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CRÍTICAS - STREAMING

El motín del Caine

 EL MOTIN DE CAÍN

Desde los seis años sentí el impulso de dibujar la forma de las cosas. Hacia los cincuenta años expuse una colección de dibujos, pero nada de lo ejercitado antes de los sesenta me satisface. Sólo a los setenta y tres años pude intuir, siquiera aproximadamente, la verdadera forma de la naturaleza, de las aves, peces y plantas. Por consiguiente a los ochenta años habré hecho grandes progresos; a los noventa habré penetrado en la esencia de todas las cosas; a los cien  habré seguramente ascendido a un estadio más alto; indescriptible, y si llego a los ciento diez años, todo, cada punto, cada línea, vivirá. Invito a quienes vivirán tanto como yo a verificar si cumplo esta promesa.

Hokusai. “Ahora llamado Huakiro Roshi, El viejo enloquecido por el dibujo.”

 

Una vez más recurrimos a la máxima del pintor Hokusai, esta vez para comenzar este ensayo sobre el último film de William Friedkin.

También la escolia subsiguiente, que hemos repetido muchas veces. Los más grandes artistas y pensadores, al final de sus vidas y de sus obras tratan de reducir o eliminar la tekné para sostener, digamos testamentariamente, su centro operativo, su hacer; es decir, re-velar su póiesis. Buscan eliminar lo obvio, lo que termina en “iano” o “ista” (“hitchcoquiano”, “realista”) en doble sentido: el de su propia tranquilidad espiritual, que tiene desde luego algo y mucho de rito de pasaje; y el de una suerte de examen final dirigido a sus lectores y espectadores, pero también y muy especialmente a sus exégetas y comentaristas, o supuestos de tales. 

A sus estudiosos, porque –de más está decirlo– los meros aficionados que no pasan ni pueden pasar de la filia a la sofia, no cuentan; salvo para el reino de cantidad. Claro que el cine es una apuesta desde que su concepto fuera creado por Griffith dentro de un mundo, una geografía y una genealogía en las cuales era imposible hacer o establecer una postura polémica diferencial interna sin la caída en el tiempo que marcaba la economía liberal. El número, en sentido de sostén material, siempre fue tenido en cuenta. Pero ello fue gracias al decisionismo vertical de los todavía mal afamados “grandes estudios”. Desde luego, sabemos de sobra en qué usinas de opinión se fraguaban y siguen fraguando tales “leyendas negras”.

Fuera de allí, tras ese limes de poder concreto y decisorio, habitan la bohemia rentada, el acomodo, la vagancia con pretensiones, la “diferencia tecnificada”, y los festivales que son, al concepto del cine, como el ta-te-ti al ajedrez…

Caídos o cerrados los estudios por –como diría Vilfredo Pareto– falta de “circulación de las élites”, desde entonces se trató, en su definitiva y final etapa de la autoconciencia, de resignarse a la caída en el tiempo, para sostener, preservar, mantener la temporalidad. Es decir, este “sentimiento del tiempo”, vuelto o intentado volver en singularidad y en una económica pero unida a una simbólica en riguroso plan de continuidad tradicional.

Es decir, operar en forma polémica y operativa contra “el reino de cantidad” y de la economía vuelta mera instrumentalidad autónoma, en consonancia con la propia autonomía de la esfera estética a la que buscó, y en gran medida consiguió, separar de su polaridad con lo religioso y lo sacro.

Como hemos sostenido en nuestro Hitchcock en obra, en Marnie Hitchcock practicó lo que llamaremos “ficción o artificio expuestos”.

“Si a un autor se lo reconoce por un ductus visible, que llegado a un punto de su despliegue puede limitar con su propia maniera, se propone lo siguiente. Quitemos, corramos a un costado, directamente tachemos todo lo visible como técnica y como disegno. Eliminemos los soportes y obradores más conocidos y hasta re-conocidos. ¿Qué queda entonces allí? 

El artificio expuesto como tal”.

No otra cosa son los últimos relatos de Borges y las novelas de Jünger o Simenon; las breves y sintéticas composiciones musicales de Stravinski; las pinturas finales de Hopper, los poemas del último Montale; y podríamos dar docenas de ejemplos más, pero estos bastan para entender lo dicho por el dictum ya legendario de Hokusai, y por nuestra puesta en ensayo sobre el último Hitchcock. Que por cierto podría extenderse –entendido esto– a los últimos films de Ford, Hawks, Minnelli, Capra, et al.

Pero la generación de autores autoconcientes del concepto del cine, tiene –como siempre– sus particularidades. Los narradores, poetas, músicos, hasta coreógrafos y pintores poseen una vasta genealogía detrás. Y toda herencia tiene sus codicilos tramposos, sus herederos falaces, sus testaferros iletrados. 

Un heredad no sólo compuesta de estilos, motivos y figuras, sino de cruces anímico-espirituales, tanto como histórico-políticos. El pintor, si es autoconciente (Hopper, De Staël, Lacámera, Morandi), en cada trazo o pincelada tiene una vasta galería no de museos ni de catálogos, sino de forma mentis, donde el oficio, el “ser a la mano” sigue presente o latente. 

El músico –como Stravinski o Penderecki–, donde lo manual resuelve la acústica mental, y ni hablar del propio narrador, que atiende la alteridad permanente del lector agazapado a cada paso ficticio que acuña,tienen y padecen –pero saben que cargan su cruz estilística, lo cual es una forja de angustia conocida– una genealogía. 

Desde luego, esto puede resolverse no con “artificios expuestos” sino en reducciones mentales de lo que ya era con anterioridad más que reducido, sino estrecho. Así los “minimalismos” y los “conceptualismos”, nocivos marbetes del apéndice estético del nihilismo occidental. (1)

Pero el cine y su concepto no pueden darse o sostenerse en ello. Desde muy temprano fue demasiado lejos. Agotó en cuatro décadas lo que a las artes anteriores les llevó siglos y milenios. Y si bien no queremos extendernos aquí sobre lo que venimos exponiendo teóricamente desde décadas hasta hoy, sí es necesario: porque pensar no es fijar las asentaderas en el mediocre trono de la rutina didáctica, puesto que siempre todo pensar que se busca y desde como tal –es decir filosofía– necesita, mejor dicho, le es imprescindible el momento –o “el instante” según Kierkegaard– en cuanto trance existencial.

Friedkin se ha propuesto de manera extrema, radical, tomar para sí ese proceder último de la autoconciencia. Pero su forma y modo, su puesta en obra es más que singular en su exposición del artificio. Hemos dicho en algún momento que el tema, el “etymon espiritual” del cine de Friedkin es la intromisión de un ente extraño en un círculo o grupo cerrado, endogámico por oficio, profesión, asociación, familiaridad o particularidades subjetivas asociadas a diversos temas. 

Este ente extraño es un otro, una-alteridad-que-altera ese círculo cerrado anterior. Lo cruza; en ese múltiple sentido del término “cruising” tan magistralmente puesto en escena en rica y ambigua significación por el film de ese título. A pesar de la tontería anecdótica por la cual fuera miopemente “juzgado” en su momento… 

Ese cruce, “sirga” (remolque), cambio de vereda, patrullaje, levante (pick-up), sintetizado y/o manifestado en ese término, es un modus operandi. Alguien cruza, atraviesa un círculo cerrado –o que se cree tal–, y luego ese ente que imaginaba tan sólo estar de paso; o, y a lo sumo, actuar una vez allí como simple catalizador de una precipitación entre dos elementos internos del compuesto, y salir o quedar inmune luego de la operación, termina siendo drásticamente modificado; muchas veces sin –o a duras penas– comprenderlo.

Así Popeye Doyle (The French Connection), el padre Karras (El exorcista), Scanion (Sorcerer), Steve Burns (Cruising); así Vucovich (Vivir y morir en LA), Jade (id.), Bonham (The Hunted). Todos cruzan: primero como cruzados para terminar crucificados. Todos padecen o son llevados a ejecutar una suerte de versión siniestra del mitologema del “eterno retorno”. Si éste, en su interpretación simbólica y mitopoética tradicional (2) es una renovatio, una renovación cíclica para no recaer en la angustia que produce la linealidad de la historia (“la caída en el tiempo”), en la obra de Friedkin todos estos personajes, quedan –modo sui– atrapados en una repetición ajena; en un círculo vicioso que los atrae como simulacro o parodia de ese comenzar de cero, de esa abolición del tiempo histórico que busca el eterno retorno. Que no es repetición. Ni compulsión a la repetición. Es recaída en “lo real”. El reino del pecado original. (3)

Así en este film –en rigor, un telefilm–, el abogado de la marina, Greenwald, cree estar defendiendo al teniente Maryk, acusado al parecer injustamente de motín a bordo. Cuando en rigor éste es simplemente el factor visible de una posesión –aquí intelectual– de otro que juega su rol particular. Se trata de Keefer, quien ha ocupado, manipulado –¿poseído?– intelectualmente a Maryk sobre la incapacidad y de la paranoia de Queeg, el comandante de la nave; para así tener “material real” para la escritura de su novela; seguro bestseller y con el propio autor como héroe, apenas velado por un obvio seudónimo.
Esta es la tercera vez que Friedkin opera en consonancia con su obsesión heurística respecto al doble, a la copia, y a la repetición circular, en que re-hace tres films anteriores. Lo ha hecho con Sorcerer –uno de los más perfectos, complejos, ejemplares films de toda la autoconciencia–, donde ajusta la cuentas con el mecánico y viscoso El salario del miedo del chapucero de Clouzot. Luego con Doce hombres en pugna, un promisorio –inmediatamente desmentido por sus consecutivos ladrillos posteriores– film de Sidney Lumet; y ahora con El motín del Caine, de Edward Dmytrick, film-problema dado que fuera rodado en medio de ese episodio particular de la guerra civil mundial conocido como “maccarthismo”.

Antes que nada, Friedkin ha eliminado todo el armazón interno de la nave y todo lo allí mostrado en la primera versión (así como en la novela original de Herman Wouk); ha hundido la nave. Porque se trata aquí de otra nave, pero purísimamente simbólica. Tan pura es que ya no necesita su soporte material.

Es o, mejor dicho, vuelve a ser la “naos, neos”, que para los griegos era tanto el templo como el barco.

“La sacralidad expresada en volumen se concibe como una nave (…) se pueden atravesar las aguas (el no ser=las tinieblas, el caos…). La idea de que el tránsito perfecto no puede hacerse más que en una embarcación, es decir en ‘una forma cerrada’, que protege de la degradación, de la dispersión y de la disolución (fusión en las aguas)”. (4)

Tenemos aquí entonces, un elemento, una forma más extrema y transparente de la reducción operativa tanto del marco diegético como de la tekné empleada. Aquí, esta nave, esta marina, esta posesión y este control de los mares (Friedkin hace que el Caine aquí se mueva en las aguas de Medio Oriente) pueden reducirse a un empleo interesado, oblicuo; como este Keefer que emplea la nave -la forma cerrada de una nación, un gobierno, una tradición, una historia– para sus fines subjetivos, particulares. 

Además, para que esa reducción del espacio cerrado y general concluya en un libro. 

Si el concepto del cine nació casi contemporáneamente para contradecir al dictum de Mallarmé de que “la creación debía culminar en un libro”, aquí en el fin del cine y de la autoconciencia, se lleva in extremis esta dualidad polémica. Terminará en un film sobre una nave-espacio que ya no existe, ha perdido su rumbo y su nomos. Para ser reemplazada por la construcción de un libro. Encima nacido como bestseller.

La fusión y dispersión en esas aguas originarias y caóticas, ya desde el periplo de Gordon Pym hacia la nada blanca, y del Pequod tras la blancura de Moby Dick, se reduce a una copa de whisky diluido en hielo arrojado a la cara del macaneador libresco…

(Estados Unidos, 2023)

Guion, dirección: William Friedkin. Basada en la obra de Herman Wouk. Elenco: Kiefer Sutherland, Jason Clarke, Jack Lacy, Lance Reddick, Tom Riley. Producción: Annabelle Dunne, Matthew Parker. Duración: 108 minutos.

  1. Salvo y aparentemente, Japón, no hay señales siquiera mínimas de etiología nihilista en todo el Oriente –incluidas las Rusias, desde luego–; y menos aún en toda África, con sus diferentes variantes; que no son otra cosa que la alteridad colonial respectiva de la que han zafado, mediante lo bélico primero, y lo sagrado después. Aunque esta operación no se ha completado por la ceguera de ciertas zonas europeas cuyo laicismo estrecho y vetusto las condenan –y será peor con el tiempo- a jugar como suertes de clowns tardo iluministas, pero ya sin espacio circense enciclopédico alguno.
  2. Desde luego que no en el equívoco, cuanto falaz sentido dado y vulgarizado por Nietzsche.
  3. Aunque esto daría para largo, este es también el sentido de “lo real” en la obra de Jacques Lacan. Pero dejemos esto; al menos por ahora.
  4. Véase Mircea Eliade. Diario 1945-1969. Kairós, Barcelona, 2000 Versión de Joaquín Garrigós (p. 149).N. B.: Por nuestra parte estamos completando un libro sobre la simbología de la nave y del mar en la poesía, la narrativa, el cine, y en la teología política.

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