¿Qué significa para ustedes la experiencia de ir al cine? Entretenimiento, diversión, pochoclos, caramelos, golosinas, emoción, pensamiento en movimiento, sueños, ideas… ¿Qué? ¿Hay alguna cosa que les suceda en particular, que solo esté atada a la experiencia de entrar en una sala de cine y ver una película? Por mi parte, es simple: es una experiencia espiritual.
Ustedes podrán reírse ahora a mandíbula batiente y retrucarme con la verdad de las cosas y tendrán razón. Me dirán que todas nuestras experiencias son, en algún punto, espirituales. El espíritu es siempre conmovido por lo que nos va sucediendo, aún con las pequeñeces a las que no préstamos atención. Entonces, es casi redundante señalar que una experiencia es “espiritual”. Eso, por supuesto, si uno cree en la idea del espíritu. Pero, hagan la vista gorda un momento con esta noción, hilen más grueso y dejen que me salga con la mía, así podremos jugar tranquilos y charlar un rato.
El jueves asistí a la privada de prensa de Django sin Cadenas y fue uno de esos días de cine que no voy a olvidar nunca. La película es un huracán.
Esa mañana me levanté medio a los pedos, desayuné rápido y me acicalé ágilmente. Verán, casi siempre voy a las privadas con la misma ropa: jeans, camiseta negra, blazer negro y unos zapatos acordonados con tachas que me vuelan la cabeza, o zapatillas chatas. No barajo otras opciones porque, generalmente, el tiempo apremia y salgo con las tostadas en la mano. Me gusta llegar bien a tiempo ya que, en el ambiente no me conoce nadie y no me andan dejando pasar, así como así, a ver la película gratarola. Pero este no fue el caso. Debo decir que me decepcioné un poco, porque me encanta chapear con eso de que soy columnista de A Sala Lena… y hacer mi entrada triunfal a la sala oscura, pletórica de críticos grosos y gente de la prensa. Pero, parece que esta vez, me vieron cara de buena gente y entré derechito. Esperaba chocarme en la puerta con compañeros de la página, pero nos desencontramos, así que me senté solita en una fila toda para mí. Ahí estaba, de lo más chocha, con el corazón acelerándoseme en el pecho de tanta anticipación, pero teniendo cuidado de que no me diera el “pichiruchi”. No fuera cosa que me tuviera que levantar en medio de la función y me perdiera alguna parte de la película. Casi no tuve tiempo de ponerme nerviosa porque, no habrían pasado ni dos minutos enteros, que arrancó la cinta.
Apenas comenzó, tuve la sensación de que la había pifiado sentándome sola. No por el hecho de no tener a nadie a quien pedir ayuda si algo me sucedía, sino porque me di cuenta de que no tenía a nadie a mi lado para ir chamuyando mientras el film se desarrollaba. Y sí, soy de las que disfrutan espetando cosas como “¿Viste eso, viste eso, viste eso?” o “¡Naaaaa, no lo puedo creerrrrr, esto es lo massssss!” y giladas por el estilo, que son las alarmas más claras de epifanía que tengo. Cuando, durante una película, comienzo a hilvanar ese tipo de frases, se puede garantizar, casi sin margen de error, que estoy en los albores de una de mis micro-iluminaciones. Y eso señores, es un orgasmo desencadenado.
Ustedes esperarán que yo les cuente de qué la va la historia, y cómo la estructuró Tarantino narrativamente, y que Leone, y que el spaguetti-western, y que los títulos, y que la fotografía, y que la dirección de arte, y que las performances y la mar en coche… Pero no contengan el aliento. En A Sala Llena… encontrarán excelentes críticas desde todos los ángulos y gustos, que los ayudarán a formarse una idea acabada, acerca de qué esperar si deciden ir a verla. No se las pierdan. Porque, en esta columna, solo encontrarán una cosa: la descripción exacta de la paleta emocional que se me liberó adentro al verla.
Antes que nada les aviso: la película me enloqueció de placer.
Qué puedo decir… Tarantino encontró, finalmente, el punto G en su manera de contar historias. Tal vez porque está más viejo; tal vez porque maduró un poco o, quizás, porque está en ese punto en que los tipos como él dejan de ser solo niños terribles y comienzan a ser HOMBRES interesantes y trabajadores, no sé. Pero Django… es la prueba viviente de que el realizador ha encontrado, por fin, el eslabón que le faltaba a su cadena virtuosa: el romanticismo. La película es salvaje si, ultra violenta si, sangrienta si, imparable también. Pero es, lejos, la más carnal, humana y honesta de todas. La más esperanzada en la naturaleza humana y, por ende, la más justa.
La cinta es sensual hasta la demencia. Es poco civilizada pero, a la vez, compasiva y audaz. No rinde pleitesías, ni tiene pretensiones aleccionadoras; o tal vez sí, solo una: No te metas con Django porque te va a cagar a tiros.
Pero, más que nada y que nunca, la película es sexy.
Tiene sangre caliente, tiene furia, tiene erotismo, tiene heridas afiebradas. Se desata en el interior del espectador como un planeta ardoroso, que mueve las entrañas y las modifica inquietantemente. Me revolvía en la butaca regodeándome de estar adentro de mi propio cuerpo. Me impresionaba, me atemorizaba, me asqueaba, me excitaba.
En una parte, en la que Django vuelve digamos que a “tomar el control”, monta en pelo un caballo y se aleja por el camino, me largué a llorar a moco tendido. No podía creer estar viendo tanto cine junto. Tanta historia, tanto estilo, tanto desenfado, tanta alegría. El amor me desbordaba. Se me sacudió el espíritu con una emoción tal que hasta sentí gratitud. Gratitud de ser cineasta, gratitud de estar en aquella sala, gratitud de ser Laura, gratitud de ser joven, gratitud de estar viva, gratitud de sentir cada poro de mi propia piel, mientras gozaba infinitamente del espectáculo que era aquella visión. Porque, resulta que un tipo, al que habían vejado de todas las maneras posibles, se ve libre de sus cadenas, y desata sobre sus enemigos, la furia más ardiente jamás vista.
La película es indomable.
Días después de haberla visto, todavía me siento enfervorizada. Allí donde Tarantino puso esta semilla hay euforia, hay rabia, hay violencia, hay sexo, hay humor, hay belleza y hay ternura.
Yo no soy quién para decirlo pero, NO SE LA PIERDAN.