormente, en formato fílmico (creo que 16mm) y armada a través de tan bellos como contemplativos y extensos planos, que son muy pocos y, en uno de ellos, quizás el más notable, nos demuestran que todavía se pueden lograr imágenes bellas a través de la utilización de los drones. El título de este documental es DIRECT ACTION (así, en mayúsculas) y los críticos, los más sofisticados, cayeron de rodillas ante la propuesta, no así los espectadores que -muchos- prefirieron abandonar la sala ante sus 216 minutos de duración. Los jurados del Berlinale Documentary Award, al igual que Ava DuVernay, también prefirieron el mensaje. Ya llegaron tiempos mejores para el mundo y también para hablar de cine.
4.
Arriba del edificio que contiene a la mítica sala Arsenal, que dicho sea de paso dejará de existir en esa dirección para mudarse a un destino aún incierto, se encuentra una librería que durante la Berlinale se llena de merchandising festivalero y libros de cine, tanto en inglés como en alemán. Obviamente predominan los libros de temas y directores alemanes. Y ahí, claro, el favorito es Werner Herzog. Entre sus libros, este año estaban su reciente biografía “Every Man for Himself and God Against All: A Memoir” y el ya clásico “Conquista de lo inútil”, que en Argentina se consigue en buena traducción y bella edición. Veo en el festival películas realizadas con conversaciones a través de zoom, otras hechas en una sola locación y con actores no profesionales y algún que otro documental rudimentario que lo único que tienen en común es que al finalizar, sus créditos son larguísimos y suelen informarnos de todos los países que participaron en la producción y de las instituciones que brindaron su ayuda y dinero. Al ver estas pequeñas películas, al menos desde la producción, llevan tanto esfuerzo y recolección de dinero, me pregunto: ¿cuánto saldría una película como Fitzcarraldo (1982) hoy en día y cuánto se tardaría en filmar? La única respuesta que se me ocurre es que hoy en día nadie se animaría a filmar algo así. Y en cuanto a saber el costo verdadero de una película, bueno, obtener una respuesta sobre eso es más difícil que cruzar una montaña cargando un barco.
El festival entregó su palmarés y con los premios, como siempre, llegó el final. Que también es el final, después de cinco años de trabajo, del equipo de programación comandado por Carlos Chatrian y Mark Peranson. Juntos con el resto de los programadores lograron mejorar el rostro de la Berlinale, y mantener un espacio después de Cannes y Venecia, esos dos monstruos que ni siquiera un oso en su mejor forma logra vencer. El final llegó anticipado, los directores y seleccionadores ya sabían que dejarían su cargo casi un año antes y eso nos hizo ilusionar con un evento lleno de filmes arriesgados y una competencia impecable, pero lejos estuvo ese sueño de convertirse en realidad. Pese a que Chatrian y compañía ya no debían darle explicaciones a nadie, los viejos problemas se volvieron a repetir y la necesidad de estrellas y nombres rutilantes, llenó la competencia de títulos absurdos y películas que no convencieron a nadie. Quienes realmente suelen manejar los destinos de los festivales suelen ser gente muy poderosa que no suele salir en las fotos y mucho menos recorrer la alfombra roja. Políticos que hoy tienen un puesto y mañana seguramente otro. Gente con la que conviene no quedar mal. Los festivales importantes como los mencionados anteriormente (a los que se les puede sumar Locarno, San Sebastián y Rotterdam, que a la vez deben ser los seis de mayor presupuesto en el mundo), son eventos tan grandes que ya se manejan como empresas. Con firmas de documentos de confidencialidad para los empleados y esas cosas. Claro que en ellos aún se puede disfrutar de lo mejor del cine, incluso obras arriesgadas y artísticas en donde al menos por unos diez días podemos pensar que existe la posibilidad de un cine mejor, pero todo eso siempre está pendiendo de un hilo y a ese hilo lo pueden cortar personas cuya idea del cine es ver Netflix por las noches en sus hogares, en el mejor de los casos. Pero a estos males mayores, que no parecen tener solución en ninguna parte del mundo, es mejor dejarlos de lado y hablar de la programación. (Además, seguir con el tema es demasiado largo, deprimente y sin solución alguna).
Los premios que entregó el jurado, al menos en la competencia oficial, fueron buenos. Tan buenos que hasta distorsionaron un poco la realidad. En la red social antes conocida como Twitter, el crítico español Enric Albero escribió: “El palmarés de la @berlinale es impecable”. A lo que su colega y paisano Jaime Pena respondió: “¡Ha hecho que el festival hasta parezca bueno!”. Y algo de eso ocurrió. Entre todas las películas participantes de la competencia era difícil encontrar títulos relevantes y los que superaron la medianía (bastante mediocre) algún premio se llevaron. Se podrá discutir si Pepe (una de los pocos títulos que intentó demostrar que el cine todavía puede deparar sorpresas) mereció algún lugar mejor, o que algunos títulos no merecían formar parte de la competencia o deberían haber estado en otras secciones. Pero esos son juegos que no terminan conduciendo a nada. El festival en general dejó un gusto amargo o de cierta desilusión. Veo las listas de las mejores películas de los colegas y en todas encuentro casi los mismos títulos. Títulos que en su mayoría todos podríamos haber seleccionado antes de verlo. Autores ya consagrados y algunos nuevos / viejos nombres conocidos. Poco descubrimientos y menos de directores jóvenes, ni hablar de óperas primas. Es un poco el estado del cine. Todos quieren estar en Cannes y una vez rechazados de ahí, recién entonces buscan el refugio de otros festivales. Los chismes sobre los caminos de las películas son divertidos, pero quizás solo para los que pertenecen a este mundo o industria. Mientras esto no cambie, todo seguirá igual. Y es difícil que en algún momento cambie, porque a pesar de la conciencia social de los cineastas, siempre querrán estar del lado del más poderoso. Los demás festivales más pequeños o alejados de los centros de poder que aún representan algunos países, seguirán luchando por lo queda o les dejan. Podría extenderme sobre este tema, pero en algún momento hay que hablar de películas, incluso de las buenas.
2.
Si una de esas revistas norteamericanas dedicadas al cine hicieran una lista sobre las diez películas más judías de la historia del cine (aunque quizás este no sea el mejor momento), la nueva de Nathan Silver, sin dudas, ocuparía un lugar. Después de su aparición como una de las más destacables figuras en eso llamado “cine independiente norteamericano”, su nombre desapareció de los festivales a pesar de seguir activo. Between the Temples es una vuelta a lo mejor de su cine. El protagonista y alter ego es un Jason Schwartzman ya no tan joven, con unos kilos de más y el peor vestuario que haya usado en toda su carrera. La historia de la película es una mezcla entre El graduado (1967) y Harold & Maude (1971) y como si estas alusiones al cine de los 70 (y casi) no fueran suficientes, la co-protagonista y objeto del deseo de nuestro héroe es la mismísima Carol Kane. Se trata, obviamente, de una historia familiar, con sus pasados rotos, culpas, religión, neurosis y todas esas cosas que conforman, finalmente, a una familia. La fotografía es del omnipresente Sean Price Williams y junto a la edición de John Magary realizan un trabajo notable creando una de las películas más nerviosas de las que se tenga memoria. El punto más alto de la película transcurre durante una cena en donde todo sale mal y peor. Al ver esta extensa secuencia, y disculpen la digresión, no podía dejar de pensar en la serie The Bear y en particular en su episodio 6 de su segunda temporada, un capítulo de más de una hora ambientado en el pasado de los personajes, para aclararnos su presente, durante una cena navideña. La realización de la serie siempre es notable, pero en este episodio en particular, al no tener que seguir las historias que se venían contando, los realizadores se dieron el gusto de copiar el estilo del cine de la década del 70 y en particular a la obra del realizador John Cassavettes. La copia es tan explícita que hasta invoca la figura de Gena Rowlands a través de una transformada Jamie Lee Curtis. El episodio es un momento cumbre de la TV actual (o como se lo llame), pero no deja de ser eso, una copia. Un grupo de profesionales técnicos ejerciendo su oficio en un punto altísimo para recrear algo que ya existía. Un poco como funciona la Inteligencia Artificial, eso tan temido por los “artistas”. Pero en tanta perfección no podemos dejar de notar que hay algo extraño. La sensación de algo ya visto, de una copia exageradamente perfecta. Incluso más perfecta que el original. Agreguemos, de paso, que a Cassavetes nunca le preocupó la prolijidad formal. En uno de sus shows, el actor Steven Wright contaba que un día, cuando no estaba en su hogar, unos ladrones le desvalijaron la casa. Pero le dejaron réplicas exactas de cada uno de los objetos robados. Esa es, quizás, la relación de la TV (las series, bah) y el cine. La diferencia entre la copia y el original, al menos cuando hablamos de buen cine, claro. Aunque encontrar eso hoy en día es muy difícil, y quizás por eso nos refugiamos en la TV y sus interminables series. De todas maneras, bienvenido (de nuevo) Nathan Silver y su cine imperfecto.
3.
En un reportaje realizado por el The New Yorker, la directora Ava DuVernay, quien participó en charlas en la Berlinale del año pasado, declaraba: “Te diré que me preocupo tanto por cada fotograma de mi película como lo hace Christopher Nolan. Me preocupo tanto por cada fotograma como él, pero sacrificaría en un abrir y cerrar de ojos todo el trabajo que le pongo a la apariencia: cada decisión de cada almohada, cada flor, cada movimiento de la cámara, mi iluminación, mi sonido, ¡ese sonido hecho en los estudios Skywalker en el que he trabajado durante tres meses!, la gradación de color. . . Lo sacrificaría todo para que veas la película, no veas esas virtudes estéticas y escuches lo que intento decir en lugar de mirar la forma en que lo digo”. Es decir, la directora quiere dejar un mensaje. En una red social el director de un festival neoyorquino dice que el premio a la película de Mati Diop es “importante”. La historia del cine pega toda una vuelta y volvemos a utilizar palabras y adjetivos que antes eran mal vistos y hasta despectivos. Las películas vuelven a ser “importantes”, “necesarias” y el mensaje se antepone a todo. Y esto quedó en claro en la premiación al mejor documental de este año. La ganadora fue la película No Other Land, creada por un colectivo palestino – israelí compuesto por los realizadores Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham, Rachel Szor, y cuenta la historia de las atrocidades que cometen los soldados israelíes erradicando y destruyendo los hogares de las personas que viven en las aldeas palestinas de Masafer Yatta. Las imágenes del documental son durísimas y la historia de los dos protagonistas es emotiva. Sin embargo los realizadores se empeñan en acompañar con música ciertas escenas de tensión y de tristeza. Una música que más que acompañar, hace ruido. La película, cómo evitarlo, nos deja con un nudo en la garganta, a pesar de lo rutinario de su realización. El tema de la película es tan candente que es imposible ejercer algún tipo de crítica a sus elecciones formales que, como cualquier película, obviamente las tiene. El jurado, un grupo de tres documentalistas realmente prestigiosos: Abbas Fahdel, Thomas Heise y Véréna Paravel, no se privó de otorgar una mención a otro documental, quizás mejor, pero con un tema menos urgente: un grupo de granjeros activistas que se oponen a la creación de un aeropuerto en la zona donde viven. La película de la dupla Ben Russell y Guillaume Cailleau está filmada, mayormente, en formato fílmico (creo que 16mm) y armada a través de tan bellos como contemplativos y extensos planos, que son muy pocos y, en uno de ellos, quizás el más notable, nos demuestran que todavía se pueden lograr imágenes bellas a través de la utilización de los drones. El título de este documental es DIRECT ACTION (así, en mayúsculas) y los críticos, los más sofisticados, cayeron de rodillas ante la propuesta, no así los espectadores que -muchos- prefirieron abandonar la sala ante sus 216 minutos de duración. Los jurados del Berlinale Documentary Award, al igual que Ava DuVernay, también prefirieron el mensaje. Ya llegaron tiempos mejores para el mundo y también para hablar de cine.
4.
Arriba del edificio que contiene a la mítica sala Arsenal, que dicho sea de paso dejará de existir en esa dirección para mudarse a un destino aún incierto, se encuentra una librería que durante la Berlinale se llena de merchandising festivalero y libros de cine, tanto en inglés como en alemán. Obviamente predominan los libros de temas y directores alemanes. Y ahí, claro, el favorito es Werner Herzog. Entre sus libros, este año estaban su reciente biografía “Every Man for Himself and God Against All: A Memoir” y el ya clásico “Conquista de lo inútil”, que en Argentina se consigue en buena traducción y bella edición. Veo en el festival películas realizadas con conversaciones a través de zoom, otras hechas en una sola locación y con actores no profesionales y algún que otro documental rudimentario que lo único que tienen en común es que al finalizar, sus créditos son larguísimos y suelen informarnos de todos los países que participaron en la producción y de las instituciones que brindaron su ayuda y dinero. Al ver estas pequeñas películas, al menos desde la producción, llevan tanto esfuerzo y recolección de dinero, me pregunto: ¿cuánto saldría una película como Fitzcarraldo (1982) hoy en día y cuánto se tardaría en filmar? La única respuesta que se me ocurre es que hoy en día nadie se animaría a filmar algo así. Y en cuanto a saber el costo verdadero de una película, bueno, obtener una respuesta sobre eso es más difícil que cruzar una montaña cargando un barco.
5.
Y ya que hablamos de dinero, ese tema espurio, durante los días del festival nos encontramos varias veces con el realizador Ted Fendt, quien reside en Alemania desde hace un tiempo y trabaja como proyectorista en la sala Arsenal. Fendt nos cuenta que para su próximo proyecto piensa filmar dos o tres días por semana durante dos años, utilizando su dinero y técnicos amigos y una vez que tenga la película, recién ahí buscar inversores y productores, ya que, según él, es mejor pasarse dos años filmando y no esperar dos años o más, buscando plata para filmar por un par de semanas. Esta idea suena más sustentable (palabrita de moda) que pasarse años y años para lograr los fondos necesarios para una película. Pienso en Tsai Ming Liang, quien presentó en la Berlinale la décima entrega de sus películas sobre el monje que camina lento, interpretado por Lee Kang-Sheng. Su título es Wu Suo Zhu (Abiding Nowhere) y esta vez la historia, por llamarla de alguna manera, transcurre en Washington. La película fue producida en su totalidad por un museo. Las críticas que recibe Tsai son similares a las que recibe Hong Sang-soo: sus películas son todas iguales. Y en particular las del monje lento. Sin embargo son Tsai y Hong casi los únicos que lograron escapar al círculo que mencionaba antes. Los dos asiáticos, ya ancianos y sabios, filman lo que quieren y cuando quieren. En un mundo empecinado en la búsqueda del dinero, ellos dos parecen encarnar una verdadera resistencia que consiste en hacer una película tras otra. Y que bufen los eunucos, como decía aquel escritor que nunca vio una película de Tsai ni de Hong, ni del amigo Fendt.
6.
Y llegamos al final. Como decía al principio, Carlos Chatrian y su equipo supieron elevar el nivel de la Berlinale e intentaron darle una identidad que los distinga del resto de los festivales del mundo. En parte lo lograron, en otras se vieron enmarañados en la necesidad de ser un evento con un mercado enorme y el absurdo reclamo de tener una alfombra roja. A la nueva directora, Tricia Tuttle, le queda una tarea durísima. Dejar contentos a funcionarios, a la industria del cine alemán y a los realizadores y críticos mundiales más prestigiosos, que fueron quienes durante estos años supieron brindar todo su apoyo a Chatrian y equipo. Es difícil pensar en qué tipo de programación buscará Tuttle y sus programadores y más aún de dónde saldrán esas películas o cómo superan a invitados como Spielberg, Scorsese, Kristen Stewart o Hong Sang-soo. Pero las películas siempre necesitan de los festivales y en Cannes no entran todos. El director artístico anterior no se cansaba de repetir la palabra comunidad cada vez que tenía la oportunidad, ya sea en aperturas o presentaciones. Quizás su error fue confundir una comunidad con lo que era simplemente un grupo de amigos. Y a veces los amigos, justamente por ser amigos, nos dicen que todo está bien, incluso cuando no es así.
Me gustaría despedirme de estas crónicas diciendo hasta el próximo festival, pero ya sabemos cómo están las cosas. Así que mejor simplemente despedirnos, sin ningún tipo de promesas.
Hasta luego y gracias por leer.