Se trataba de un comentario sobre cierto cine clásico Hollywoodiense, pero Serge Daney tenía una teoría muy interesante que puede aplicarse a muchas películas, la del “rendimiento máximo”. Resumiendo de memoria, se trataba de un talento para aprovechar todo de una película, cada plano, cada personaje, para exprimir todas las emociones que la habitaban en sordina, las risas, las lágrimas, el miedo, etc. Esa teoría pero al revés se puede aplicar a Les Confins du monde, de Guillaume Nicloux. La historia tiene lugar en 1946 en Indochina, donde un soldado se deja arrastrar por una obsesiva historia de venganza hasta la oscuridad. Cuerpos mutilados, soldados desesperados y drogados, prostitutas y escritores decadentes le rodean más que el propio enemigo que el protagonista quiere aniquilar, un ente casi mítico al que sigue la pista con dudoso éxito. Todo, de hecho, se juega en esa palabra, “mítico”. Porque, pese a ofrecer detalles bastante novedosos y sorprendentes, sobre todo respecto a lo que provoca la cohabitación entre los soldados, que aquí es literalmente fálica (los penes abundan, e incluso uno es atacado por una sanguijuela) o castradora (al pobre de la sanguijuela hay que emascularlo), con un único sueño compartido (el de volver a Francia y fundar una familia), Nicloux abraza hasta tal punto una forma de relato elíptico, entre la obsesión irracional, la locura de la colonización y la mitología de la guerra en la jungla, que las dos relaciones más importantes de ese soldado (la que mantiene con el escritor y con la prostituta, que son de hecho los dos personajes que cierran el filme), son víctimas de esa desconexión, como castradas a su vez del relato por la fuerza mítica que el cineasta quiere imprimir a la historia. Y son finalmente las relaciones entre soldados (en fin, entre falos), las que vuelven la película interesante e incluso novedosa. Sólo da la sensación de eso, de que Nicloux no le sacó el rendimiento que habría podido a ese universo infernal que recrea con una riqueza rara en el cine francés.
En un marco mucho más típicamente francés, le sucede algo parejo a Christophe Honoré, con Plaire, aimer et courir vite (Sorry Angel), posiblemente su mejor película. Lo triste es que todo viene, de hecho de una buena intención: la de que esta historia a destiempo de entre un escritor de 35 años con sida y un joven de Rennes sea respetada con el mayor pudor por la película, impidiendo a Honoré excesos y horrores a los que a menudo nos acostumbra. Pero ese respeto, ese cierto buen gusto, esa obligación a la que parece someterse Honoré hace que en su película, por así decirlo, no suceda nada. Me refiero a que entre los actores no se teje ninguna relación que haga que la película sea algo vivo, ni tampoco entre las secuencias entre sí, algunas realmente bellas, pero que casi parecen casillas que el cineasta tiene que marcar, como un pasaje obligado, sin que responden las unas a las otras. Un paréntesis sobre esta película, más delicado: hay casi un síndrome social en ciertas películas francesas en las que un personaje secundario va a molestar al principal con problemas que son menos graves que los suyos. Un ejemplo: en La Guerre est déclarée, Valerie Donzelli interpretaba a una mujer cuyo hijo, apenas un bebé, tenía cáncer. Un día, se cruza por la calle con una vieja amiga que le cuenta sus problemas. Y cuando le toca responder, le dice: “Pues mi hijo tiene cáncer”. Volviendo todo lo dicho por su amiga ridículo y casi insultante. En esta ocasión, se trata de una amiga del personaje del escritor (y que a menudo estos personajes sean mujeres es curioso, sobre todo teniendo en cuenta que en la película de Honoré casi todas ellas son vistas con cierta antipatía): una noche en la que el escritor había planeado encontrarse por primera vez con su joven amante, esta mujer le toma del brazo y le acompaña, de forma inoportuna, contándole que tiene hepatitis, y claro, no es el sida, pero en cierto modo se entienden. La incongruencia de este personaje en ese momento instala en la película algo así como una jerarquía de emociones: las del protagonista son más “válidas” que las de su interlocutor. Más allá de lecturas sociopolíticas, me limito a la consecuencia negativa principal: las emociones posibles del relato se difuminan, se aminoran, el personaje se aísla del mundo que el cineasta había creado para él, vive menos, y nosotros sentimos menos. En definitiva, que lo que decía Daney no era ningún disparate, y que pocos cineastas ya saben sacar ese rendimiento del que hablaba de cada personaje, de cada diálogo y de su película.
De hecho, el que más lo ha conseguido de momento en Cannes es… un actor. Paul Dano. Algo tienen las películas dirigidas por actores, siempre o casi siempre, que las vuelve singulares. Puede ser forma de detenerse en la dramaturgia, o bien una relación con el artificio más desacomplejada… En el caso de Wildlife, tiene que ver con el punto de vista. En esta historia de dos jóvenes padres cuyas vidas se derrumban, Dano logra conservar siempre el punto de vista del hijo de ambos (interpretado por el impresionante crío de Los huéspedes, de Shyamalan), sin que este parezca tampoco ser un mero personaje testigo. Es algo incluso bastante inédito: un personaje narrador que ve a otros personajes con sentimientos más terribles que los suyos pero que al mismo tiempo da la sensación de estar viviendo aquellos realmente esenciales. En fin, una definición perfecta de lo que es ser un cineasta. Da incluso la sensación de que Dano y el personaje del niño unen tanto su mirada que hay incluso un cierto mimetismo físico entre los dos. Y toda esta estrategia se desvela como un mecanismo perfecto para llegar al último plano de la película, deslumbrante, en la que el personaje del niño se vuelve literalmente el director de la película.
Para concluir, una película/límite: Sex Tape (À Genoux les gars). Dos hermanas musulmanas y sus novios impresentables y obsesionados con el sexo en unos suburbios franceses. Diálogos cómicos, vulgares y casi infames, un poco como sí, a la imagen de la película de Satouf Les Beaux Gosses, la sexualidad adolescente sólo pudiera ser vista como una cuestión cómica y comunitaria (en aquella, la comunidad de los feos, en esta, la de las minorías). Sin embargo, en un momento dado, los dos novios hacen algo absolutamente abyecto a una de las dos chicas, no diré el qué. Un desprecio sexista insoportable irrumpe en la película pero el director Antonie Desrosières, como comprometido con su punto de vista inicial, no deja en ningún momento de lado ese tono cómico, de forma insólita, incluso en momentos en que la chica se plantea el suicidio. Las interpretaciones de las actrices, sin cambiar su estilo socarrón, rozan así el absurdo y un antinaturalismo total, convirtiendo Sex Tape en un caso en los límites de toda decencia desde un punto de vista moral y que seguramente haga correr tinta. Pero en su irreverencia, en su forma de no entrar en el trágico problema por desgracia más que realista, puede que haya una forma de expresarlo más justa, más cercana a su realidad, y más alejada de la asistencia social. Algo intrigante y casi incomprensible que deja al espectador, tras una muy natural y comprensible repulsión inicial, sin saber qué pensar sobre las intenciones verdaderas del cineasta y la ética de su posición.
@ Fernando Ganzo , 2018 | @GanzoFernando
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.