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CRÍTICAS - STREAMING

Coup de chance

PARÍS NO ES UNA FIESTA

Es una lástima que Woody Allen, cuyos estrenos anuales acompañaron a varias generaciones, uno tras otro, como una celebración del ingenio, la réplica inesperada y el gozo de la creación, no se decida a aceptar de una buena vez un retiro honorable. Su arte está agotado, repetido, viejo. Y no se trata de una cuestión cronológica: directores casi moribundos, como el John Huston de The Dead/Desde ahora y para siempre, hicieron maravillas a una edad similar. Lo mismo el portugués Manoel de Oliveira pasado su centenario y en plena salud. Pero con una diferencia: tenían asistentes o colaboradores, sobre todo en el guión. En cambio, el hermético sistema Allen, “written and directed by”, sin que nadie pueda siquiera espiar lo que escribe o, una vez terminado, lo que escribió, ni aun leer la totalidad del libro durante los ensayos (los actores reciben sólo sus partes), envejeció fatalmente junto con él.

Su mundo del siglo pasado es incompatible con el actual y, así como no se resigna a cambiar su vieja máquina de escribir por el procesador de textos, tampoco hace el menor esfuerzo por quitarse la venda de los ojos y mirar a su alrededor. Atención: si Allen radicalizara esa postura, si la convirtiera en rasgo estilístico, en manifiesto combativo contra tanta estupidez reinante, tanto odio declarado hacia la cultura, podría obtener excelentes resultados y hasta nuevos fieles, hartos del mundo de los influencers y lo “icónico” (para ello, desde luego, debería abandonar el registro “realista”), pero no es así: la pereza creativa, en cambio, se adueñó irremediablemente de su obra.

Hasta sus pálidos intentos de bromas atrasan. En una escena de Coup de chance (Golpe de suerte), su última película, el marido celoso interroga a su mujer de poco más de treinta años: “¿Y qué hombres te gustan?” Y ella responde, sonriendo: “Y… no puedo decirte Alain Delon o Mick Jagger porque están viejos”. Esta réplica tiene una única explicación: Woody Allen no tiene ni la menor idea de cuáles hombres gustan hoy a las treintañeras, y ni se molesta en asesorarse. Menciona a los que les habrían gustado a las abuelas del personaje, aunque tiene al menos la prudencia de añadir “ya están viejos”. Esto es lo mismo que si el propio Allen, en 1977, le hubiese preguntado a Diane Keaton en Annie Hall sobre sus gustos masculinos, y que ella respondiera: “Y… no puedo decirte Rodolfo Valentino o Douglas Fairbanks porque ya están muertos”. En esta línea era peor aquella escena de Un día lluvioso en Nueva York (2019), en la cual el jovencito Timothée Chalamet le cantaba a su enamorada, a bordo de un sulky en el Central Park, un tema de ¡Cole Porter! (y el primer celular recién aparecía más allá de la mitad de la película).

Si en Rifkin’s Festival, su película anterior, Allen se permitía en tono zumbón algunas bromas con los clásicos de los 60 y los festivales en general (y le salía bastante bien), en Coup de chance abandona ese registro y vuelve, de manera seria, a una de sus obsesiones, el papel del azar en la existencia humana, un asunto sobre el cual —lamentable es comprobarlo— ya no tiene más nada que decir. Y, como no tiene más nada que decir, se repite como aquellas personas de cierta edad que, en una reunión de amigos, cuentan por enésima vez la misma anécdota o el mismo chiste y su auditorio, por delicadeza, no las interrumpen y les celebran el conocido final.

Match Point (2005) comenzaba con una pelota de tenis que golpeaba en la red, se elevaba de manera equidistante entre ambos campos, y la imagen se congelaba: la voz en off decía que, de acuerdo con el lado donde cayera esa pelota, alguien se convertiría en triunfador y el otro en perdedor. Que en ciertas circunstancias ni la voluntad ni la inteligencia intervienen en el destino, sino el puro azar. La historia del film, al igual que Crímenes y pecados (1989), su obra maestra absoluta de la cual Match Point era sólo una variación, estaba vinculada a un crimen. Más específicamente a la obra del azar en la dilucidación del crimen, y se citaba a Dostoyevski. Hubo otro film de Allen que se ocupó de lo mismo, aunque —justificadamente— pasó bastante inadvertido, Cassandra’s Dream (El sueño de Cassandra, 2007).

Coup de chance, que también lleva al crimen como fondo (y, una vez más, implícitamente a Dostoyevski, por aquello de la repetición) se propone una vuelta de tuerca: la intención de un personaje por negar el azar o, más aun, por controlarlo. En vano, por supuesto. Como premisa, parece interesante: la obsesión con un mismo tema no sólo ha constituido la obra de muchos artistas sino de casi todos.

Sin embargo, lo que aquí se ve es sólo eso: la idea, el motivo “filosófico” rector, pero de una filosofía que, como ya se dijo (y a riesgo de repetirnos nosotros), es sólo reiteración; en cambio, la construcción dramática, la definición de los personajes, es penosa. Son marionetas unidimensionales, ilustradoras de motivos, sin hondura psicológica alguna, crudas y tibias como un bizcochuelo sacado antes de tiempo. Inexplicable.

Jean Fournier (Melvil Poupaud), el marido celoso y multimillonario, da vergüenza ajena: ensaya siempre su peor cara de malvado como en un vodevil de aficionados (hay una escena, y esto no es un chiste, en la que recuerda a Mr. Bean) y, para lograr sus fines, recurre a cuanto lugar común le ofrece a Allen el viejo cine que lleva en la memoria: detectives privados, mafiosos rumanos que parecen escapados de algún giallo de los 60, pactos secretos, etcétera. Su atribulada esposa Fanny (Lou de Laâge) es una muchacha que sucumbe románticamente a los encantos de un ex compañero de liceo, el pobretón Alain Aubert (Niels Schneider), quien vive en una bohardilla como la de “La Bohème” y que escribe su novela a mano. Pero ella, pese a su profundo enamoramiento y sus citas clandestinas en la París romántica, cuando Alain desaparece de su vida sin avisar, de golpe (ya imaginará el lector por qué), lo olvida rápidamente y aquí no ha pasado nada. Es entonces cuando interviene la madre de ella (Valérie Lemercier), a quien hasta ese momento se le podía atribuir la inclinación a cualquier pasatiempo, menos al de jugar a Miss Marple. Por piedad, no sigamos.

Sin embargo, hay otros dos hechos que no se pueden dejar pasar por alto. Coup de chance, rodada en París como ya hizo con otros dos films suyos, es el primero que está hablado enteramente en francés. Y quizás esto haya influido en esa “falta de cocción” dramática de la que se habló antes. La intervención de un mediador lingüístico no deseado en ese sistema hermético y tan personal con el que trabaja Allen ha de haber jugado en su contra. Quizá haya algo de prejuicio en ello, pero a veces se tiene la sensación de estar viendo un western con John Wayne hablado en japonés o un drama de Bergman doblado al italiano.

Y segundo: ¿qué pasó con la música, habitual coprotagonista de sus películas? Es imposible no asociar “Rhapsody in Blue” a Manhattan, o “Mi par d’udir ancora” por Enrico Caruso a Match Point, o el Cuarteto de Cuerdas en Sol Mayor 887 de Schubert a Crímenes y pecados, sin mencionar, naturalmente, a la copiosa literatura de jazz que comenta su obra entera. No es que Coup de chance prescinda de música; allí están, por ejemplo, “Cantaloupe Island” por Nat Adderley en los títulos de cierre, o “Bag’s Groove” por el Modern Jazz Quartet, pero todo de una forma tan incidental, tan secundaria y poco advertible, que hasta daría la impresión de que también tercerizó la responsabilidad de la banda de sonido como hizo con el uso del francés.

Triste, este París no es una fiesta.

(Francia, 2023)

Guion, dirección: Woody Allen. Elenco: Lou de Laâge, Niels Schneider, Melvil Poupaud, Valérie Lemercier. Producción: Patrick B. Lyons. Duración: 93 minutos.

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