Algunas reflexiones sobre Beginnning, el contrato entre receptor y emisor, los estados de consciencia y la violación del contrato.
“Todo espectador es un cobarde o un traidor”. La frase, tomada del libro Los condenados de la tierra (1961), del pensador anticolonial Frantz Fanon, sirve como célebre acápite a La hora de los hornos (1968), de Fernando Solanas y Octavio Getino. De uno a otra hay un inevitable desplazamiento: el alarmante axioma de Fanon refería específicamente al ámbito de la política, mientras que Solanas y Getino, al trasladarlo a un medio en el que la palabra “espectador” remite a un rol central en un determinado dispositivo comunicacional, redirigen la convocatoria a la acción urgente de Fanon hacia el espectador de cine. Lo cual obviamente es un oxímoron, porque de no haber contado con esos “cobardes” o “traidores”, la película del Grupo Cine Liberación hubiera permanecido inédita, ignorada, archivada o maldita. Para suturar esa rasgadura, La hora de los hornos resignifica el sentido de la cita de Fanon, al proponerse explícitamente -desde la propia diégesis y mediante el uso de letreros explícitos- como material destinado al debate político. Esos letreros indicaban incluso cuál debía ser el espacio de recepción del megafilm de Solanas y Getino. Uno distinto del de la sala de cine, donde el espectador, “atado” simbólicamente a su butaca, es una entidad signada por la pasividad. No puede moverse de allí, a menos que quiera retirarse de la función, ir al baño o a comprar una bolsa de pochoclo. Según las instrucciones de uso, La hora de los hornos debía ser proyectada en villas, unidades básicas u otros ámbitos políticos o sociales, liberando al espectador de esa atadura (si uno quería podía verla de pie, caminando o yendo a buscar el mate) e incitándolo a pasar a la acción. Acción intelectual primero, mediante el intercambio de ideas y posturas, y acción política de inmediato, al pasar esas ideas a la praxis.
Proyectada en una sala cinematográfica convencional, como sucedió sin ir más lejos en su propio estreno internacional, en el Festival de Pesaro, o tres años atrás en ocasión de su reestreno oficial en la Sala Lugones, La hora de los hornos muta necesariamente de esa función original de “herramienta de trabajo” en una película tan “normal” como la sala que la aloja. Una película agit-prop, en el mejor de los casos. Pero encerrada en una sala y, sobre todo, consumida no por “el pueblo” en forma masiva sino por espectadores individuales y especializados, trátese del público de festivales o de una sala de arte y ensayo, como bien puede considerarse a la Lugones. Pasa a ser un bien de consumo intelectual, ofrecido a un conjunto de espectadores que, en el caso de las exhibiciones en el décimo piso de Corrientes al 1500, producto de la desmovilización forzada, la cultura del hiperconsumo y el campo popular en estado de parálisis, confusión y redefinición, hacía que habían visto disolverse la noción de pueblo y hasta la de comunidad, para pasar a convertirse en mónadas pensantes, cada uno procesando en su butaca esa oleada que venía desde el fondo de los años 60. Ni qué hablar de lo que ocurrió con esas mónadas en los 90, cuando el consumo cinematográfico pasa de la sala más o menos populosa al living -donde todavía cabrían los comentarios en familia durante la película- y desde el comienzo de este siglo, del living al último escalón de la sociabilidad: la compu. La siguiente etapa, de haberla, sería la imaginada por David Cronenberg en Videodrome: un espectador engullido por la pantalla, que lo devuelve al mundo transmutado en organismo hendido.
Devuelto a la pasividad de la butaca o de la silla de compu, el espectador vuelve a ponerse en manos del prestidigitador o demiurgo, con quien lo liga un contrato tácito. En términos ideales, el contrato dice: “El diálogo entre el objeto cine y el sujeto receptor permitirá alcanzar el bien común”. Este no es otro que el que desde las cuevas de Altamira en adelante provee el relato de ficción: transportar durante una hora y media o dos al Hombre Sentado a un mundo en el que se proyectará -como lo hace literalmente Buster Keaton en Sherlock Jr-, para ser otro, y desde esa otredad repensarse. Para ello, uno -llamésmole yang o principio activo- debe manipular el relato, y por su intermedio al espectador. El otro -el yin o principio pasivo- aceptará la manipulación de buen grado, confiando en que yang lo conducirá a esa forma de epifanía que representa todo cuento que incluye al iniciado, permitiéndole pasar a otro estado de conciencia (esto no refiere sólo a las películas de Tarkosvki sino a las de cualquier género, de primera, segunda o tercera categoría, siempre que estén bien contadas). Esa posibilidad de pasaje es, justamente, lo que se entiende por “una película bien contada”.
Modernidad y vanguardias
Las vanguardias, desde la década del 20 del siglo pasado en adelante, y la propia modernidad cinematográfica, que se configura a fines de los 50/principios de los 60, violan explícitamente el contrato, desarmando las leyes de construcción del cuento cinematográfico y produciendo en el espectador efectos de desajuste, desestabilización e incomodidad. De shock, de conmoción, de masoquismo incluso, en el caso de las vanguardias cinematográficas, desde el corte de iris producido por Buñuel en Un perro andaluz. La modernidad violenta a través del gore –que nace a comienzos de los 60, de la mano del aberrante Herschell Gordon Lewis y termina incorporándose al cine como un topos más del relato–, del artificio cinematográfico develado como tal (Belmondo hablando a cámara en Sin aliento), de la (con)fusión genérica (la pregunta del documental moderno sobre la condición de lo real y lo representado), la fusión y disociación temporo-espacial, etc.
Es en este punto que nos topamos con Beginning, ópera prima de la impronunciable realizadora georgiana Dea Kulumbegashvili. La llamaremos Dea, para no complicarnos la vida al cuete. Se sabe: apareció Beginning en el Festival de San Sebastián (setiembre 2020) y generó una marejada de exultación. Al menos entre los miembros del Jurado Mayor, presidido por el realizador italiano Luca Guadagnino (el de la sub-bertolucciana Llámame por tu nombre y la inane remake de Suspiria), y críticos varios. El Jurado le entregó nada menos que los cuatro premios principales, un hecho inédito, y de paso un admirado Guadagnino entrevistó a Dea Zampuktapiti para el bonus que la plataforma Mubi incluye a continuación de la película. ¿Entrevista producida tal vez para tratar de “explicar” la película al espectador desorientado? El jurado entregó esos premios y muchos críticos saludaron a Cocoonzvenghali como la nueva joya de cierto cine “de arte” y festivales. Categoría que esos circuitos necesitan casi con desesperación para poder seguir reproduciéndose y que en las últimas décadas encontró en los nombres de Kim Ki-duk, Lars Von Trier, Michael Haneke, Carlos Reygadas y hasta el propio Guadagnino algunos de sus puntales más notorios. No casualmente la obra de todos ellos está jaspeada de elementos de escándalo, de la clase que sea. Pero eso lo dejamos para más tarde.
Detengámonos ahora en Beginning, de la cual si algo está fuera de discusión es el nivel de elaboración, sofisticación, determinación y efectividad (de acuerdo a lo que se propone) de su puesta en escena. No necesariamente singularidad o innovación. Pero eso también queda para más adelante.
Begin the Beginning
El primer plano secuencia de Begining (9 minutos de cámara inmóvil) es uno de esos diseñados para producir efectos determinados y muy específicos. Es ejemplar en sentido dramático: presenta el mundo en que se desarrollará la diégesis, presenta a los agonistas, da pistas sobre sus caracteres y las funciones que desempeñan al interior de ese mundo, tanto en relación con la comunidad como con la pareja. Es ejemplar en sentido narrativo (la parábola de Abraham da una pista de hacia puede dirigirse el relato) y de puesta en escena. En términos de espacio, la frontalidad es la manifestación física de la expresión metafórica “mirar las cosas de frente”, relación directa con lo real (con lo real de la ficción, quiero decir). Se impone una observación a distancia. Una distancia que es fija: el espectador no es invitado a involucrarse, sino a mantenerse como observar alejado. La simetría visual habla de un mundo ordenado, la luz pareja y difusa de la condición estable de ese mundo, los bordes inmóviles del encuadre y el ingreso de la protagonista desde uno de ellos facilitan la construcción de un fuera de campo. La profundidad de campo, finalmente, “llama” a un esfuerzo de la mirada para focalizar lo que está al fondo: el púlpito, la biblioteca a su izquierda y la invocación a Javé en cirílico, a la derecha. Profundidad de campo que va a reaparecer en la escena-shock de la película, ya allí al servicio de una perversidad en la que Rockabilly se esfuerza por sumir al espectador
En términos de tiempo, la fijeza del plano transmite la sensación de que éste no transcurre, sino que es un bloque granítico; la duración genera un efecto hipnótico, que no hace sino transparentar la intención de “capturar” al espectador por parte de la realizadora. Aquí hay que hacer una salvedad: en realidad ese plano inicial no es el plano inicial. El plano inicial es un cuadro en negro que se sostiene durante unos segundos, en el que se oye el susurro de una voz femenina, que se continuará hasta el comienzo del plano siguiente. ¿Qué dice esa voz, que debe ser de suma importancia por la sencilla razón de que todo inicio de un relato lo es? Salvo que alguien entre la audiencia hable georgiano (un idioma que, “para peor”, es distinto del ruso), no lo sabemos, porque los subtituladores no tuvieron la gentileza de hacerlo.
¿Ofrecerá ese susurro alguna clave de interpretación, funcionará sobre todo como sensación sonora, representará una primera introspección en el alma (siempre que se habla de algo ruso se termina hablando de alma) de la protagonista? Imposible saberlo. Hay una cosa que sí sabemos: el cuadro negro, mantenido sobre unos segundos, funciona como indicación al espectador. Tenés que prestar toda tu atención para ver, donde por ahora lo único que se ve es el cuadro negro. Y también: “Soy yo, Dea Pitigrilli, la que determino cuánto va a durar ese momento de suspensión, de angustia espectatorial incluso (nadie va al cine a ver un cuadro negro), de ansiedad por lo que vendrá”. Desde antes que aparezcan las imágenes estoy manejando tu percepción y tu psiquis.
Plano-obertura
En ese plano inicial que no es el plano inicial quedan establecidos –como lo hacen las oberturas operísticas, que presentan los leitmotiv que la obra va a desarrollar– todos los elementos rectores de Beginning: vamos a presenciar un drama (la gravedad de tono, la idea del sacrificio del hijo, la rigidez de los personajes) que tiene lugar en una comunidad cerrada (tan cerrada como el encuadre), basada en una disciplina tan rígida como la fe (los chicos castigados por haber estado jugando al fútbol) y que parecería haber elegido para sí un tiempo inmutable, donde las cosas son de una vez y para siempre. Ese orden es violentado por una agresión que viene desde el fuera de campo previamente subrayado. Fuera de campo ante el cual el encuadre (la comunidad) ha decidido encerrarse, por temor, autosegregación o soberbia. El espectador, ensimismado por el efecto hipnótico generado por el conjunto de los elementos de la puesta en escena, experimenta ante esa irrupción lo mismo que los personajes: conmoción, caos, horror desconcierto, desesperación. El plano siguiente –la madre y el hijo al abrigo de un árbol– comienza a hacer torsión sobre el punto de vista de la narración, algo que va a suceder en varias ocasiones más a lo largo de la película, y que es esencial para los efectos que Trulalabilly busca generar en el espectador-recipiente. Ese segundo plano bajo el árbol fuerza al espectador a un reacomodamiento: se pasa de la identificación con la comunidad, generada por el plano inicial, a la identificación con dos de sus integrantes, agonistas del último acto de la fábula.
Tres planos más adelante la distancia focal se acorta, y por lo tanto también la distancia emocional: estamos en el cuarto de David y Yana, en el primer encuadre con éste sentado en primer plano y su esposa parada al fondo, luego recuperando la simetría y la frontalidad del plano inicial, con ambos “en igualdad de condiciones” ante el espectador. Es el diálogo el que revela la disparidad: ella quiere ventilar el ambiente, él quiere que se mantenga el encierro; se revela que Yana abandonó su carrera de actriz para seguir a su marido; David la acusa de no reaccionar nunca de manera “normal” y la pone en el lugar de enferma: “deberías hacer terapia”. Por un mecanismo psíquico básico nos identificamos con el débil -la mujer desposeída de sus atributos- y no con el dominante, el hombre-sol, alrededor del cual ella ha aceptado girar.
Primera pregunta que no tiene respuesta (yo al menos no la tengo): ¿por qué antes de colgar los botines Yana era actriz, y no cualquier otra cosa? En todo arte dramático, que un personaje sea actor o actriz implica una autorreflexión sobre la condición de representación, sobre la máscara. ¿Qué es lo que representa Yana, cuál es su máscara? No me encaja, ya que si algo sucede con ella -por lo menos ante mis ojos- es que se muestra desnuda, sin máscara, “tal como es”.
(Continuará)
© Horacio Bernades, 2021 | @horaciobernades
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