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CRÍTICAS - CINE

Crítica: Rojo, por Roger Koza

(2018, Argentina, Brasil, Francia, Holanda, Alemania)

Guion y dirección: Benjamin Naishtat. Elenco: Darío Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Rudi Chernicoff. Producción: Federico Eibuszyc, Barbara Sarasola-Day. Distribuidora: Primer Plano. Duración: 110 minutos.

El color del malestar

En una entrevista reciente, Benjamín Naishtat afirmó que desconfía de la normalidad. Cuando una sociedad se aquieta y se llama al silencio, o cuando disimula sus contradicciones y disparidades, se puede formar una amable y conveniente superficie de cordura, pero siempre existe una falla que la desmiente. En la segunda escena de Rojo, el pus social emerge de la boca de un hombre. Su conducta es la de un loco, y quienes lo observan así lo piensan. La escena no podría ser menos genial porque glosa la mentalidad de una época y el interés del director por asir el malestar de entonces; eso que no se enuncia pero sí se entrevé en los actos y en lo que no se dice.

La escena aludida es magnífica. El abogado que interpreta Darío Grandinetti espera a su esposa para cenar. Un hombre más joven llega al restaurante y luce perturbado. Quiere sentarse y comer, pero todas las mesas están ocupadas; al ver que el abogado está en situación de espera, este pierde la compostura y estalla en cólera. El tiempo de la escena es notable, porque tiene el ritmo justo para trabajar sobre la impaciencia del personaje y la expectativa del público. Quienes están en el recinto tan solo observan y esperan a que regrese el orden. Con adjudicarle insania a ese joven impetuoso es suficiente. La escena tendrá su resolución en un páramo, y en pocos minutos la totalidad del film quedará contenida en ese fragmento.

El tiempo del relato es 1975; el lugar, cualquier provincia de Argentina. Son las dos indicaciones por fuera del film, que mantiene las inscripciones históricas en un estado de latencia que favorece el sentido de las escenas. Esa indeterminación de los signos que rodea a los personajes acentúa el costado ominoso que se siente desde la otra gran escena en el inicio del film (un plano fijo y general de una casa de la que van saliendo personas con objetivos distintos) hasta la no menos incómoda escena final que cierra: un plano congelado del rostro de Grandinetti que también sintetiza la época. Como sea, algo terrible está pasando, algo que nadie nombra, algo que puede ser filmado.

La fecha anunciada en el principio, sin duda, permite asociar el conjunto de escenas domésticas y sociales a una época funesta que preparó la transición a una todavía más aciaga. La presencia militar se hace notar en una escena menor, y es tal vez la más contundente figura del período histórico elegido. La Triple A no se nombra, la amenaza comunista tampoco, pero el siniestro personaje que interpreta Alfredo Castro y un misterioso eclipse en que el mundo deviene rojo reenvían todo a ese tiempo y revive las referencias políticas sin darles un nombre propio. Es que 1975 se siente por todos lados: en el sistema de relaciones entre los personajes que cifran su conducta en el fingimiento y la abstención, en el mobiliario, en las elecciones cromáticas, en la música extradiegética y en la propia gramática del film que incorpora zooms, ralentís y fundidos encadenados propios de la época.

El film avanza narrativamente en torno a un desaparecido y un inmueble. Partiendo de esas dos variables simbólicamente determinantes, el resto se apoya en situaciones cotidianas tomadas de cualquier manual de costumbrismo, cuya función es profundizar la incompatibilidad de lo que pasa y no se dice con los actos cotidianos. El costumbrismo gestiona a su favor las fallas del sistema moral que representa. Los conflictos existen para ser superados y así reforzar los valores que unen a una comunidad. El malestar es aquello que horada las costumbres, y aquí este tiene una valencia política.

El malestar ha signado desde el inicio el cine de Naishtat: Historia del miedo y El movimiento, por caminos muy distintos a los que se emplean en Rojo, no afirmaban otra cosa que una intensa sensación de fastidio sin una causa nítida. Sin bien el primer film no era un remedo de cualquier film austríaco de Michael Haneke, la deuda con su estética era tan evidente como también sucedía con Peter Watkins en El movimiento. Rojo puede exhibir alguna que otra influencia desperdigada, pero en este film el joven director afirma su visión del mundo y asimismo del cine que quiere hacer.

Lo más curioso de todo se ciñe a la inesperada reverberancia de Rojo. ¿Quién podía prever que este film anclado más de 40 años atrás podía encender en el presente la vigencia de sus signos? Poco tiene que ver con una exacta repetición de aquel tiempo en el nuestro; la inconmensurabilidad entre ambos períodos es innegable, no así el sentido del malestar de antaño, que tiene hoy otro matiz, otra expresión. Algo, sin embargo, persiste, y eso se siente en la animosidad entre quienes empuñan visiones de mundo enfrentadas. Nada indicaría, por otra parte, que tales enfrentamientos habrán de disiparse en un futuro cercano, y es por eso que Rojo despierta exabruptos dispares.

 

 

© Roger Koza, 2018 | @rogerkoza

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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