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DOSSIER

David Lynch, ningún delirio

Se ha dicho más de una vez que Lynch hace “cualquier cosa”, o que sus películas son “un delirio”. A veces se lo dice como un defecto, pero no pocos señalan esta supuesta característica de su cine como una virtud, como si lo mejor de Lynch fuese que estuviese totalmente demente y tuviese una rara impunidad que le permite que en cada película suya haga lo que se le da la gana. También se ha dicho más de una vez -y lo he escuchado por parte de críticos muy prestigiosos- que el cine Lynch no debe de analizarse y que hay simplemente que sentarse a disfrutarlo.

Hay hasta quienes se enojan si se trata de “explicar a Lynch” tratando de darle un sentido a sus obras. Particularmente no entiendo por qué este realizador debería ser tratado de manera diferente, a -digamos- Ford, Hitchcock, Welles u otros cineastas que sí se analizan. Digamos que el cine de Lynch es, a lo sumo, más “raro” menos inteligible a simple vista, pero a mi entender la idea de que no debe analizarse es absurda. Incluso suponiendo que las películas de este director no sean narrativas (que la gran mayoría lo son), una serie de sonidos e imágenes que nos producen determinados tipos de sensaciones (en el caso de Lynch pueden ser de terror, extrañamiento, perturbación, humor, o todo eso junto) son algo que también se pueden analizar desde sus superficies, desde los mecanismos visuales y sonoros que el director está utilizando. En Lynch hay demasiadas cosas para analizar: su creatividad en la utilización del sonido y de la luz, su dirección de actores, el virtuoso uso que hace del rostro de sus personajes, del color, su montaje que suele pasar de situaciones calmas a desenfrenadas de un momento a otro, sus cambios abruptos de género y un largo etc…

Pero por otro lado también, el cine de Lynch es un cine narrativamente más ordenado de lo que se piensa. De hecho, el universo lynchiano está enmarcado normalmente en una estructura más bien cerrada cuyo supuesto descontrol es apenas una fachada que esconde un universo más matemático de lo que se cree.

Las narraciones desdobladas funcionando como espejos de Twin Peaks: Fuego camina conmigo, Carretera perdida y Mullholand Dr., el amor por la apertura de enigmas que jamás terminan de cerrarse de Terciopelo azul y la serie Twin Peaks, e incluso los cambios de registro de Imperio demuestran una consciencia enorme del material con el que este director se maneja.

Incluso podría definirse a varias películas de Lynch como un plato lleno de ingredientes perfectamente distribuidos. Hay muchas veces bastantes películas fetiche como El mago de Oz, La noche del cazador o La ventana indiscreta. Ahí se mezcla también el cine de Jacques Tati y la series trash de los 80 (sobre todo algunas de temática adolescente). En medio podemos encontrarnos con algún musical de Elvis Presley, las novelas pop de Barry Gifford y a pintores como Edward Hopper o Francis Bacon.

También se ve mucho de otros dos directores a los que el realizador de Terciopelo azul siempre manifestó un especial afecto: Kubrick y Fellini. Ambos artistas  fueron mencionados como referentes ineludibles de su cine en las primeras entrevistas que se le concebían al director e incluso en su último libro (el pequeño y curioso Atrapa al pez dorado) Lynch le dedica un capítulo aparte a cada uno de ellos.

De Kubrick, Lynch tomó varias cosas: el amor por pasar abruptamente de sonidos irritantes a armónicos y dulces, las narraciones claramente partidas en dos pedazos que funcionan como contrarios y como complementos, la figura del monolito de 2001… (que se repite siempre en Lynch en otras formas: desde el Bob de Twin Peaks, pasando por el hombre misterioso de Carretera perdida, el vagabundo de Mullholand Dr. o el hombre de las máquinas de Cabeza borradora, todas fuerzas estáticas, oscuras y de un poder aparentemente indestructible) y el gusto por la musicalización anempática. Si hay algo clave, incluso, que parece haber tomado Lynch de Kubrick (en especial el SK de 2001… y El resplandor) es ese gusto por hacer películas que empiecen siendo narrativas y perfectamente inteligibles para terminar siendo reducidas a un ícono misterioso. Aquel ícono de niño estrella de 2001… o esa foto estática de Nicholson, serían luego retomadas por Lynch en ese plano final de la mujer de peinado alocado de Mullholand Dr. pidiendo silencio, en la cabeza deformada de Bill Pullman cuando llega el final de Carretera perdida, o en esas imágenes perturbadoras y estáticas con las que cierra Terciopelo azul, todas figuras icónicas, todos misterios imposibles que contrastan con el carácter perfectamente narrativo con el que empezaban las películas.

De Fellini, Lynch va a tomar su amor por ciertas imágenes grotescas (directamente, mucho del imaginario visual de Lynch sería imposible de entender sin Fellini) y un cariño no pocas veces conmovedor por los freaks (incluso algunos sumamente perturbadores). También la posibilidad de crear mundos en los que el tiempo parece perdido entre la fantasía y lo real, el presente y el pasado. Los Rimini que Fellini construyó en Amarcord o Los inútiles son los padres del Lumberton de Terciopelo azul, del pueblo de Twin Peaks y de las geografías excéntricas que recorren Saylor y Lula en Corazón salvaje.

Por otro lado también los personajes lynchianos son, decididamente, de una mayor sensibilidad fellinesca que kubrickiana. La obsesión del personaje kubrickiano ha sido siempre la de controlar, sea esto una relación matrimonial, un robo, una banda de delincuentes, su futuro en el contexto del siglo XVIII etc… Su tragedia siempre fue la de un azar, un absurdo, que termina desarmando los planes por razones totalmente arbitrarias. En Lynch, en cambio, abundan los personajes obsesionados con sus propios instintos y que salen al mundo a su propio riesgo. Tienen planes si, pero no planifican nunca. No lo hacen Saylor y Lula de Corazón salvaje cuando deciden vivir un amor idílico alejados de toda responsabilidad, ni la chica que quiere triunfar en Hollywood en Mullholand Dr., ni el hombre enfermo del corazón que decide cruzar medio Estados Unidos en tractor para ver a su hermano. La confianza en los instintos, la necesidad de hundirse en los propios sueños o de privilegiar el placer del presente a la previsión del futuro es lo que rige la lógica de una criatura lynchiana. Cómo aquel teniente Dale Cooper de Twin Peaks, el detective menos racional y más instintivo que haya existido, entregándose a los mensajes que enanos y gigantes le dan en los sueños para resolver un caso imposible.

A veces Lynch ha creído que los sueños tienen reservado para nosotros un tipo de destino. En la gran mayoría de las veces es ambiguo, a veces, como en Carretera perdida, es inevitablemente infernal, otras es un paraíso deformado, más perturbador que cualquier situación tortuosa (cómo ese ascenso a un cielo espantoso de Cabeza borradora, o los momentos incestuosos de su corto La abuela ). Pero a veces se le ha dado por pensar en una mística de lo soñado que de por resultado algo perpetuamente feliz: un chico cantándole a su amada Love me tender, el hombre elefante encerrándose en su mundo privado y feliz, e incluso ese final euforizante y alocado de Imperio que culmina en un playback (figura recurrente en este autor como pocas) de Sinnerman de Nina Simone.

En todo caso, esta idea de un cosmos final, de una fuerza que nos va a llevar a un final determinado, siempre demostró una rara mística en Lynch, una forma particular de fe en una fuerza onírica que todo lo controla. En cierta medida, sumergirse en el universo lynchiano es también sumergirse en una religiosidad personal a la que endilgarle el término “delirante” suele ser una salida fácil para sacarse de encima cualquier intento de analizar su cine. Las películas de Lynch no son delirantes, son objetos con sus propios códigos, con sus propios misterios y cosmogonías. Pueden entenderse, si, pero muchas veces no se entienden con las herramientas convencionales sino usando métodos nuevos y miradas nuevas. Es un cine cuya mayor ambición es muchas veces llamar al espectador a entregarse a otra lógica diferentes, es intentar cambiar ya no la forma de hacer sino de directamente ver un cine.

 

Hernán Schell dictó el curso online “Universo Lynch” al que pueden inscribirse a partir del siguiente link.

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