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CRÍTICAS - STREAMING

Mank

FUCKING BOULEVARD

                                                            “La nada me anonada”

                                                                              Martin Heidegger en traducción de José Gaos.

A Julio A. Romero

No recuerdo en dónde, Flaubert anotó que le gustaría escribir un libro que tratara sobre nada, y al que -creo- llamó en estos apuntes “El espiral”. Imagino por las vueltas y vueltas que no llevan a nada.

No digo que ciertos libros de un estilo “objetivista” que se repiten ad nauseam, también como siempre una repetida vanguardia, no lo hayan intentado hacer. Pero incluso en estos contenedores de ripios puede haber siempre una involuntaria nota de algo relacionado con lo poético.

Lo que hoy se llama cine, o ahora “streaming”, en su gran mayoría lo ha logrado hacer con mucho mayor éxito. Sobre todo cuando se intenta evadir del género. De allí que las pocas obras que son también esperanzas paralelas de muchos de nosotros, puedan salir del punto de partida afirmativo de los géneros. Así el terror, el policial, el fantástico o todo ello junto y que puede englobarse en la palabra y concepto de thriller, son los sitios desde donde puede partir algo todavía relacionado, siquiera tangencialmente, con el cine y su concepto.

Pero seguramente ya no a partir del melodrama, porque ahora la pasión no manda sino que es un sentimiento reaccionario.

Cuando se va hacia la nada -el libro prestigioso, el gran tema social de sesgo progresista, la denuncia de algo sabido hasta por un niño, y cosas semejantes-, el saldo es nulo, porque se ha partido también desde la propia nada. Queda también, y como bien ha escrito Marcelo Zapata, dedicarse a pergeñar un “film de culto”.

También eso, estas nadidad, puede darse en dos apéndices morbosos que son la remake y el desmantelamiento del Hollywood clásico. Éste cuando tuvo el poder y luego en su etapa autoconciente logró una férrea afirmación de sus principios dentro de la territorialidad norteamericana, sentando un punto de vista certero y sobre todo operativo con respecto al mundo que necesariamente se le oponía, el wasp; con sus apéndices culturales representados por el periodismo en general y Broadway en particular. 

Ahora no tiene el poder efectivo pero sí guarda intacto el capital simbólico que es el que verdaderamente cuenta. Tanto histórica, como espiritualmente.

Llegado el cine a su fin, porque logró su meta, la meta que se proponía, se intenta ahora, y desde hace ya décadas, dinamitar todas las bases en las que aquel poder fue cimentado. 

De tal modo la que podría denominarse tendencia revisionista (lo contrario de la autoconciencia), que diera sus primeros zarpazos ya en los años sesenta del siglo pasado, se nutre ahora de la gran maquinaria cibernética para esta nueva ilustración de algo tan mohoso como la leyenda negra anti Hollywood.

Esta cosa titulada Mank podría denominarse también amarillismo con medios millonarios. O vil panfleto con algoritmos. A pesar de lo cual ni siquiera consigue ocultar su irremediable vulgaridad. Una vulgaridad que como una pandemia expresiva lo abarca todo. Todas las esferas. La estética, la ética, la política, la histórica, aún la religiosa.

El pretexto es ya también mohoso. Que el mayor -pero no en talento- de los hermanos Mankiewicz escribiera todo Citizen Kane, su estructura, forma y sentido, está ya más que probado. También que el organizador fuera el erudito y dandi cultural de John Houseman (que no era el pelele que se intenta brulotear aquí); uno de esos personajes fascinantes a los que Hollywood les debe tanto. Y el resultado de este film se debe también que a su vez gentes como Gregg Toland en fotografía y Bernard Hermann en el score hicieran lo que se les ocurriera. Mientras Welles, que era un canalla vanidoso y chapucero de lo peor, se quedaría con todo el crédito. Porque Welles a estas alturas sólo tiene dos grandezas que mantener: la corporal y la grandeza de ser uno de los estafadores más grandes que ha dado el siglo pasado, pródigo como pocos en tal actividad predatoria.

Lo que también sería necio a estas alturas, es sostener que más allá de los ringorrangos expresivos, fotográfico-acústicos de un expresionismo vetusto ya para entonces, que todo aquello que narra este film, se reduce a algo más que “el dinero no hace la felicidad”; lo cual puede resumirse en un simple grafitti; tal su banalidad. Porque existe también una banalidad del bien.

Aquí Mankiewicz Herman J., es uno más de esos genios alcohólicos incomprendidos que la bondad ideológica norteamericana nos fabrica serialmente desde que pueda recordarse. Ese segundo acto que según Scott Fitzgerald no existe en la vida norteamericana, vuelve aquí a ser refocilado con todo el placer al que se entregan los cerdos culturales. Y aquí ni siquiera son capaces de descubrir con sus hocicos una apetecible trufa.

Precisamente fue Fitzgerald quien en forma tardía y en una novela inconclusa (“El último magnate”), reconociera el genio de Irving Thalberg que aquí es mostrado sucintamente como un mero cagatintas.

El así llamado Mank al parecer fracasa porque tiene un talento descomunal, pero los horrendos productores de Hollywood son torpes judíos ávidos de botín y de sangre: acá los católicos no la ligamos (*), seguramente porque se olvidaron; basta con un chascarrillo burdo contra la fe en la que fuera educada Marion Davies. Por cierto, una gran actriz; excelente comediante, una mujer llena de ingenio y que además ayudó a más de uno.

Descubrir también a estas alturas que Gary Oldman es un pésimo actor, alguien que francamente produce náuseas estéticas por su incapacidad de intérprete, es como empujar una puerta abierta. Aquí se le da todo el tiempo del mundo para repetir sus muecas mofletudas, sus rictus, balbuceos y eructos, y hasta se le permite un vómito; posiblemente para delatarnos involuntariamente la calidad del monólogo que se ha tragado hasta las orejas. 

Tómese este monólogo de varios minutos bailoteado alrededor de la mesa festiva de Hearst en su  palacio de San Simeón ¿Y que tenemos? Camelo, un texto ininteligible, cacofónico, lleno de ripios; y que aquí también, como para un Macbeth de pacotilla, no significa nada. 

A ver. Seamos justos. Entre el eructo número 15 y el 21 se alcanza a vislumbrar algo así como un ataque a los ricos y algo sobre el Quijote, y donde es seguro que a partir de ahora el fantasma de Cervantes acechará a quien escribiera esto, y aunque se esconda en el último rincón de la tierra.
O el largo paseo por el jardín en la misma mansión con Mank y Marion Davies, donde se asiste al escalamiento de un Himalaya de trivialidades, a una ristra de chimentos más sobados que los de Uriah Heep; a toda serie de anacolutos y de información deficiente, y todo para rematar con una Marion apócrifa gritando a una jaula de monos “¡Cállese Mr. Hearst!”. En jaula la deberían estar ambos Fincher y dejar en libertad a los pobres primates cuyo coeficiente mental seguramente supera a este dúo de infradotados.

Con estas dos flores del mal, si alguien ha llegado a soportar su visión hasta este círculo de la desventura visual, puede comprenderse el porqué de una pieza de chatarra como esta Mank.

Todo embutido en grandes angulares y luz cenital y cortes muy rápidos para intentar escamotear al espectador el bochorno en el que se ha metido. Donde además de la nulidad de Oldman se pasea una inerte media docena de actores y de actrices que no extrañan a un George Cukor -si supieran quién es- sino a un simple Svengali de circo.

Otra cosa de una imbecilidad estrepitosa son los diálogos. Ya no triviales y carentes de ingenio, sino de algo mucho peor. La vergüenza ajena que nos depara cuando se intenta burdamente  hacerse el ingenioso para acuñar réplicas y epigramas, y se es más torpe que un subastador de chatarra. Se nos quiere presentar a Mank como alguien ingenioso, un Oscar Wilde pasado de bourbon, y sin embargo se le enjaretan diálogos más ramplones que los de Gerardo Sofovich o los de una tira de Polka.

Y todo con ese intento de reflejar un mundo frívolo, perverso y decadente, cuando se tiene la altura moral de un pastor televisivo-evangélico.

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Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Estados Unidos, 2020)

Dirección: David Fincher. Guion: Jack Fincher. Elenco: Gary Oldman, Amanda Seyfried, Lilly Collins, Tom Pelphrey, Arliss Howard, Toby Leonard Moore, Tom Burke, Paul Fox. Producción: Ceán Chaffin, Eric Roth, Douglas Urbanski. Duración: 131 minutos.

Nota bene. Para el que ignore que Hollywood se auto criticara y pusiera sus propios límites al entendimiento desde muy temprano, le vendrá bien saber que desde los tiempos de What Price Hollywood? (1932), de las primeras versiones de Nace una estrella y Stella Dallas (1937) hasta Sunset Boulevard (1950) y The Bad and the Beautiful (1953), no hizo otra cosa que hacerlo. Tal fue el altísimo grado de su variado poder. 

*una perla, seguramente en el fango, pero perla al fin. Cuando al final -el más que nunca ansiado final- de esta tripa rellena de imbecilidades, en la ceremonia del Oscar aparece George Schaefer, presidente de la RKO a retirar el premio. Podemos acotar que éste era católico, como tantos otros de esta alianza judía-católica que hizo a Hollywood; y que nos dio cientos, miles de obras que hacen algo mejor, más bello y más justo, a este mundo poblado de canallas como los que excretaron este film.

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