(Japón, 2015)
Dirección y Guión: Mamoru Hosoda. Elenco: Kōji Yakusho, Shōta Sometani, Aoi Miyazaki, Suzu Hirose, Yo Oizumi, Lily Franky, Masahiko Tsugawa, Kazuhiro Yamaji, Mamoru Miyano, Haru Kuroki. Producción: Atsushi Chiba, Takuya Itô, Daisuke Kadoya, Genki Kawamura, Seiji Okuda y Yuichiro Sato. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 119 minutos.
Deidades de Oriente.
De por sí cualquier propuesta que permita diversificar y/ o enriquecer la cartelera argentina siempre será más que bienvenida, lo que por supuesto implica que -considerando el alcance de la pauperización del mainstream de los últimos lustros- no nos podemos dar el lujo de ponernos exquisitos con la tipología (hablamos de cualquier film embanderado en un género, estilo o corriente autoral con poca representación por estas tierras). Si sumamos la posibilidad de que un anime “no rubricado” llegue a las salas comerciales tradicionales y que la obra en cuestión sea el trabajo más reciente de una de las voces más interesantes de los últimos años, el panorama resulta en verdad irresistible: en efecto, El Niño y la Bestia (Bakemono no Ko, 2015), de Mamoru Hosoda, se despega generosamente de lo que ha sido el común de las películas seleccionadas por los distribuidores para su estreno en Argentina.
Tan lejos de los opus de Hayao Miyazaki como de los esperpentos de la franquicia eterna de Dragon Ball Z, algo así como los dos extremos cualitativos en los que se resume casi toda la “experiencia anime” de nuestro país, aquí el realizador supera con creces lo hecho en Summer Wars (Samâ Uôzu, 2009) y se ubica en el mismo nivel de la prodigiosa Wolf Children (Ookami Kodomo no Ame to Yuki, 2012), su faena inmediatamente anterior, otorgándole un toque ameno -cercano a lo que podríamos definir como la versión japonesa del cine familiar- a motivos clásicos del anime como el abandono, la relación pedagógica, el proceso de adaptación, el vínculo paterno, las amistades, los desequilibrios de la adultez, la segregación, las pugnas profesionales y finalmente la construcción de la identidad. En esta ocasión Hosoda parece decidido a aprovechar al máximo toda la efusividad del género.
Precisamente, la trama está centrada en dos personajes que se pasan gran parte del metraje a los gritos, furiosos y dedicándose una linda colección de improperios, amenazas, jactancias y reclamos de la más variada índole: Ren (interpretado por Aoi Miyazaki de niño y por Shōta Sometani en la fase adolescente), un joven de 9 años que ha perdido recientemente a su madre, descubre un pasadizo hacia el Mundo de las Bestias, un lugar mágico en el que habitan animales antropomorfizados y donde se convertirá en discípulo de Kumatetsu (Kōji Yakusho), un ser similar a un oso que aspira a transformarse en el líder de su comunidad, en el nuevo Gran Maestro. Lo que comienza siendo apenas un “requisito” que se le impuso a Kumatetsu en su camino hacia la cima, el hecho de seleccionar un alumno, pronto deriva en una relación de enriquecimiento mutuo basada en la soledad, el brío y la rabia de ambos.
Desde ya que la historia se irá complejizando de a poco a medida que Ren crezca, sienta curiosidad por aquel Mundo de los Humanos que dejó atrás y hasta pretenda construir un vínculo con su padre biológico, circunstancias que a su vez se superponen con el tiempo de definiciones que le espera a Kumatetsu, quien deberá enfrentarse con Iōzen (Kazuhiro Yamaji), un guerrero mucho más respetado y de aspecto cercano a un jabalí, para coronarse como una futura deidad. A diferencia del cine norteamericano y su obsesión con eliminar cualquier atisbo de animación tradicional en los tanques infantiles, la industria japonesa suele combinar a conciencia las características más importantes de esta última y los CGI, redondeando una síntesis muy bella en la que han desaparecido por completo los contrastes molestos -entre los fondos y los personajes- del “período de transición” de la década del 90.
Otro punto de ruptura para con los engranajes de Hollywood pasa por la introducción de una visión animista de la naturaleza, algunas compulsiones del honor, una buena dosis de humor negro, cierta ciclotimia a nivel narrativo, violencia explícita y una andanada de interrogantes alrededor de la responsabilidad moral detrás de los actos de cada día. Este tamiz adulto, “marca registrada” de los nipones, va sumando capas al relato y evita que caigamos en otra experiencia más de aprendizaje, de esas que pululan hasta el cansancio en el séptimo arte: El Niño y la Bestia no abre nuevos horizontes para el anime pero consigue pulir todos los tópicos infaltables de la vertiente, esos que los japoneses sienten como propios y nosotros en Occidente podemos catalogar como una conjunción muy altisonante de sintoísmo y budismo, siempre en pos de la reconciliación espiritual y la reencarnación…
Por Emiliano Fernández