PARAÍSO DEL MALESTAR
Allí donde Todd Solondz se especializaba en simplificar el mundo (estaban los perversos, los idiotas y los depresivos, todos ellos entelequias de guion), jugando con un mazo de cartas parecido Mike White devuelve el mundo a su complejidad, su ambigüedad, su carácter de espejismo nunca del todo aprensible. Comparo a White con Solondz porque tanto en la obra del autor de Felicidad como en la del de la serie Enlightened la América contemporánea es Freakylandia. Pero los freaks de Solondz eran monstruosos, patéticos o risibles, mientras que los de White son gente. Gente falible, dual (o más que dual), inacabada, en general querible. Asqueado por la América que le tocó vivir, Solondz la miraba como desde otro planeta y desde un punto fijo y prefijado, sin margen para la comprensión, la duda o la piedad. White parece creer en cambio que freaks, él incluido, y que todo freak merece ser considerado como algo más que eso. Por eso no diseña caricaturas, estereotipos o entelequias. Sus criaturas son resbalosas, engañosas, múltiples. Difíciles de atrapar. White es un autor difícil.
Filmada en el Four Seasons Hawai y escrita, producida y dirigida por el guionista de Chuck & Buck y Escuela de rock, The White Lotus tiene lugar en un mundo cerrado, claustrofóbico y artificial. Un mundo que debería ser aireado pero es asfixiante. Un mundo en el que hay tantas flores (en los empapelados, en los tapices, en las camisas) que ahogan. Ubicada en uno de esos lugares que suelen considerarse “paradisíacos” (playa limpia, océano interminable y cristalino, palmeras), llamativamente la miniserie de seis episodios (HBO anunció que una segunda temporada está en preproducción) transcurre más adentro que afuera. Las únicas ocasiones en las que uno de sus personajes va a la playa son para pasar la noche sobre una reposera, y más tarde se convertirá en el único de los pasajeros del resort (el White Lotus del título) que se aventura “a la mar océana”. Como Amy Jellicoe en Enlightened, el dieciseisañero Quinn (Fred Hechinger) hasta entonces el personaje más pasivo y sumiso, a bordo de una canoa descubre el otro yo de sí mismo. Otra posible comparación con Solondz, cuyos personajes pasivos y sumisos se convertían, con el tiempo, en más pasivos y sumisos.
Cuando llegan al resort, los turistas de The White Lotus -que con el correr de los episodios se mostrarán tan perdidos como los de Lost, en un escenario semejante pero con resort a la vista- son recibidos por una corte de anfitriones sonrientes, encabezada por el gerente del hotel, Armond (el genial Murray Bartlett, una suerte de John Cleese con unos centímetros menos). Armond les ofrece, claro, el oro y el moro. Para eso pagaron fortunas esos y esas yanquis de guita. Para tenerlo todo, para concretar sus fantasías de escape, quizá más que nada para ser atendidos. Los tragos son de todos los colores y las camisas hawaianas también, el spa ofrece todos los servicios posibles, los camareros son atentos e impersonales. Obviamente, desde un primer momento sabemos que todo eso mostrará su carácter de fachada, de montaje, de simulacro: para que la tarjeta postal siga siendo tarjeta postal hay que sintonizar un canal de turismo o un programa de Marley. Esta gente va a pasarla bien y sin embargo todo en ellos es malestar, incomodidad, insatisfacción.
Otro otro
Curiosamente White participó, hace sólo tres años, de Survivor, la madre de todos los realitys de viajes-a-islas-paradisíacas. Dice que siempre fue televidente cautivo de esos programas, que le encanta viajar a esa clase de lugares y, de paso sea dicho, cuando compitió en Survivor salió subcampeón. Whiteland, tierra del doblez. Aquí, claro, el turismo ABC1 es visto como un no-escape, donde creés haber llegado al Paraíso y sin embargo caíste a la Tierra. Te encontrás con que vos y los otros siguen siendo los mismos. Aunque no es tan así, en verdad, porque como White es un ser complejo entonces cabe la posibilidad de que descubras un otro en el otro. Y ese otro puede ser mejor o peor del otro conocías o ensoñabas. Por ejemplo Shane (Jake Lacy) que tiene nombre de héroe de western, pinta de marine o de estrella del rugby en el high school, y que llega a Hawai en luna de miel con su mujer-trofeo Rachel (Alexandra Daddario).
No pasan más de dos o tres episodios para que Rachel comprenda que metió la pata hasta el cuadril y se adivine que está elucubrando cómo hacer para pedir el divorcio, sin que resulte ridículo hacerlo en el viaje de bodas. Jake es musculoso, narcisista, hipersexualizado, por las noches lee Blink y, sobre todo, tiene (su familia) muuuucha plata. Otra vez a propósito, Blink es una novela “de mensaje cristiano” escrita por un tal Fred Dekker, y el padre de White es un reverendo que después de hacerse aplicar electroshocks para “curar” su homosexualidad salió del armario. Igual que el padre de Mark, pater familiae de los Mossbacher (Steve Zahn), que queda unos días en estado de shock por la noticia.
Pero estábamos con Jake y Megan Patton, ya habrá ocasión de volver a los Mossbacher. La clase de chica que parecería pasar inadvertida, dueña de unos ojos transparentes de tan celestes, Rachel tiene todo el aspecto de corderito para el sacrificio. No tanto: periodista freelance, vive a los saltos. O vivía, antes de conocer a su marido podrido en plata (de la mamá). ¿El corderito es una cazafortunas? Sí, pero sólo si se consideran ambas cosas a la vez: disfruta y sufre su relación con Jake. Con Jake y con la mamá (Molly Shannon), que se aparece de visita en el resort, dándole la grata sorpresa a la flamante parejita.
Todas las relaciones de The White Lotus están teñidas por el poder o la plata, lo que viene a ser lo mismo. El emasculado Mark Mossbacher vive a la sombra de su esposa Nicole mujer de negocios que se ocupa de todo (Connie Britton). Pero todo todo: el orden de la gigantesca suite, las admoniciones a sus hijos Olivia (Sydney Sweeney) y Quinn y las reuniones por zoom con sus socios chinos. Olivia, a su vez, hace valer su condición de hermana mayor, obligando a Quinn a dormir en la cocina de la suite, para poder estar a solas con su amiga Paula (Brittany O’Grady), a quien claramente se quiere voltear. Notable actuación de Sweeney, una viborita de chica que parece reventar de (re)presión por no animarse a apretarse de una vez a su amiga. Que a su vez intentará vengarse de ella, y de lo que siente como sojuzgamiento, apelando a un recurso extremo. Dato no menor, Olivia es rubia y Paula morocha y de piel oscura, lo que la lleva a simpatizar con Kai (Kekoa Kekumano), el camarero nativo que le cuenta sobre el modo en que el imperialismo yanqui colonizó la isla y quitó las tierras a sus antepasados.
Whiteland
Más de una película inglesa trató la relación entre colonizadores y colonizados en la India, pero no recuerdo muchas ficciones estadounidenses que haya abordado un tema semejante. Al menos con los foráneos, porque lógicamente la corrección política hace de la conquista del Oeste y la esclavitud dos temas “calientes” de las ficciones yanquis contemporáneas. Jake, a su vez, libra durante los seis episodios una delirante, exasperante guerra de poder contra Armond, desde el momento en que el flamante matrimonio llega a la recepción y el gerente les informa que le asignó a otra pareja la Suite Ananá, la destinada a mieleros. Indignado, Jake llama a mamá, que por supuesto es la que hizo la reserva, y a su agente de viajes, acosa a Armond y lo chantajea sexualmente, para obtener una retribución de su parte. Un detalle divino: Armond le ofrece una suite igual de cómoda que la otra y con vista al mar, cosa que la Ananá no tiene. Pero Jake quiere la Ananá: no va a permitir que ningún gerente de hotel le tuerza el brazo.
Y después está Tanya (Jennifer Coolidge va teledirigida al Emmy), el personaje más whiteano de la serie. Una de esas señoras mayores que se empeñan en negar el paso del tiempo con una cabellera rubia ondeada y un rostro salido de sucesivos quirófanos, Tanya viajó a Hawai para dispersar las cenizas de su mamá, que amaba el mar. Soltera y también llena de plata, Tanya despierta irritación por su carácter pasivo-agresivo y por las promesas de apoyo financiero que sabemos no va a cumplir, desconcierto por su fascinación daría la impresión que sexual o amorosa por la masajista Belinda (Natasha Rotwell), pero nunca sabremos eso con certeza, piedad por su carácter de necesitada afectiva crónica y por su soledad, un poco de miedo por su endeble equilibrio psíquico y distanciamiento por sus frecuentes rabietas de niña crecida. Su incomodidad nos incomoda. Nunca terminamos de “sacarle la ficha”: White en estado puro.
Sin embargo y aun contando con una escena increíble en la que Quinn ve de pronto desde la orilla retozar a una ballena -la epifanía de alguien que no hizo nada para tenerla-, The White Lotus no es lo mejor de White. Hay una notoria caída de interés y también estiramiento en la segunda mitad, algunas historias se resuelven de un modo asombrosamente complaciente y, sobre todo, el propio White parece ponerse un chaleco de plomo, al empezar la serie con Jake informando a una pareja de viejos chusmas que alguien viene de morir en el resort. Golpe al plexo en el primer round, pero también una especulación dramática que el factótum de The White Lotus reconoció en entrevistas (“era un buen gancho para que los espectadores se pregunten durante los seis episodios quién es el o la muerta”) y, sobre todo, una autoimposición que, se nota, White no sabe cómo resolver. Es él el primero que parece preguntarse quién mató a quién y por qué. Una muerte absolutamente forzada, gratuita, inmerecida. Con ella el autor parece pagar tributo a una obsesión personal con la muerte, que en Chuck & Buck y El año del perro funcionaba como disparador y aquí como disparo en el pie.
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(Estados Unidos, 2021)
Dirección, guion, producción: Mike White. Duración: 6 episodios de una hora. Elenco: Murray Bartlett, Connie Britton, Jennifer Coolidge, Alexandra Daddario, Fred Hechinger, Jake Lacy, Brittany O’Grady, Natasha Rothwell, Sydney Sweeney, Steve Zahn , Kekoa Kekumano.