(Argentina, 2013)
Dirección: Daniel Burman. Guión: Daniel Burman, Sergio Dubcovsky. Elenco: Guillermo Francella, Inés Estévez, Alejandro Awada, Fabián Arenillas, María Fiorentino. Producción: Walkiria Barbosa, Daniel Burman. Distribuidora: Buena Vista. Duración: 92 minutos.
El cliché de los sueños
La última serie de películas de Daniel Burman se ha distanciado ostensiblemente de su “trilogía de la identidad”. Desde El Nido Vacío su cine emprendió un camino de mayor adecuación a los géneros, acompañado también por elencos más rimbombantes y un apoyo presupuestario más industrial. En Dos Hermanos, la dupla Gasalla- Borges operaba más en el orden de un espacio televisivo, adosado a una puesta en escena que parecía potenciar una idea que resultaba chocante. La cuarta de la serie es El Misterio de la Felicidad (sucesora de la impresentable La Suerte en tus Manos), que mueve los engranajes genéricos de las parejas -al parecer- imposibles que tuercen lentamente esa pugna que impide la unión.
El comienzo de la historia tiene una economía de situaciones y encuadres que augura una comedia industrial bien de fórmula sobre la soledad inesperada, que es la que experimenta Santiago (Guillermo Francella), luego de ser abandonado por Eugenio, su socio de toda la vida, dejándolo solo a cargo del negocio de venta de electrodomésticos. A continuación se hace presente la esposa del ausente, Laura (Inés Estévez) para ocupar, en varios órdenes, el lugar de su marido.
La idea de la figura de un ausente, para que los presentes se relacionen, es lo que Burman utiliza simplemente de preámbulo para narrar una historia de polos opuestos que al final se atraen. Hay mantos solemnes sobre la idea de los sueños; tirar toda una rutina por la borda y salir a perseguir los anhelos bien abovedados durante años. Hay un cuestionamiento a los sueños de Santiago, que es el único al parecer que ha podido cumplirlos por comprender una rutina: levantarse, ir a su negocio, desayunar café con leche y medialunas, jugar al paddle, comer en un bodegón, dormir y volver a empezar… estamos ante la vieja idea de la “pieza faltante” en la vida. Este quiebre es lo que mueve a Laura a entrar cada vez más en su vida y a desnudar, también, los deseos no cumplidos de ella. El acercamiento inducido entre los dos personajes principales no debería ser problema: cada mes -por lo menos- recibimos del norte películas que usan y abusan de las mismas fórmulas, evidenciadas sobre todo en las comedias románticas. Lo que sí es un problema es que Santiago y Laura representen estereotipos, contorneados con marcador grueso. Él aparece como un cincuentón pseudo alegre y bonachón, feliz -por ejemplo- de pasearse en asados de gente de un escalafón social menor, y ella es pintada como una “loca” consumidora de psicofármacos en cantidades suicidas, además de ser una parlanchina insufrible.
Si bien todos los clichés, lugares comunes y características de recetas universales no representan barreras para la atracción popular, sedienta de material genérico, la nueva película de Burman arrastra un andar demasiado precavido en las pequeñas dosis de comedia y la falta de riesgo en lo que respecta al devenir de unos personajes inertes. Cuando el metraje apremia, se suelta la rienda de la espectacularidad en la última escena, la de la revelación -para los personajes porque cualquiera puede enhebrar los hilos para dar puntada con este final- al ritmo de la pomposidad musical, que obnubila tanto como la placa de “la felicidad” antecedida un segundo más tarde por “el misterio de”, ya que materializa formalmente una ambición en disonancia con el film ya visto.
Por José Tripodero