“Hacer cine es el arte de filmar mujeres hermosas”
La historia del cine está marcada por una clara visión masculina del mundo. Desde sus inicios, la industria cinematográfica fue territorio de hombres, compuesta por guionistas, directores, productores, camarógrafos y fotógrafos, que imprimían sobre la pantalla su percepción e interpretación de la realidad.
Hubo rápidamente, una mirada polarizada tanto de lo femenino como de lo masculino, donde la mujer quedó durante muchísimo tiempo ligada (y limitada) a una representación de objeto más que de sujeto; entonces sumisión, debilidad y pasividad fueron las bases sobre las que se construían los personajes femeninos.
A su vez, la mujer espectadora quedó forzada a adoptar la forma de placer masculino, en donde se veía a sí misma como la veían los hombres: cuerpo fetiche, cuerpo erotizado, fragmentado y objetivado. Metonimia sádica donde los atributos femeninos adquirían un rol exhibicionista, casi siempre sin ninguna importancia narrativa.
Afortunadamente, el cine de autor que comienza a fines de los `50 y se desarrolla principalmente en los años `60, y la irrupción de realizadoras en el campo del celuloide hacia los años `70, implicó un acercamiento de esas miradas polarizadas al punto de confundirlas. Los polos masculino / femenino se rompieron, y eso dio lugar a nuevas formas de representación mucho más auténticas, con puntos de vista nuevos, que contribuyeron al encuentro de un cine donde la mujer se emancipaba.
Sin embargo, aún hoy puede hablarse de películas para hombres y películas para mujeres, más allá de los géneros y subgéneros a los que dichas producciones se adhieran. Las protagonistas- o coprotagonistas- de las películas para hombres promueven un ideal de mujer, en el que las mismas aparecen seguras, bellas, inteligentes, atléticas y hasta valientes. En cambio, en las películas para mujeres, las protagonistas son inseguras, no tan agraciadas físicamente, débiles e incomprendidas. De promover algo, promueven la idea de la necesidad de una figura masculina para alcanzar la felicidad- o al menos acercarse un poquito a ella- o la idea igualmente básica, de que los hombres son los culpables de toda la infelicidad (¿imbecilidad?) de la que ellas son víctimas.
A priori, un thriller psicológico parecería escaparse a la tan odiosa etiqueta de para hombres o para mujeres, aunque dependa notablemente de cómo encare el director la cuestión. En el caso de El Cisne Negro, última película de Darren Aronofsky, el director norteamericano se vale ingeniosamente de elementos estilísticos y psicológicos, comunes de la mirada masculina sobre la mujer, para contarnos una historia donde el cuerpo femenino traspasa el canon de cuerpo-objeto, para alcanzar un status superior, que no es otro que el de la narración.
En El Cisne Negro, Nina, su protagonista es víctima de miedos, complejos, temores e inseguridades, y esos fantasmas mentales, encuentran correspondencia en su propio cuerpo. Podríamos decir que Aronofsky a través de Nina, expone la apoteosis de algunas características femeninas, que a través de un interesante juego de similitudes con el mundo de la danza, subvierte (y hasta quizá pervierte) sentidos, para narrar la vida de una joven, cuyo mayor enemigo es ella misma.
Como sucediera con El Luchador, Darren Aronofsky, se adentra en mundos conocidos sólo superficialmente, para sumergirnos en pequeños infiernos personales, y revelar así la existencia de otras perspectivas igual de interesantes sobre dichos mundos. En El Cisne Negro en particular, la obsesión por la perfección, la importancia de la interpretación y la imperante necesidad de trascender- desde un sentido metafísico- de las bailarinas de ballet, son mostradas mediante imágenes de alto impacto visual, que ya sea por los encuadres, los primeros planos, la fotografía y los movimientos de cámara, no dejan de resaltar y exaltar las connotaciones trágicas y fatídicas de lo que al final sobrevendrá.
Zapatillas de baile, lápices labiales, mallas y tules, son la parte de un todo desquiciante y enfermizo, pero igualmente bello y poético, en el que Nina, sujeto absoluto de la narración, es la mujer/bailarina escindida entre lo que es y lo que desearía ser, a la espera de la aprobación de un dios Danza mezquino e irreverente- que aparece y desaparece- de un apetito bestial, que sólo la muerte parecería mitigar.