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CRÍTICAS - CINE

Django sin Cadenas, según Emiliano Fernández

¿Quién es ese negro?

A esta altura del partido no queda duda alguna de que Quentin Tarantino entró en un período de mediocridad de intensiones grandilocuentes basado fundamentalmente en la autocomplacencia bobalicona, la repetición ad infinitum de tópicos huecos y cierto automatismo carente de toda inspiración y/ o fuerza conductora. Ahora bien, quizás lo más lamentable pasa por la confirmación de que el norteamericano perdió casi por completo el talento para construir una buena película de género de pulso irreverente, el objetivo irrenunciable de su cine según sus propias palabras. Contando la presente, sus últimas tres realizaciones fueron fotocopias maltrechas de aquellos opus revulsivos de los comienzos.

Cuando por fin se había decidido a redondear un homenaje íntegro a los spaghetti westerns y el convite prometía aclarar la situación con respecto a lo que sobrevivía de su “destreza irónica” del ayer, hoy podemos afirmar que el encanto desapareció y el film resultante apenas si supera a Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), el mamarracho infantiloide anterior y suerte de “remake no oficial” de la excelente Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), de Robert Aldrich. A pesar de las resonancias exploitation del título, Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012) es otro relato genérico de venganza racial que poco y nada tiene que ver con el clásico de Sergio Corbucci de 1966 con Franco Nero.

Recordemos cómo llegamos a este punto. La creatividad godardiana, el baluarte del policial hardcore y los collages cinéfilos que impulsaron a Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992), Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) y Triple Traición (Jackie Brown, 1997), con el tiempo mutaron en ese simpático manojo de “referencias directas/ citas poco sutiles” que fueron los Volúmenes 1 (2003) y 2 (2004) de Kill Bill, algo así como una coctelera de géneros que dio nueva vida a una carrera que estaba estancada (allí el wuxia se aunaba con el horror clase B y las alusiones al eterno Sergio Leone). El díptico constituyó su último gran aporte y desde entonces se ha dedicado a replicarlo aunque ya sin inteligencia formal.

Por supuesto que la patética A Prueba de Muerte (Death Proof, 2007) sentó las bases de lo que padeceríamos a futuro; léase escenas interminables de onanismo verbal, figuras de culto desperdiciadas, ausencia casi total de desarrollo de personajes, mucha torpeza a nivel macro y una insoportable estructura narrativa que se extiende gratuitamente. Como si de un subproducto risible de los hermanos Joel y Ethan Coen se tratara, el señor aún considera que con el plagio descarado, un par de cameos y un discurso cada vez más redundante, la crítica le seguirá festejando el gesto kitsch de la “reformulación posmoderna” pero lo cierto es que el banquete huele a rancio y los anacronismos noventosos ya no sorprenden a nadie.

Lo mejor vuelve a ser el desempeño del elenco y en especial la maravillosa actuación de Christoph Waltz, sin la cual esta historia de un esclavo en búsqueda de su esposa ni siquiera existiría (Jamie Foxx y Leonardo DiCaprio cumplen aunque tampoco hacen milagros). La principal derrota de Tarantino pasa por su incapacidad de homenajear a sus ídolos haciendo -precisamente- lo que ellos hacían tan bien, ofreciendo una obra de rasgos artesanales, con un tono realista ultra violento y destinada al consumo masivo. Este espasmo demacrado de la contracultura es un nuevo mamotreto pretensioso que lanza decenas de veces la palabra “nigger”, juega con la esclavitud sin entenderla y cree que el cine es sinónimo de necedad.

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Por Emiliano Fernández

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