A Sala Llena

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DOSSIER

Diez películas para el fin del mundo

A fin de año todos elaboran listas de lo mejor de ese corto período de 364 días (o 65, dependiendo si es bisiesto o no). Sin embargo, a una publicación web mexicana se le había ocurrido que como este era el año del fin del mundo (que quedó nuevamente frustrado por la realidad), quizás era más pertinente hacer un último posible esfuerzo cinéfilo mayor y ya no listar las diez mejores de un año sino de una historia personal (o sea, lo que se dice las diez mejores películas que uno considera que vió en su vida), justificando además brevemente el porqué de cada elección. Como amigo de una de las organizadoras de la página yo fui uno de los convocados para el listado, pero finalmente la página no pudo salir este mes y mi sentida publicación de mis diez películas preferidas quedó frustrada. Ante esta situación, y con permiso de los anteriores administradores web, publico esta serie con justificación película por película aquí. Vale decir que como quedaron afuera películas de Hitchcock, Ophüls y Rossellini (tres de mis realizadores preferidos) los nombro en medio de mis justificativos a modo de compensación (tendría que haber aprovechado y nombrar también a Buster Keaton pero no supe donde encajarlo).

Barry Lyndon (Inglaterra/Estados Unidos, 1975, 184´).

Dirigida por Stanley Kubrick.

Si se simplifica mucho las cosas puede decirse que Barry Lyndon es una película histórica. Pero en verdad es una película sobre la historia como convención arbitraria (que decide dejar a unos en los libros para marginar millones) y sobre la imposibilidad de definir una época no importa lo obsesivo que se sea en su representación. O sea: Barry Lyndon dice de manera clara aquello que se exponía lateralmente en 2001: Odisea en el Espacio, que el pasado no es menos misterioso que el futuro, y que una película histórica bien entendida se acerca más a la ciencia ficción que a cualquier otro género. Además de todo esto, Barry Lyndon tiene -entre muchas otras virtudes-, la utilización más creativa que se haya hecho de la voz en off, una historia extraordinaria de pasiones delirantes (hacia maridos, madres, padres, sobrinos, hijos etc…) que terminan imponiéndose sobre toda ley de buena conducta, duelos de pistolas ceremoniales (herederos directos de los duelos de la Madame de… de Ophüls) que incluyen uno de los gestos de sacrificio más nobles jamás filmados, una utilización exquisita de la luz (de velas para interiores, la de la “hora mágica” para los exteriores) y una inversión irónica de la teoría marxista por la cual la historia puede repetirse primero como farsa, y después como tragedia. Acá abajo les dejo el final, que con apenas unas miradas y una firma -y solo con eso- deja en claro la situación de cada uno de sus personajes. También, de paso, se deja bien establecido su futuro cercano (ver la fecha del cheque) que nos indica que esa civilización y esa forma de vida estará por concluir y que a partir de ese momento eso será una historia a la que apenas podremos volver parcialmente en documentos pictóricos o escritos, pero cuya totalidad sólo podremos intuir. No por nada Barry Lyndon es también una historia de cosas que se pierden (un hijo, un futuro brillante de abogado, una posibilidad de ser miembro de la nobleza) para nunca más volver, hechos de las que solo pueden imaginarse realidades posibles, y como sucede casi siempre en Kubrick, cuya mayor belleza se encuentra en su carácter de misterio.

La Mosca (The Fly, Estados Unidos/Canadá/Inglaterra, 1986, 96’).

Dirigida por David Cronenberg.

Cronenberg puede tener películas más complejas (Pacto de Amor, Festín Desnudo, Una Historia Violenta), pero ninguna más sentimental, potente y -en más de un sentido- descarnada que esta. Cronenberg toma una película de ciencia ficción de los 50 para hacer una remake. Pero en vez de ser un largometraje que imita a su antecesor lo que hace el realizador es apropiarse de su trama y tomando de base un película clase B con un humor malicioso y argumento absurdo (no por nada, surrealistas como Breton admiraban esta pequeña película de los 50) construye un relato terrible y atravesado por la carnalidad. La Mosca, además, es un prodigio narrativo absoluto que en hora y media construye, género mediante, una tragedia sobre la imposibilidad de controlar el propio físico y sobre mutaciones de todo tipo. Después de todo acá no sólo muta el cuerpo del protagonista, sino también mutan los roles en una pareja y de un tercero en cuestión (que empieza siendo un canalla y termina siendo un héroe) y una película que inicia como una historia romántica y deriva en un film de horror. La Mosca es, en suma, la reflexión de una enfermedad como algo que se expande más allá del enfermo y termina expandiendo y cambiando todo. Esto en medio de un gore bestial que a cada rato pasa de lo trágico a lo paródico y montaje sutil y prodigioso que en apenas dos miradas define tanto el coqueteo como el enamoramiento. Además de todo la película muestra que el ingenio de Cronenberg puede ser tan grande que puede mostrar la personalidad de dos personas mediante un experimento con un bife.

El Río (The River, Francia/Estados Unidos/India, 99´, 1951).

Dirigida por Jean Renoir.

En los 50 el viejo Renoir filmó una película en la India. Utilizó íntegramente escenarios naturales, mezcló actores profesionales con no profesionales, dejó que unos chicos improvisen unas escenas y hasta hizo que un actor que había perdido una pierna en la guerra interpretara a un personaje con la misma discapacidad, adquirida por la misma causa. Las características parecieran obedecer a una película de influencia netamente neorrealista, una suerte de fresco social pero no de la Italia de posguerra sino de un país oriental. Sin embargo, el truco de Renoir es filmarlo no en el blanco y negro sucio que caracterizó a estas películas italianas, sino en un paisaje de colores de todo tipo filmados en un technicolor hipnótico que le da a la imagen una textura artificial. El resultado es un film que parece, al mismo tiempo, realista y de fantasía, todo envuelto en una suerte de relato “coming of age” de unas hermanas en el que parece estar en constante tensión un posible azar y un posible destino, el nacimiento y la muerte, el amor idealizado y el físico, la familia biológica y la que se termina formando a la fuerza de convivencias de todo tipo. Quizás por eso también la importancia del río en el film, el río como lo que está en permanente movimiento, pero también lo que en la película es sinónimo de lo sagrado (y como se sabe, lo sagrado siempre es estático). Cuando el relato termina, uno no solo se encariñó con todos los personajes (que como bien pasa con Renoir, sean de la clase social o cultural que sean, tienen sus razones para actuar como actúan), sino que uno terminó adentrándose en una historia en la que nos terminan pareciendo tan extraños y de fantasía las idas y vueltas sentimentales de unos jóvenes que una leyenda hindú que incluye transformaciones de humanos a dioses, y en un relato que es capaz de matar a un chico adorable sin que nos parezca un golpe bajo, resolviendo un funeral y un luto en un par de escenas y haciéndonos sentir que vimos una tragedia que simplemente pasó y que hay que superarla para poder seguir adelante. Como dato podría decirse que el largometraje pasó casi desapercibida en el momento de su estreno y que los productores se le quejaron a Renoir de que el film transcurría en la India y no tenía ningún momento de aventuras con sables ni imágenes de leones. Hay películas que decididamente son mucho más inteligentes que su propio tiempo.

A través de los Olivos (Zire darakhatan zeyton, Irán/Francia, 1994,103´).

Dirigida por Abbas Kiarostami.

Se sabe que Kiarostami hace dos cosas con mayor elegancia que nadie: tensionar los límites entre la ficción y el documental, y jugar con ficciones dentro de ficciones. A través de los Olivos es, junto con Primer Plano, la película en la que Kiarostami realiza estas operaciones con mayor ingenio, y además lo hace en el contexto de una Irán pos-terremoto, que se pregunta qué hacer ahora no solo para reconstruir la nación sino –sobre todo- para poder seguir adelante. Desde este lugar Kiarostami propone el cine –el verlo y también el hacerlo- como una actividad recreativa o laboral más, una manera de seguir con una tarea después de una tragedia, de ahí también que acá los juegos entre realidad y ficción, y el de películas adentro de películas sean, entre otras cosas, formas de conservar un espíritu lúdico. Pero por supuesto que acá el cine funciona también como una manera de poder documentar –en escenas que muchas veces no se sabe del todo bien si están ensayadas o no- a los pobladores que después de un terremoto siguen con sus vidas como pueden y saben. El documento es, como es de esperarse de un heredero de Rossellini como Kiarostami, despojado de toda estilización visual, confiando en la belleza de lo real e incluso en este caso particular mostrando fascinación por los pensamientos y las formas de vida –así llamadas- “simples”. A estas Kiarostami las mira no desde un lugar superior, ni tratando de hacer de estos pensamientos una idea de máximas filosóficas que esconden la verdad de las cosas, sino simplemente encontrando inteligencia detrás de las elecciones personales de la gente que filma. Si uno se deja llevar por la propuesta (algo sencillo y placentero de hacer) de la película se va a llegar a un plano final que es, al mismo tiempo, luminoso, tierno, y a su modo cargado de misterio.

Mouchette (Francia, 78’, 1967)

Dirigida por Robert Bresson.

Tomar la historia de una nena en situación desgraciada a la que le ocurren varias cosas horribles (violación incluida) en un transcurso de tiempo muy corto, para llegar a conclusiones del orden de lo filosófico y –sobre todo- de lo teológico podría derivar en una película pedante y llena de golpes bajos. Pero el director que está manejando esto es uno de los mejores del siglo XX, y el resultado acá es una película opresiva y oscura como pocas, que utiliza las desgracias de esta chica no para caer en sentimentalismos y gestos indignados sino para mirarlos con la distancia propia de quien parece shockeado y confundido ante un mundo en donde la maldad puede aparecer sin la menor explicación. Todo esto narrado con un montaje virtuoso y rabiosamente transgresor (Bresson y Ozu son los dos directores que más y mejor rompen supuestas “reglas sagradas” del montaje), que en menos de una hora y media muestra una reflexión sobre el miedo al silencio de Dios que nunca tiene necesidad de ser declamada con trazo grueso (problema que siempre tuvo Bergman en sus peores películas) sino que se va imponiendo progresivamente a lo largo de la trama. Una película demasiado desesperada por creer para ser llamada atea, y demasiado desoladora en su visión del mundo para poder ser catalogada de creyente, cosa rara y genial hecha por un genio dueño de un cine sumamente raro.

La Novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, Estados Unidos, 1935, 75´).

Dirigida por James Whale.

Toda la despareja -aunque entrañable- producción de películas de terror de la Universal de los 30 se justifica por esta especie de melodrama de terror y fantasía que es, al mismo tiempo, una comedia desatada y la tragedia personal de un marginal desesperado por compañía. Suerte de película hereje con una especie de Mesías aberrante crucificado por los dos verdaderos monstruos de la película (la horda iracunda y un doctor Frankestein que no sabe qué hacer con su creación) y que protagoniza una escena con un ciego que logra ser de una ternura rarísima. Hay una herencia de iluminación expresionista explotada de manera insuperable, acaso el mejor personaje secundario jamás creado (esa mezcla de sacerdote satánico y científico glam que es Dr. Pretorius), Boris Karloff en su mejor nivel actoral y ese prodigio enorme del maquillaje y el vestuario que es la Novia del título a la que le bastó una aparición de menos de cinco minutos y un sonido similar al graznido de un cisne para ser una de las figuras más icónicas del siglo XX. Acá abajo, la parte en la que se crea la criatura femenina, pocos minutos después, se sabe, la chica estará calcinada, y será homenajeada a lo largo del siglo XX por personajes tan diferentes entre sí como La Novia de Chucky y Marge Simpson.

Dios Sabe cuánto Amé (Some came Running, Estados Unidos, 1958, 137´)

Dirigida por Vincente Minnelli.

Dice esa honda fuente de sabiduría cinematográfica que es “El Cine según Hitchcock” que se puede partir de un clishé sin necesariamente llegar a uno. Ejemplo cabal de esto es este melodrama de Minnelli que parte de lo más rancios lugares comunes (un combatiente de guerra desencantado con el mundo, una prostituta de buen corazón, un pueblo chico que termina encerrando un infierno grande) para terminar derivando en una tragedia monumental y poco convencional de pasiones exacerbadas y personajes de una complejidad extraordinaria y dueños de comportamientos autodestructivos acaso inconscientes. Como si este fuese poco tiene le mejor beso de la historia del cine (uno en el que una habitación se pone a oscuras sin que medie sentido alguno más que crear una mayor sensación de intimidad), algunas de las más hermosas confesiones amorosas y claro, siendo Minnelli, toda una reflexión sobre la relación que se guarda con los artificios (en este caso literarios). Además de todo Shirley McClaine nunca estuvo más adorable (siempre a punto de caer en el ridículo, pero siempre salvándose con elegancia) y Sinatra jamás estuvo mejor. El final de la película, luego saqueado parcialmente por De Palma para la magistral Blow Out, se encuentra entre lo más lacrimógeno que se haya filmado nunca. Acá abajo les dejo el afiche.

Voces distantes, Vidas tranquilas (Distant Voices, Still Lifes, Inglaterra, 1988, 85’).

Dirigida por Terence Davies.

Guillermo Cabrera Infante definió alguna vez el Amarcord de Fellini como el equivalente cinematográfico de En Busca del tiempo Perdido de Proust. Esto, sin embargo, fue dicho por el crítico cubano a mediados de los 70, cuando todavía Terence Davies no había estrenado esta obra maestra mayor en la que expone sus recuerdos familiares en un pueblo minero inglés de los 40 y 50. Como cualquier película proustiana, es ante todo un ensayo sobre el recuerdo como construcción mental artificial, como un devenir de “flashes” que no pueden recordase por entero sino como piezas de un rompecabezas imposible. Así es como este largometraje termina siendo una sucesión de imágenes filmadas con una textura de fantasía (deudoras en su iluminación de los cuadros de Edward Hopper) en la que puede verse además de manera lateral una reflexión magistral sobre un cambio social en Inglaterra en lo que refiere al cambio de roles familiares de una sociedad patriarcal a una matriarcal. Sorprenden los puntos en contacto que esta película tiene con El Árbol de la Vida de Malick: misma idea de pensar el recuerdo “fiel” como una imposibilidad, misma división tajante entre el mundo masculino y femenino, la figura de la religión dando vueltas por toda la trama, recuerdos que parecen visto a través de los ojos de un chico influido por el imaginario del cuento de hadas y hasta la figura de un padre que es representada, según el momento de la película, como ángel y como ogro. La diferencia es que Davies no necesita exclamar a cada rato lo profundo que es y menos que menos utiliza frases de sobrecitos de azúcar con un tono grave. En vez de eso hay una suerte de modestia adorable en Davies, mostrándonos sus recuerdos (como luego haría también en la extraordinaria The Long Day Closes) como una persona que nos muestra un álbum familiar y trata, a partir de allí, de trazar una radiografía de la sociedad inglesa de los 40 y 50, tanto cultural, como social, como musical (de hecho, si hay algo que siempre supo hacer Davies es musicalizar de manera magistral e identificar épocas y estados de ánimo con canciones).

Capitán de Mar y Guerra (Master and Commander: Far Side of the World, Estados Unidos, 2003, 138´).

Dirigida por Peter Weir

Decía Hitchcock que mientras mejor es el villano mejor es la película y dice una regla tácita de Hollywood que todo éxito mainstream debe tener una historia de amor heterosexual. Pero el australiano Peter Weir acá (como en tantas otras películas) hizo sus propias reglas y se le ocurrió plantear una película de aventuras sin un villano visible y reemplazando la trama romántica por una historia de amistad entre un capitán del barco y el médico de a bordo, todo en el contexto de una historia que nos invita más que nada a contemplar momentos de convivencia en un barco de guerra del siglo XIX que se dedica a esperar un nuevo ataque de un enemigo y explorar territorios desconocidos. En medio de esto hay una utilización virtuosa y exquisita de música clásica, un Russell Crowe que muestra que cuando no actúa para ganar premios haciendo de esquizofrénico sufrido puede ser un actor enorme y un barco que como espacio puede pasar de ser opresivo a todo un símbolo de libertad y placer. Pocas veces una superproducción de Hollywood exhibió tanta libertad creativa y nunca se filmó con tanta pasión el amor por el descubrimiento y por los territorios inciertos.

El Viaje a la Felicidad de Mama Kuster (Mutter Küster´s Fahrt zum Himmell, Alemania, 120´).

Dirigida por Rainer Werner Fassbinder.

De Fassbinder puede decirse que era un cocainómano feroz, altamente promiscuo y tan prolífico que fue capaz de hacer en menos de 15 años más de 40 películas (todo esto mientras escribía obras de teatro o trabajaba en series de televisión y de paso escribía una que otra línea defendiendo encendidamente a Douglas Sirk). Podría agregarse que además era un genio y que es el nombre más importante de la historia del cine alemán junto con el de Friedrich Wilhelm Murnau. El Viaje a la Felicidad de Mamá Kuster no es de sus películas más estudiadas (como pueden serlo las excelentes La Angustia Corroe el Alma, El Matrimonio de Eva Braun o su monumental Berlin Alexanderplatz), sin embargo disfruto esta película de Fassbinder más que ninguna otra. Acá la bestia germana toma como punto de partida una mujer que ha quedado viuda tras el suicidio de su marido (quien antes de matarse cometió un asesinato) para ver como diferentes sectores de la sociedad alemana toman su caso para aprovecharlo política y/o socialmente. El resultado es una sátira feroz, dueña de un humor corrosivo y sofisticado como pocos (sobre todo en lo que refiere al “doble final” recargado de ironía) en los que Fassbinder se carga cuanto movimiento social y político existe en la Alemania de los 70 (en medio de la volteada también cae el periodismo), todo en medio de una película en el que diferentes pasiones exacerbadas se expresan en una puesta en escena que mira a sus personajes no con poca distancia irónica y en el que el horror se mezcla con la cotidaneidad. También es un estudio brillante sobre como un fanático político puede esconder en el fondo una persona de carácter dócil (algo de lo que también habla, aunque con mucho menos humor y lucidez El Conformista de Bertolucci) y una confirmación de que Briggite Mira y Gottfried John son dos de los mejores actores del siglo XX.

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