Take This Waltz (Sarah Polley, Canada, 2011) (Sección Oficial)
Sarah Polley y mi género favorito (Sección Oficial)
La actriz canadiense Sarah Polley, habitual del cine de Isabel Coixet en películas como Mi Vida Sin Mí o La Vida Secreta de las Palabras, ya demostró sobradamente en su interesantísima opera prima Lejos de Ella (Away From Her) no solo que sabía muy bien cómo narrar en imágenes la historia que le interesaba contar sino implicar y sacar así el mayor partido de sus actores – Julie Christie consiguió una nominación al Oscar por su papel – para una compleja historia de amor maduro y alzheimer que demostraba un coraje inaudito en una debutante. Para su segunda obra, es que según la opinión generalizada es la que da la verdadera medida de sí nos encontramos ante una verdadera autora, Polley ha elegido el género que personalmente más me apasiona, ese tan difícil de clasificar pero que todo el mundo reconoce enseguida compuesto por “un hombre, una mujer y dos horas de metraje por delante”, tan universal como inacabable.
Take This Waltz (sí, como la canción de Leonard Cohen, que cobra una importancia vital en una secuencia clave del filme) trata de cómo una mujer – Michelle Williams – coincide un día con un tipo atractivo y simpático en un viaje – Luke Kirby – que le gusta de inmediato. Ya saben, esas cosas de las películas que nunca pasan en la vida real. La atracción es mutua y tras unos escarceos algo tontorrones que parecen querer situarnos en el terreno de la comedia romántica, se desata el verdadero arranque de la historia, ella está casada, felizmente casada de hecho y él, casualidades de la vida, es el nuevo vecino de enfrente. Conflicto al canto. Ambos se sienten fuertemente atraídos el uno por el otro pero ella es razonablemente feliz en su matrimonio, con lo cual hace todo lo posible para no ceder a sus impulsos, mientras que el vecino, guapete, buenrolllista y atractivo, se mantiene a la expectativa pero sin dejar en ningún momento de demostrar lo que siente. A todo esto, el pobre Seth Rogen, que interpreta al marido, un hombre bueno de esos que raramente se lleva a la chica, concentrado como está en terminar un libro sobre las distintas y variadas formas de cocinar pollo (!) ni se percata de la que se le viene encima, probablemente feliz y seguro por haberse casado con la mujer que ama y convencido de que ella le ama de igual forma incondicional.
Este argumento, que reconozco que así contado parece una novelita rosa de Corin Tellado, esconde una de las películas más inteligentes, conmovedoras y emocionantes que se han hecho en los últimos años sobre este tema inacabable. Sarah Polley mueve con inteligencia sus cartas, que consisten en un guión repleto de pequeños detalles que construyen la credibilidad de una y otra relación, destacando la enorme química del joven matrimonio, una de esas parejas sin problemas demasiado relevantes que tratan de mantener viva la llama de su amor a base de esos pequeños juegos, guiños y complicidades que tardan años en conseguirse enfrentada a la evidente tensión sexual que surge de la atracción del personaje de ella por el jugoso vecino de enfrente, que representa la novedad, lo atractivo de lo prohibido, acaso la promesa de un amor aun más fuerte que el que siente por su esposo, cuya mejor virtud es… que es tan buena gente que ella se siente incapaz de hacerle el más mínimo daño.
Take This Waltz es una de esas películas con aire intrascendente que tienen en su interior muchísima más verdad de la que aparentan, hasta tal punto que muchos la han desdeñado a su paso por Donosti acusándola básicamente de lo mismo que suele acusarse al cine de Isabel Coixet, en cierta forma mentora de Polley: músicas sensibles especialmente escogidas, poética desmadrada, falta de rigurosidad – odio ese término ¿qué demonios querrá decir eso? – y sensiblería generalizada. Yo, por el contrario, aun reconociendo la influencia de la directora catalana defiendo con convicción que estamos ante una película muchísimo más dura y amarga de lo que parece, que retrata con envidiable naturalidad una situación de lo más común que nos puede pasar a cualquiera en cualquier momento por muy seguros que estemos de nuestra relación y en la que Polley hace un ejercicio de honestidad al despojar a sus criaturas del más mínimo maniqueísmo y mostrarlos como los seres humanos inseguros, frágiles, incoherentes que somos, perdidos a la búsqueda continua de llenar un vacío que como se dice con extrema lucidez en un momento determinado del filme, siempre está ahí y no hay necesidad de tratar continuamente de llenarlo, sino que es esa obsesión la que a menudo nos lleva a cometer los mayores errores de nuestra vida.
Además por el camino Polley nos deja un puñado de escenas y momentos memorables llenos de humor y encanto – la ducha de mujeres, el baño en la piscina, la cafetería, el porche… la atracción de feria, la antológica y eficaz secuencia de cierre – y una interpretación absolutamente descomunal de una actriz en estado de gracia, esa Michelle Williams que interpretó precisamente hace poco con la misma convicción en Blue Valentine a un personaje que era exactamente el reverso del que hace aquí y que consigue transmitir con una solidez envidiable todas las dudas, la extrema fragilidad e inseguridad de un personaje dividido entre dos hombres y que, a diferencia de por ejemplo la Maribel Verdú de La Buena Estrella, no encuentra la fórmula adecuada para darle cabida a ambos en su vida. No sé, será que soy un romántico empedernido o será que me ha cogido en un momento especialmente vulnerable, pero el caso es que Take This Waltz se ha convertido por derecho propio en una más de esas películas que encuentran la forma de abrirse paso de forma directa a mi corazón y hacer que éste se estremezca de emoción y dolor. Sin el más mínimo atisbo de sensiblería sino más bien al contrario, con sensibilidad, humor e inteligencia.
Nader y Simin, Una Separación (Asghar Farhadi, Iran, 2011)
Diagnóstico de un país (Zabeltegui-Perlas)
Asghar Farhadi ya demostró sobradamente en su anterior película About Elly que era un director con recursos sobrados para trazar un retrato preciso de algunos de los males más notorios que aquejan a la sociedad iraní sin necesidad de aspavientos ni de levantar demasiado la voz, que ya se sabe que hacerse notar de manera evidente no es algo que las autoridades lleven bien y si no que se lo digan al pobre Jafar Panahi. En aquel estimable filme Farhadi se las apañaba para, con una variación sobre Antonioni, colocar a sus universitarios y acomodados protagonistas en una situación insostenible con el peso de la intolerancia, la tradición y la decencia asfixiando sus movimientos hasta colocarlos en una posición irresoluble, lo que en cierta forma venía a afirmar la imposibilidad por parte de esa sociedad mucho más compleja y menos monolítica de lo que parece a simple vista de soslayar algunas de sus más tristes señas de identidad.
Nader y Simin comienza como lo que el resto de su título indica, con los dos protagonistas escenificando delante de un juez su separación en un largo plano fijo en el que ambos tienen espacio para expresar sus encontradas posturas: ella tiene un visado temporal y por lo tanto una ventana abierta por la que escapar hacia espacios más tolerantes. Él tiene un padre con alzheimer del que ocuparse y ciertas reticencias a lanzarse a semejante aventura. En medio, la hija de once años de ambos que no podrá abandonar el país sin el permiso paterno. El choque de posturas enfrentadas es inevitable, Simin hará las maletas y se irá a casa de su madre y Nader se verá obligado a contratar a alguien para que cuide de su padre mientras trabaja, con consecuencias desastrosas, ya que una serie de desdichas encadenadas acabará sumiendo tanto a su familia como a la de su contratada, de una clase social inferior a la suya, en una espiral de lesiones, pérdidas, peleas y demandas por ese honor y la decencia en cuyo nombre se cometen tantos desmanes que conforman un inquietante retrato de una sociedad con serios problemas para enfrentarse a sus conflictos más lacerantes.
A veces realizar una película política consiste precisamente en esquivar la política para hablar de lo cotidiano con una naturalidad desarmante pero una intención inequívoca. Farhadi se aplica el cuento y deslumbra con una obra magnífica en la que todo está medido de forma extraordinaria, donde no hay una puntada sin hilo y en la que ante nuestros impávidos ojos y con estructura casi de thriller costumbrista se van desgranando poco a poco las miserias de una sociedad acorralada, con sus parados frustrados, con unos niños que aprenden por las malas una moral dudosa ya que no tienen en el comportamiento de sus padres precisamente el mejor ejemplo, en el que los jueces actúan con una frialdad y una determinación a menudo sorda, en el que las mujeres juegan un papel conciliador fundamental que es proporcional al desamparo que sufren en una sociedad que lejos de protegerlas las condena por su simple condición, en la que a muchos hombres no les queda mayor refugio que el del honor mal entendido y en la que la religión se vive en muy diversos grados mientras las diferencias de clase siguen siendo igual de patentes que siempre.
Es Nader y Simin, Una Separación una película luminosa tanto por lo que muestra como aun más por lo que uno intuye y sobre todo por la modélica forma en la que construye semejante entramado de relaciones, en la que todos los personajes que desfilan por la pantalla tienen más que sobradas razones para actuar como lo hacen, en la que el blanco y el negro no existe sino una amplia tonalidad de grises que no hacen sino aumentar la confusión. Sobrevuela sobre todos una palpable sensación de miedo no solo al estado sino al desamparo, la humillación y la exposición pública que esclerotiza a una población amedrentada. Farhadi, ayudado por un reparto más que ajustado y un medido sentido de la puesta en escena, construye la tensión y cuadra el drama hasta desembocar en un plano final antológico de esos de los que uno tarda en deshacerse y que le persigue mucho tiempo después de que las luces se hayan encendido sin haber conseguido ahuyentar las sombras que se instalan en tu cabeza. Sin discusión, la película ganadora del Oso de Oro en la pasada Berlinale es una de las grandes obras del 2011.
Shame (Steve McQueen, Reino Unido, 2011)
El sexo (y el magnífico cine) como adicción. (Zabaltegui – Perlas)
Estábamos sobreaviso tras su paso por Venecia, donde era la gran favorita para hacerse con ese León de Oro que fue a parar a las manos de Sokurov, que la nueva película de Steve McQueen, ese que en su momento nos estremeció sobremanera con Hunger, aquella terrorífica película sobre los presos del IRA y las huelgas de hambre, que Shame iba a ser uno de los platos fuertes de las perlas de Zabaltegui este año, que esta historia de ese atractivo adicto sexual incapaz de reprimir sus instintos que no solo se folla con notable dedicación a toda mujer que le pasa por delante, ya sea pagando o de gratis, sino que pasa su tiempo libre viendo porno en su ordenador o pajeándose en el servicio mientras intenta aislarse de todo, incluyéndose él mismo, sus sentimientos y una conflictiva relación con su hermana prometía ser una de las experiencias del año.
Las altas expectativas a menudo juegan contra las películas. No es el caso de Shame. No solo es una tremenda experiencia tanto por su difícil temática como por la inteligente forma en la que está rodada y construida. Es que nos encontramos delante del que probablemente sea el mayor talento que ha dado el cine europeo en los últimos años, un Steve McQueen que, de seguir en esta línea, va a acabar consiguiendo que con el tiempo alguien se refiera al mítico actor como aquel cuyo nombre coincide con el del director y no viceversa como sucede ahora. Shame es una película estremecedora, dura, indigesta, imprescindible. Su protagonista, un antológico Michael Fassbender (que por cierto viene de camino al Festival… en moto) reciente Copa Volpi al Mejor Actor en Venecia que tiene allanado el camino hacia su nominación al Oscar el año por este papel que viene, consigue algo increíble, que veamos el sexo incontrolado como algo problemático y hasta destructivo. Resulta inconcebible para la práctica totalidad de los varones que un tipo capaz de levantarse con esa pasmosa facilidad a las mujeres más impresionantes, con un trabajo desahogado y una vida fácil en la que no falta ni una hermosa casa ni dinero en la cuenta del banco pueda resultar no un motivo de envidia, como sería lo más lógico, sino más bien de cierta lástima. Insisto, conseguir hacer eso creíble es todo un mérito que no está al alcance de cualquiera.
Pero sí de Steve McQueen, que con una puesta en escena medidísima, una BSO de lo más eficaz, un guión de hierro y una jugosa carta en la manga que responde al nombre de Carey Mulligan, capaz de regalarnos una de las secuencias – la de una muy particular versión del conocido tema New York, New – más desoladoramente hermosas vistas en mucho tiempo desplegando tanta fragilidad como belleza, consigue una película redonda, apabullante tanto en su presentación – ¡esa escena inicial en el metro! – como en su desarrollo. Mueve la cámara McQueen con una elegancia majestuosa creando una atmósfera tan glacial como perturbadora, sabe como pulsar las teclas justas para despertar la complicidad del espectador, jugar con nuestro morbo y sobresaltarnos de vez en cuando con estallidos de violencia verbal que demuestran lo que se cuece bajo esa apariencia de vida perfecta o extemporáneos golpes de humor nervioso que ayudan a aligerar las pesadas cargas de profundidad de una película que, mal medida, habría podido resultar un completo desastre. Muy al contrario, Shame es una obra notable, poderosa, que deja poso en el espectador, con un atrevimiento infinito en la delicada temática que aborda – con eso sí, algún exceso perdonable ante la brillantez del conjunto – y cuya perfecta resolución al viaje al corazón de ese deseo siempre insatisfecho como principal motor de las relaciones humanas pero causante asimismo de la adicción se revela como algo tan incontrolable como interminable. Gran, grandísima película.