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#CANNES76 | Cannibalismos 07: Asteroid City (aka Chinchón)

#CANNES76 | Cannibalismos 07: Asteroid City (aka Chinchón)

Hablando de Aki Kaurismäki, decíamos ayer o, bueno, más bien esto no lo comentaba, cómo su estilo ha permanecido inalterable a lo largo de los años, con sus escenarios desnudos, los planos fijos y la utilización del fuera de campo o de las elipsis. Similares recursos en manos de directores como Haneke u Östlund se acaban convirtiendo en un elemento metafórico que siempre nos quiere decir algo: esperen lo (no tan) inesperado. Podemos considerar a la austriaca Jessica Hausner un miembro más de este grupo, sobre todo desde que con Little Joe (2019) diese el salto a la Competición de Cannes, que este año repite con Club Zero. En su caso, a los recursos que comentaba deben de sumársele los colores muy llamativos y contrastados y un minimalismo narrativo que tiende a prolongar hasta la extensión de un largometraje convencional pequeñas tramas que en circunstancias normales no darían más que para un cortometraje. En sus películas está todo tan condicionado por el diseño que, más que un guion, el punto de partida ha de ser siempre un story-board. Club Zero no escapa a esta premisa, con esa profesora de nutrición (Mia Wasikowska, pues esta es una coproducción europea hablada en inglés) que llega a un colegio privado y acaba conformando una suerte de secta con varios de sus alumnos a los que convence para que poco a poco renuncien a sus hábitos alimentarios, defendiendo posiciones contra el consumismo excesivo de alimentos en el mundo. El problema con este tipo de películas es que el mensaje es tan simple que hasta acaba resultando un tanto ambiguo y confuso (el press-book dedica bastante atención a explicar su denuncia de los docentes que tienden a manipular a sus alumnos alejándolos de sus padres).

Lo cierto es que muchas cosas que digo de Hausner (el minimalismo, los colores, el story-board) también podrían ser aplicadas al cine de Wes Anderson, una tendencia que se ha ido incrementando con los años, en especial a partir de El Gran Hotel Budapest (2014) y que llegó a una especie de paroxismo con The French Dispatch (2021). Asteroid City, que ahora se presenta a Competición, es algo más ligera que sus películas anteriores, lo que puede traducirse en que es menos densa. El mundo que dibuja Anderson, en cualquier caso, es un mundo que nunca desborda los límites de la pantalla. En Asteroid City nos presenta una pequeñísima localidad (82 habitantes) que vive del turismo que atrae un cráter generado por un asteroide y por las pruebas nucleares que el gobierno desarrolla no lejos de este lugar que podríamos ambientar en Estados Unidos en los años cincuenta, perdido en el desierto pero recreado en la madrileña localidad de Chinchón. En Asteroid City, la villa, que no la película, confluyen distintos personajes de paso que, por una circunstancia muy inesperada (la aparición de una nave extraterrestre, nada menos), estarán obligados a permanecer en el pueblo durante unos días. El argumento no existe como tal, pues apenas es una sucesión de viñetas que posibilita la participación de un cast estelar, esta vez encabezado por Tom Hanks junto a muchos de los habituales del cineasta. Pero ya decía que este era un cine de story-board, un cine que saca todo el partido a la pantalla como elemento narrativo. A la pantalla cuadrada y en blanco y negro que sirve para presentar el programa teatral y al autor de las historias, sigue una espectacular pantalla en scope en la que dominan los tonos ocres del desierto y los pastel que solemos identificar con los años 50 norteamericanos, los grandes coches y los diners. El partido que le saca Anderson constituye un espectáculo por sí mismo, no ya solo por sus características simetrías, sino también por la forma en la que tiene de forzar el encuadre, con Jason Schwartzman y Scarlett Johannson en los laterales y un gran espacio vacío en el centro, o con los planos cenitales que prácticamente no dejan un solo hueco en la pantalla o, para terminar, con las panorámicas laterales y los reencuadres que nos descubren un universo en el que personajes y decorados conforman un todo.

Rapito (Competición) es la nueva propuesta del veterano Marco Bellocchio, que si el año pasado presentó en Cannes la serie Esterno Notte, sobre el secuestro de Aldo Moro, en esta ocasión vuelve a revisitar la historia y la política italiana, en este caso remontándose a mediados del siglo XIX. Estamos en Bolonia, antes de la unificación del país, cuando la ciudad es territorio vaticano, bajo el dominio del Papa. Unos soldados entran en una casa del barrio judío, la de la familia Mortara, y se llevan a uno de sus hijos, Edgardo, de solo seis años de edad. El niño fue bautizado de incógnito, aparentemente por una sirvienta católica, y, por tanto, se le considera “hijo de la Iglesia” y no puede ser educado en el marco de la religión judía. El conflicto se prolongará varios años, tanto durante la infancia como la juventud de Edgardo, mientras su familia intentará recuperarlo por todos los medios, desde un rescate por la fuerza, al fin y al cabo se trata de un secuestro, hasta un proceso judicial que ocupa el penúltimo segmento de la película. Menos interesante en su primera parte, quizás porque el niño, en tanto que sujeto pasivo no tiene fuerza dramática, Rapito va ganando intensidad a medida que Edgardo se hace mayor, sobre todo cuando en la adolescencia, habiendo pasado por el seminario y asentado en el Vaticano, el ya adolescente se convierte en un personaje (converso) realmente siniestro. Como ya sucedía en varias de sus películas anteriores, desde Vincere hasta, incluso, algunas partes de Esterno Notte, Bellocchio se apoya en una música orquestal (a cargo de Fabio Massimo Capogrosso) muy enfática, que, si en la primera parte funciona más bien como contrapunto (no hay una correlación con las imágenes), en la segunda subraya la épica inherente al contexto histórico (la reunificación italiana), también a la propia evolución de los personajes.

Man in Black es la segunda película de Wang Bing en esta edición de Cannes, en este caso presentada en las Sesiones Especiales. Muy distinta a Youth, Man in Black es el retrato de un compositor chino, Wang Xilin, perseguido por el régimen en los años de la Revolución Cultural, que es entrevistado por Wang Bing a sus 86 años en un viejo teatro parisino. El tema entronca con otra corriente de la obra de Wang, la que va de Fengming a Dead Souls, registro de las persecuciones políticas en la China de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, pero su puesta en escena es muy distinta, más cercana a lo performativo, pues la película se inicia con la cámara siguiendo el cuerpo desnudo de Wang Xilin que deambula por el teatro antes de ponerse al piano y empezar a contar su historia personal. El testimonio convive con su música, tan enfática o más que la de Rapito, pues sus palabras casi se confundan con los pasajes de sus sinfonías, que Wang tuvo que componer esquivando la censura. A diferencia de sus documentales observacionales, Man in Black es una película que se sirve del teatro como si fuera un estudio, con todos los medios que eso comporta, empezando por las propias imágenes, a cargo de Caroline Champetier.

La tercera película musical del día fue As Filhas do Fogo, cortometraje de Pedro Costa, también en Sesiones Especiales. Con varios materiales de una exposición reciente, Canción de Pedro Costa, que se pudo ver en La Virreina (Barcelona) y otros nuevos, Costa presenta un tríptico en el que tres mujeres comparten la pantalla en scope y una misma canción que entonan a tres voces, más como un diálogo que como un coro (acompañadas de un cuarteto de cuerda y un clavicordio). De una fuerza visual extraordinaria, en lo que parece ser un boceto de un futuro musical, As Filhas do Fogo vuelve a a los claroscuros característicos del cine de Costa, pero también a Cabo Verde, con esas imágenes finales, ya en una sola pantalla, de un registro documental de una erupción en la Ilha de Fogo 1951, un epílogo que nos libera de la intensidad anterior.

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