“Cuando Zeus hubo ordenado el mundo, los dioses vieron con mudo asombro su magnificencia, que se hizo presente a sus ojos. Finalmente, el padre de los dioses les preguntó si notaban la ausencia de algo. Sí, respondieron, falta algo, ‘una voz para alabar las grandes obras y la completa creación en palabras y música’. Se necesitaba para eso un nuevo espíritu divino, y de ese modo los dioses pidieron a Zeus que creara las Musas”. (Otto, Walter F. Las musas, el origen divino del canto y el mito. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1971.)
En Design for Living (1933, Ernst Lubitsch) volvemos a encontrar al personaje femenino corrido de las funciones que la sociedad moderna en la que vivimos ha destinado a las mujeres. Aquí Lubitsch nos propone una puesta en escena del mito de la musa. Para ello monta una versión cinematográfica de la obra teatral homónima escrita por Nöel Coward en 1932.
George y Tom, dos jóvenes norteamericanos, duermen en un tren que tiene por destino final la luminosa y bohemia ciudad de París. Como salida de sus sueños, aparece en su camarote Gilda. Los dos muchachos son artistas, George es pintor y Tom es dramaturgo. Gilda, en cambio, se dedica a hacer caricaturas –muy buenas por cierto– para publicidades de ropa interior masculina. Desde el comienzo, los tres jóvenes discuten sobre el arte a partir de un cuadro pintado por George que Gilda critica ferozmente. Pero es justamente a partir de ese preguntarse por el arte que se genera entre los tres una magnética armonía que será el conflicto central de la película: una mujer para dos hombres.
Ya en Paris, después de citarse con cada uno y mantener así sendos encuentros románticos, Gilda no sabe con cuál de los dos quedarse. Es entonces que les propone un pacto: nada de sexo. Seguirá junto a ellos pero se dedicará a trabajar sobre las capacidades artísticas de los dos muchachos. “Lo mío no importa, seré la madre de todas las artes”, les anuncia Gilda. Indaguemos pues en la figura de las musas. Deidades que nacieron de la creación del dios Zeus encargadas del canto, de la música y de la narración del mito. Si no hay musas no hay mito, si no hay mito no hay humanidad.
Necesitamos del relato mitopoético para entender el ser, la existencia. Las musas son las encargadas de dictar al poeta el canto que relate ese mito. Gilda tiene en su existencia la capacidad de dictarles a George y a Tom lo que es menester de ser contado, escrito y pintado en este caso.
Así Lubitsch pone en escena una comedia. La comedia pone el mundo patas arriba. Lo que debería ser, lo normal, lo esperable, en una comedia no lo es. Así los espectadores esperamos que Gilda se decida por uno de los dos, se casen y tengan hijos. Pero Gilda no es sólo una mujer: es la musa.
Gracias a sus lapidarias críticas, Tom escribe la obra de teatro que lo llevará directo a la fama y a Londres. George en cambio no encuentra su canto –su cuadro en este caso–, hasta que Gilda le sugiere pintar a Max. Y aquí, el cuarto en discordia. Veamos. Presentamos ya a George y Tom. Cuando Gilda llega a sus vidas son sólo dos artistas mediocres que viven en un lumpen departamento de la bohemia parisina y que, como Gilda les dice, trabajan un día para el resto del mes vanagloriarse de ese día. Max es el publicista, algo mayor, para el cual Gilda trabaja y quien la ha tomado como protegida. Max evidentemente siente atracción por la mujer pero ella lo ve tan sólo como alguien al que tiene que cuidar.
Cuando Max se entera del doble affaire de Gilda, como protector de la chica decide parlamentar con cada uno de los muchachos tratando de disuadirlos de la relación. A Tom lo encuentra en el altillo en el que los dos artistas viven. A George a mitad camino de las escaleras que separan el departamento de Gilda del mundo ordinario. A ambos trata de convencerlos utilizado una frase que será difícil de olvidar: “La inmoralidad será divertida, pero no tanto como para desplazar a la virtud pura ni al bienestar material.” Es evidente que para Max la moral y el bienestar económico van de la mano, característico del pensamiento puritano norteamericano que defiende un orden positivista y productivo. Gracias a esta frase, repetida en cada encuentro, George y Tom descubren que los dos comparten su amor por Gilda y es cuando Gilda toma su lugar de musa. Las palabras de Max quedarán inmortalizadas en la obra que Tom estrenará con gran éxito en Londres, invirtiendo su sentido: de intento moralizante a ácida crítica sobre el orden social. Durante la función en el elegante teatro londinense, el propio Max escuchará, de la boca de un personaje, sus palabras que producirán carcajadas en los espectadores del teatro (y en los de la película, qué duda cabe)
Los tres hombres de la película son en esencia niños. Se comportan así compitiendo entre ellos para ver cuál de los dos –o de los tres– se merece más a esta musa descarriada que pretende mantenerlos a los tres cerca suyo. Es característica de la comedia la imperiosa necesidad de degradar a los personajes. Aquí la musa no es una deidad que baja del monte del Olimpo, sino una joven de vida algo ligera, que trabaja en una oficina publicitaria como creativa, trabajo destinado a primera vista a un hombre. Max Plunkett, lejos de ser el publicista dandi, es ni más ni menos el hombre de la multitud que viste con saco, corbata y sombrero de hongo. Accesorio que será el detalle definitivo para que el retrato que George le haga, tras la sugerencia de Gilda por supuesto, sea el que finalmente lance al pintor a la fama. ¿Será que Lubitsch le apuntó a Magritte cómo debía ser el cuadro? Max, con su sombrero, es el hombre común, que trabaja como publicista pero que podría trabajar de cualquier otra cosa que sea productiva y dé dinero. George, según Gilda, es un sombrero de paja, medio ajado pero que sienta bien. Y Tom es un sombrero inclinado hacia el costado que te hace lucir elegante. Para Gilda los hombres son accesorios que la hacen sentir más o menos cómoda. En definitiva lo que hace que ame a estos muchachos y los desee para ella no es su sensualidad (que no es poca) si no esa capacidad artística que tienen latente George y Tom.
Es que ellos no son dos artistas inspirados que viven en la bohemia parisina como lo fueron Van Gogh y Gauguin, sino dos buenos norteamericanos que tararean el himno cuando se encuentran con un compatriota y se pelean como chicos por una camisa rota. Gilda será la madre de todas las artes y la de estos dos muchachos que al final del recorrido no sólo serán dos exitosos artistas sino además dos hombres maduros capaces de aceptar la relación triangular con la musa. Después del viaje de Tom a Londres, Gilda y George comparten un elegante piso en París. Han dejado el altillo de la bohemia gracias al éxito logrado por los retratos que pinta George de personalidades europeas, pertenecientes a una alta burguesía que se preocupa más por el tamaño de su papada que por la calidad de la pieza artística. Si en el viejo altillo los cuadros de George retrataban con distintos estilos a una mujer desdibujada, el lujoso departamento está custodiado por un bello retrato de Gilda. Mientras que en esos primeros cuadros podía intuirse un talento, el retrato de la musa es la síntesis de éstos. En este lujoso piso parisino en donde se produce el reencuentro cuando Tom regresa de Londres, es también en donde Gilda decide despedirse de sus amados muchachos para evitar una pelea que podría ser definitiva entre ambos. Pero Gilda no se olvida que es la musa y antes de irse le dice a George “nunca te inclines ante una papada, sé un artista. Es lo más importante”. Si Tom y George son una pareja, lo cierto es que son un dos desparejo, disfuncional. La aparición de Gilda compensa de alguna manera esa pareja convirtiéndolos en un triángulo, en un tres. Si estamos acostumbrados a que en el cine finalmente el tres se convierta en un dos perfecto, resultaría lógico cuando Max toma por esposa a Gilda que necesita escapar de los dos jóvenes para salvarlos. Pero cuando la vemos transformada en la musa aburrida de un marido demasiado preocupado por sus clientes, intuimos que se avecina un final trágico. Quedarían así dos parejas imperfectas. George y Tom perderían su esencia sin Gilda. Gilda junto a Max banalizaría su poder como musa, haciéndole ganar a su marido tres veces más dinero de lo que ganaba antes. A cambio Max le compra para la nueva casa –ubicada en Nueva York– muebles con estilo grecorromano, domesticando al mito convirtiéndolo en decorado. Asistimos, como subraya Tom en su obra, a “una comedia en tres actos con final trágico”, lo cual invierte lo que el teatro griego hacía al representar tres tragedias sobre un mismo tema y una farsa para el cierre que lo ponía todo patas arriba. Pero por suerte no habrá final trágico. Entonces de un dos disfuncional, pasamos por un tres imperfecto que se rompe con un cuarto que nos confirma que el triángulo es la figura geométrica ideal. La comedia, recordemos, es optimista. Nos sugiere que hay cosas de la sociedad que pueden ser corregidas. Gilda prefiere vivir con los dos artistas en el altillo parisino, al lujoso caserón del publicista. Porque, y es Lubitsch quién lo propone, el triángulo es perfecto si es para que el mito sea narrado a través de la creación artística. George y Tom, convertidos en dos elegantes caballeros vestidos con frac y altas galeras, rescatan a Gilda de su prisión de cristal para regresar al viejo departamento parisino. Ese departamento que está en lo alto, al final de una larga escalera. Aunque el departamento esté sucio y descuidado, allá arriba la musa puede dictar a los poetas el relato que debe ser contado.