A Sala Llena

0
0
Subtotal: $0,00
No products in the cart.

Cosas que prometí no decir | El amor que goza no decir su nombre

Cosas que prometí no decir | El amor que goza no decir su nombre

Según creemos hubo tres o cuatro etapas en el teatro musical porteño. Una primera que la arena del tiempo se llevó. En donde se dieran obras farsescas en parte similares al burlesque de Broadway y donde el mismo Alfredo LePera fuera uno de los autores de sus letras y canciones así como de sus argumentos.

Luego la que podría denominarse mayor urbanización del género con las debidas a Francisco Canaro-Ivo Pelay, cuyo emblemático Rascacielos (1935) lo dice todo en cuanto al clima de modernidad buscado y proclamado. Aunque con su tema “Casas viejas” que adelanta la “arena que la vida se llevó” de Manzi en “Sur”.

A partir de los sesentas y tímidamente entre café concerts y fuera de Corrientes y Esmeralda ingentes esfuerzos locales, afónicos de voces, cojeantes de coreografía y mediocres de textos, en general tomados de reojo al bloque de Broadway que resultaron de mal de ojo.

Luego asistimos a esta profesionalización del musical con producciones millonarias, coreografías afiatadas, stars o mejor starlettes televisivos que se dan a la danza y al canto y sobre todo a la sofisticación con varia suerte. Y cuya exégesis crítica no correrá por nuestra cuenta, al menos en este lugar.

Dentro de ellas también se han buscado traer hasta aquí versiones particulares de musicales off Broadway y off-off. Si estos catastros onomatopéyicos tienen todavía algún sentido, más que un salir del paso nominativo.

Ese musical un poco en las senda o ya via regia de Alan Jay Lerner (Gigi, My Fair Lady, Paint your Wagon), toman temas riesgosos, aunque ya no se sabe bien qué lo es y que no. En todo caso el riesgo queda en la elección del plot más inesperado para llevar a una acción dramática que incluye danza y canto.

Llevar al musical el caso de asesinato de ínfulas estéticas como el perpetrado por dúo Leopold & Loeb, y encima tras ser llevado al non plus ultra de la intensidad estético-espiritual por el Hitchcock de La soga (Rope, 1948), parece algo temerario. No solo por el fait divers originario y que fuera sancochado, trasegado, estudiado, psicoanalizado y otros ados que no hados.

Un proyecto así, e imaginamos esas largas trasnoches de vino y rosas donde se bocetan tales cosas, puede ser contaminado por el cinismo, el campy tardío ya en el museo del placard en donde antes cohabitaba con el amor que no osa/ba decir su nombre. Tal no es el caso de –El pacto (*)- la obra escrita por Stephen Dolginoff.

Por supuesto que también en la versión local puesta en escena en forma magistral por Diego Ezequiel Ávalos -en esta, su segunda puesta-, “el amor uránico” como se dijo una vez -André Gide-, o “el tercer sexo” como difundió luego en ciertos ámbitos Colette (Willy), es la base o practicable para dramatizar otros temas y volverlo así algo tanto general como especial: en cuanto refiere a la especie ser humano.

En un relato inconcluso Karen Blixen sostuvo que toda relación amorosa se parece a una cariátide. Esta es una figura esculpida con función de columna o pilastra que descansa sobre su cabeza. En rigor se llama cariátide si es una figura femenina, y atlante si es masculina. Pero cariátide se ha vuelto el genérico y más para expresar lo siguiente. Este atlas marmolado refiere a que el amado es más fuerte que el amante. Y también que en toda relación amorosa, alguien sostiene y la otra parte es sostenida. Lo cual plantea como en el propio tour de force hitchcoquiano la misma pregunta: ¿Entonces toda relación es también vicaria? ¿Ese otro representa para un yo dividido alguna falta, carencia, algo tachado, desocupado, que busca en esa otredad amada la completud que falta a ese yo amante?

Desde Platón y su seguidor alejandrino Plotino, hasta nuestro Marechal, y antes Proust y un largo etcétera exegético fílmico (Sirk, Preminger, Mankiewicz, Melville, Sautet, Saslavsky, Del Carril) se han abocado y desvelado en sus obras para buscar o dramatizar tal relación vicaria…

En sus relatos Henry James no ha hecho otra cosa. El catálogo sería enorme, fascinante por las variantes y artimañas emprendidas por los diversos creadores. Todo el fantástico desde Hoffmann en adelante se basa también o tiene como centro y eje a esta relación vicaria…

Ávalos ha resuelto perfectamente los dos o tres problemas de puesta fundamentales en este tipo de obras dramático-musicales. Eludir el griterío que reemplaza a la pasión, que manda. El camelo coreográfico que consiste en saltimbanquear de consuno con el exceso canoro…Los actores que llevan el peso de toda la función -una hora y media sin pausas- forman eso, un dúo en cuanto actuación y una pareja en cuanto a interpretación. Ya sea que esta oscile entre lo romántico a lo perverso o a cierta perversidad que el tardo romanticismo poltrón lleva raudo como el suicida a los acantilados…

Leandro Bassano como Nathan Leopold y Pedro Vázquez como Richard Loeb mantienen una tensión constante en busca de una intención que el espectador debe completar. Danzan, cantan, actúan de manera notable, la perfección los asalta a cada inuendo, a cada tap, a cada improvisado paso de tango argentino que representan…

La obra tiene un giro inesperado o esperado por algunos espectadores pero que igualmente esperan que esto suceda o no; comprometiendo así su interrelación con aquello que se está representando, función esta fundamental de lo que es teatro y es suspenso.

Ávalos ha eludido también y con fortuna -¿cómo diremos?- tanto la apología parcial o sectorizada como también la condena puritana. Comprender y no juzgar, como era el motto de Georges Simenon, presente también en estas intermitencias del corazón que se vuelven a veces funciones mentales de reemplazo.

La escenografía actúa como un actor más; representa y forma parte no de un decorado sino de algo por hacerse. La por momentos deslumbrante interpretación de ambos protagonistas soporta el esfuerzo físico, incluso con estos movimientos de muebles y practicables. Todo parece hacerse frente a nosotros, una pasión, una mesa que se vuelve cama o camastro de prisión. Todo para los ojos y la compresión de un espectador que construye la puesta de consuno con sus agonistas.

Gaspar Scabuzzo al piano sostiene toda la columna musical a la perfección, contribuyendo a darnos con ese basso continuo un clima otoñal de film silente detrás de toda esa pasión desatada.

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

Más ensayos de Ángel Faretta publicados en A Sala Llena.

Información del seminario Dos visiones sobre la guerra, que dictará Faretta.

Fan page oficial de El Pacto.

*: título original Thrill me. The Leopold and Loeb Story.

Also you can read...

Recibe las últimas novedades

Suscríbete a nuestro Newsletter