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CRÍTICAS - STREAMING

Depredador: La presa (Prey)

RITUAL Y TRADICIÓN

Prey nace a la par que su joven protagonista Naru, una comanche en tierras americanas en 1719, despierta. Sale de su Tipi, (esas pequeñas carpa móviles que sirven de vivienda) y la cámara la sigue por detrás, revelando a su gente en una aldea cuya organización social parece funcionar perfectamente.

Naru es una excelente rastreadora, por lo que lleva consigo a su perro a todas partes, explorando cada hectárea de tierra entre matorrales y árboles, pero soñando y preparándose para una batalla que anhela desde lo más profundo de sus entrañas: ser una guerrera. Por eso, el despertar de Naru, ese nuevo día, es a su vez un renacer. El renacer del espíritu guerrero latente que la liga a una pronta  lucha contra lo desconocido.

Como todo en el cine se materializa, se vuelve cuerpo, ese nuevo despertar la enfrenta a una amenaza que solo ella parece percibir y que tiene su atención desde que la ve emerger de las nubes y descender en la tierra fértil. El camino, entonces, parece estar trazado. Mientras tanto, sus rivales son animales salvajes de la fauna, aunque su hermano, un respetado y audaz cazador, crea que no está lista para enfrentar animales peligrosos o que den resistencia. Ella, aferrada a sus anhelos y deseos, debe pelearse con cada voz que se alza en detrimento de sus decisiones e ideales. La escena en que Naru cae al barro, además de funcionar como simetría, es funcional a su derrotero; embarrarse toda, enchastrarse hasta el caracú es la antesala que le indica que ya está lista para la caza,  solo que su entorno no le permite dar el gran salto. Por eso es que en ese deambular nato, de exploración y búsqueda personal, se topa con ese mal en apariencia indestructible: un ser caído del cielo que como dios furioso viene a imponer castigo y orden. Un ser que da caza a toda criatura que considere rival y que verá a la joven como la contrincante perfecta.

Prey es, a su vez, un coming of age salvaje y brutal, donde la presa y el cazador deben ganarse dicho lugar, posicionarse, saber quién caza a quién. Teniendo en cuenta la ubicación histórica, la joven debe hacerle frente a una criatura que puede funcionar como la encarnación de un dios o ancestro de cualquier tipo de tribu. Por lo que  la lucha parece más un rito de iniciación profética, a la vez que personal y espiritual.

En Prey hay ritual y tradición, revisionismo y reivindicación heroica. Esta vez el espacio físico es al espacio del western, cuando el mismo aún estaba en pañales histórica y culturalmente, y los cowboys eran utopía agricola. En medio de la lucha entre humano y alien aparecen los colonizadores que se topan con un panorama que puede funcionar como venganza poética y ubicar al monstruo, lo monstruoso, como representación barbárica de dichas conquistas no menos bárbaras y sanguinarias. Acá la joven comanche es una especie de héroe mesiánico, capaz de engendrar leyenda; una fábula reparadora de los horrores a los que fue sometida su gente.

Si bien Prey arranca bien, su arco argumental por momentos se pierde en una estética medio televisiva, demasiado limpia y chata, que ocasionalmente la convierte en producto menor pese a sus nobles intenciones narrativas. Si bien puede perder en el uso indiscriminado del CGI, lo equilibra con la fuerza de un relato que no detiene la acción pura y dura una vez que la cacería arranca. Relato fundacional, sin pretensiones y que cumple. Hoy en día, eso es mucho.

(Estados Unidos, 2022)

Dirección: Dan Trachtenberg. Guion: Patrick Aison, Dan Trachtenberg. Elenco: Amber Midhunter, Dakota Beavers, Dane DiLiegro. Producción: John Davis, Marty Ewing, Jhane Myers. Duración: 99 minutos.

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