¡Qué semanita pasada que tuvimos, eh! No nos dio tregua.
De verdad estuve bastante complicada con todas las cosas que pasaron, las de público conocimiento y las propias. Me pregunto cuánto tendremos que amar a este enero para que se nos endulce un poco y paren las malas noticias. Porque que van a parar, van a parar, eh.
Me está costando un potosí remontarlo. Mi neurosis ha reverdecido con renovados bríos, así que estoy oscilando desde el cáncer de ovarios al de mamas, del ACV al infarto, del acné a la psoriasis, de la conjuntivitis al alzhéimer. Además, por supuesto, de percibirme fláccida, pálida, celulítica, decrépita, calva… y de sentirme inútil, irrelevante, maldita, banal, soreta, grasa, impotente, buena para nada, loser y, a veces, atorranta.
El principio de este 2016 se lleva, como quien dice, intensamente.
Con respecto a lo de Bowie, todavía estoy seleccionando, eligiendo si se puede, entre llorar a mares o negar absolutamente lo que sucedió. Es decir, el tipo vivía lejos, yo no lo veía nunca, bien podría haber estado en la luna. Y aun así su gravitación era permanente en mi universo. Está su música en mis oídos por lo menos una vez por día, su espíritu diferente, rutilante, me coloniza desde hace ya más tiempo del que puedo recordar, y su estilo ha liberado mi visión del mundo de manera perenne e irrevocable. Todo eso, sin haberlo visto en persona ni una sola vez. El tipo ha tenido más influencia, más injerencia, más ascendencia sobre mí, que muchos parientes sanguíneos a los que crecí viendo. Entonces se hace inevitable la pregunta: ¿y si de ahora en más hago de cuenta de que no me enteré de lo que pasó? Puedo andar por la vida como si no hubiera leído los millones de post en las redes sociales o las notas en los diarios, como si no hubiera visto la tv, ni escuchado la radio. Como si no lo hubiera hablado con ningún amigo, ni me hubiera encontrado con mi hermana a acongojarnos juntas. Puedo hacer de cuenta que el tiempo quedó suspendido el día en que compré la Rolling Stone con la tapa de La Guerra de las Galaxias, la abrí y en el centro tenía una nota entera sobre el lanzamiento de Black Star en la que músicos, amigos y periodistas aseguraban que David estaba en buen estado de salud, que ya se preparaba para comenzar a pergeñar su próximo álbum y se incluían fotos en la que se lo veía tan brillante y bello como siempre.
Qué se yo… todavía no decido.
Estábamos sacando la cabeza afuera y entonces, ¡boom!, se nos va Alan Rickman. ¡WTF!
No habíamos ni terminado de celebrar los Globos de Oro de LEO y de SLY…
A la muerte se le achaca absolutamente todo. Se le achaca el sentido del arte, del amor, de la poesía. Se le achacan los miedos más profundos, las pesadillas, las angustias, la pulsión de apareamiento. Pero últimamente me he dado cuenta de que no nos educan para digerir la condición de novedad que tiene. No digo “novedad” como noticia, si no “novedad” como nuevo, como desconocido, como elemento modificador del hábito.
Para los que no recordamos nuestras vidas pasadas, la muerte es una novedad. Es decir, se muere gente que antes vivía, y eso modifica para siempre a ese universo familiar, amparador y sintético que construimos para nosotros.
Cuando nos dicen que se murió alguien como David Bowie, lo primero que atinamos a decir es “esto no es real, es una mentira, es una broma”. La mente batalla con el reordenamiento feroz del mundo, con la modificación absoluta del entorno, porque no puede lidiar con ella. La muerte como elemento nuevo, como el catalizador voraz del nacimiento de un nuevo universo, de una nueva verdad circundante.
Y así andamos por la vida, tratando de capear permanentemente todo tipo de novedades que vienen a nuestro encuentro, cuando no a rozarnos, a embestirnos.
¿Cómo se vive sin Bowie? ¿Cómo vuelve a adornarse el mundo después de haber perdido a alguien como Alan Rickman?
Hoy me fui a desayunar a Starbucks temprano, después de haber salido como loco sin sombrero para la clínica por una mancha roja que me salió en la nariz anteayer. Una vez me hubieron aclarado que era un grano y no un melanoma, encaré la caminata tomando el aire reconfortante de la mañana, reflexionando sobre todo esto. Sobre la muerte, sobre el sentido de la vida, sobre la visión subjetiva del Tao (chupate esa mandarina), sobre las plantas eternas… rara vez mi cabeza se devana por la receta de la empanada gallega.
Llegué, hice mi orden de vainilla latte con leche de soja, descafeinado y croissant de almendras y me senté a hojear el Vogue. Como era temprano y el lugar estaba todavía vacío, charlé un rato con Mona, la barista de la mañana que es como una hermosa campanita rubia, que destella detrás del mostrador con su acento colombiano y su sonrisa perfecta. Siempre de buen humor, siempre bella y siempre dulce conmigo. Nos pusimos al día con las novedades, conversamos un poco de las remodelaciones del local y, en eso, entraron dos mujeres, dos clientas separadas. Me di cuenta que una de ellas era Celeste Cid.
Levanté un rato la vista del Vogue y la observé realizar su gestión. Llevaba un largo vestido animal print (sospecho que de Cher), unas chanclas negras, una cartera con flecos también negra y unos Ray Ban redondos que casi le cubrían por completo la cara. Su piel blanca, sus brazos suaves, su tatuaje en el omóplato izquierdo un tanto descolorido, su pelo, enmarañado salvajemente pero que, de lejos, se sabía fragante, limpio, paradisíaco. Una mujer enteramente bella, completamente hermosa. Una chica flotante con su vestido ondeando a dos centímetros del piso. Un sol radiante pululando por el mar de caras de la ciudad. Y además, era ella, ella toda. Con su talento y su peculiaridad a prueba de imbéciles.
El aire ya me había rejuvenecido y vigorizado, pero verla a Celeste me cambió por completo el día. El ánimo, la visión del mundo. ¡Qué maravilloso es ver de primera mano la belleza de la que es capaz el universo! Esa belleza responde a todos los interrogantes, si no para siempre, por lo menos por un buen rato. El sentido que yo andaba buscando, el predicado para mi sujeto estaba allí.
Y sabiendo esto todos podemos seguir escribiendo columnas, libros y filmando películas, miles de películas, sin ver al mundo como un lugar de sufrimiento, si no como el domo para ser testigos de la gran belleza.
Cuando me iba me animé y le dije exactamente lo que su belleza me había hecho sentir, y después me vine a casa, me hice unos mates y me enteré que hoy 19 es su cumpleaños.
© Laura Dariomerlo, 2016 / @lauradariomerlo
Foto: imagen del film La Parte Ausente.