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CRÍTICAS - CINE

Corazón borrado (Boy Erased)

(Estados Unidos, Australia, 2018)

Guion y dirección: Joel Edgerton. Elenco: Nicole Kidman, Lucas Hedges, Joel Edgerton, Russell Crowe, Xavier Dolan. Producción: Joel Edgerton, Steve Golin, Kerry Kohansky-Roberts. Duración: 115 minutos.

Se sabe, o se cree, que en el cine no hay temas sino miradas, que las películas, traten el asunto que traten, son lo que sus realizadores hacen de ellas. Pero convengamos que hay asuntos más difíciles, menos plásticos, que otros. Por ejemplo: un chico de una familia religiosa se da cuenta de que le gustan los hombres, los padres se enteran y lo mandan a una especie de campo de reeducación; ya en el lugar, el protagonista debe balancear sus deseos con el mandato paterno y la vejación institucional. ¿Qué libertades le ofrece a un director una premisa así? Las opciones siempre son infinitas, pero pensemos que la película es Boy Erased, que quiere insertarse en el universo del mainstream y de su circuito de reconocimientos (se esperaba que tuviera tres nominaciones de la Academia pero no lo tocó ninguna). Basta con leer la sinopsis para anticipar planos, diálogos, climas; una película con poco margen para sorpresas, que podemos imaginar antes de verla.

Boy Erased (acá le pusieron Corazón borrado) denuncia, señala con el dedo y lo hace de manera clara, frontal, machacona. Pero Joel Edgerton tampoco quiere abrumar al público, así que le imprime a su película un tono intermedio, que no molesta. El relato sigue el calvario de Jared Eamon sin buscar estridencias: el ingreso al centro Love in Action no es distinto del de cualquier película sobre instituciones opresivas, con chicos que leen y recitan reglas en voz alta en forma sincronizada bajo la vigilancia de adultos autoritarios, pero en cambio el tono resulta amable, como si el director se propusiera mostrar el infierno sin tratar de importunar al espectador. Es una estrategia que Edgerton emplea durante casi toda la película, sin importar si está filmando un intento de violación o un ritual de lapidación colectiva. La escena en la que familia Eamon decide el futuro de Jared resume bien esto: el momento, que podría haber incluido gritos, violencia física y un drama desatado, es más bien calmo y silencioso, la tensión se regula económicamente; cuando minutos después, los padres, acompañados de dos pastores amigos, prácticamente interrogan a Jared, la escena sostiene el tono a pesar de todo, pero la puesta quiere comunicar, mediante la disposición de la luz, que lo que allí está ocurriendo no pertenece al orden de lo familiar sino de lo judicial, como si el protagonista estuviera rindiendo cuentas ante un tribunal severo. Allí se entiende que la decisión de evitar los excesos dramáticos viene con un costo: el director está forzado a compensar con subrayados de ese tipo (“¡es como un juicio!”) la tensión que la narración no construye.

La película ata a sus actores y los obliga a moverse en un registro contenido que no admite grandes gestos: Lucas Hedges (Jared) padece el rechazo familiar y las humillaciones del centro sin levantar la voz, sin quebrarse, como si interiorizara el proceso; a lo sumo si tartamudea un poco o se revuelve en la silla. Al resto le pasa lo mismo: deben aprender a moverse en los límites más bien estrechos que Edgerton traza para todos. Para todos menos para él mismo: su Vitor Sykes, que maneja el Centro, un comerciante que vende caro un servicio de mind-fucking a familias baptistas acomodadas, es el único al que se le permite hablar y gesticular profusamente, que puede adueñarse de la escena con su arranques perversos. Edgerton sobreactúa, dentro y posiblemente fuera de la pantalla: nada mejor para aparentar sensibilidad por una causa que ponerse en el cuerpo del villano y explicar en entrevistas posteriores lo difícil que fue eso. El resto de las actuaciones son desparejas: Nicole Kidman desentona con esa mujer-máscara que compone, un personaje estilizado e inverosímil, pero sin las capas de maquillaje de Destrucción. Al final, hay más potencia en las apariciones breves y misteriosas de Xavier Dolan y en el padre adiposo que hace un Russell Crowe avejentado y entrado en carnes que parece bastante a gusto con eso de ir y venir por los planos sacudiendo la panza.

El sistema que instaura el director se agota rápido. La falta de explosión dramática deja expuesto el principal mecanismo de la película, que se reduce apenas al mero llamado de atención: “esto pasa, yo te lo cuento”. El resto importa poco, a lo sumo resulta curiosa la estrategia de escamotear la truculencia y de ofrecer en su lugar una degradación cool, tenue, que no hiera sensibilidades. Pero en el fondo la película funciona como un trámite, un montón de imágenes y sonidos que vienen a justificar algo distinto de sí mismos, el gesto de la denuncia. Con la sinopsis alcanzaba.   

 

 

 

© Diego Maté, 2019 | @diegomateyo

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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