El lunes desembarcaron mis viejos en casa. Mi esposo tuvo que viajar por laburo y aprovecharon para venir a visitarme y para hacerme compañía. Llegaron medio cansados por tantas horas de ruta, un poco cascoteados y, para rematarla, mamá no se sentía bien del todo.
Como mi hermana está de viaje, se instalaron en casa tipo “planta permanente”, así que la cosa venía full time. Después de un rato de haber llegado, entraron medio en calor y se animaron un poco. Entonces las cosas más o menos devinieron en “visita estándar”: charlas que saltan de tema en tema (política, familia, religión, celebridades, chismes del pueblo etc.), alguna horita de tele en comparsa, comilonas, paseos por internet, repaso de anécdotas, almuerzos y cenas por Las Cañitas con sobremesas interminables y perezosas. Pero, por supuesto (esto es tan clásico como las zapatillas de punta), la parada infernal de la visita no se hizo esperar. Si, a parte de todos los rituales familiares que llevamos casi rigurosamente a cabo, está el apéndice infaltable de la pelea obligada, el estallido, la bronca, la batahola, la hecatombe o cómo carajo quieran llamarlo. Es clavado que, durante la estadía de mis viejos, algún quilombito se desata, ya sea por causas pelotudas o por motivos profundos y verdaderamente oscuros. Es remanido, es casi de manual, de catálogo o de instructivo “ABC, de comportamiento familiar”. Por suerte, casi siempre lo arreglamos más temprano que tarde y podemos pasar a otra cosa. Esta vuelta, aproveché y me saqué la bronca en twitter, lo que me ayudó a canalizar un poco más rápido, los nervios por la calentura que me había agarrado. La dinámica familiar es, más o menos, siempre la misma (nos peleamos, amenazamos con irnos a la mierda, nos calmamos, nos abrazamos) y el hecho de que yo todavía sea hija y no madre, no termina de colaborar del todo. Hay comportamientos que, a pesar de que llevo casi 15 años casada, no cambian por el simple hecho de que, para ellos, sigo siendo su nena. Esto, mas el condimento de que todos somos recontra chiflados, termina siendo un coctel explosivo como pocos. Pero después de que pasa la tormenta, las cosas se calman y llega la hora de la reflexión, la introspección, el recuerdo, la melancolía y, por qué no, la risa.
El hecho de que yo, como les decía antes, lleve casi 15 años casada no es un detalle menor para mencionar en esta columna en especial, porque debido a la sarta de acontecimientos de esta semana, he decidido traer a la memoria, una película que tiene que ver con el casamiento, con la familia, con los conflictos y con la incapacidad que tienen los seres humanos de aceptar fácilmente el cambio y abandonar viejas dinámicas dentro de las cuales se sienten seguros. Por supuesto, la película que se me dio por rescatar esta semana es: El Padre de la Novia.
Hay dos versiones de esta cinta maravillosa. La primera y original de 1950, dirigida por Vincente Minelli, protagonizada por nada menos que Spencer Tracy en el rol de padre, Joanne Bennet en el de la madre y la magnífica e inmortal Elizabeth Taylor en el de la novia; y la remake de 1991. De esta última es de la que quiero que charlemos. Ustedes me dirán que es mejor la primera y puede que sea cierto, después de todo ligó tres nominaciones al Oscar: mejor película, mejor actor y mejor guión. Pero la verdad, yo me siento más cerca de la otra, la de 1991, con Steve Martin, Diane Keaton y Kimberly Williams. Esta película y yo tenemos una relación muy particular, porque dentro de mi vida, este film ha aparecido y reaparecido en situaciones muy importantes, situaciones “bisagra”, de manera casi mágica.
La primera vez que la vi, yo tenía la tiernísima edad de 18 añitos. Habían pasado varios años desde su estreno y la estaban dando por cable, una noche de domingo muy fría de junio. Esa noche era de verdad especial para mí.
Era mi primer año en Buenos Aires, viviendo sola. Estaba en una residencia de señoritas en la que convivíamos unas 40 chicas, llegadas todas del interior. Creo que alguna vez, en columnas anteriores, mencioné esta anécdota medio por encima, pero ahora me gustaría contárselas a fondo.
Como les decía, era mi primer año en Buenos Aires y había venido sola, a estudiar Letras, decisión que duró poco, al sentirme completamente amedrentada por el tamaño de la Ciudad Universitaria y el hecho de tener que levantarme a las cinco y media de la mañana para llegar a tiempo a cursar. Fue por eso, que ya en el tiempo de aquel domingo, yo estaba medio en banda, viendo qué carajo hacía con mi vida. Tomaba clases de danza y de actuación y me la pasaba yendo y viniendo, por bares y fiestas. Por alguna razón, aquel día del padre, me quedé en la residencia.
Éramos pocas esa noche. Dos o tres. Las demás estaban por ahí de joda o estudiando encerradas en sus cuartos. Finalmente en la cocina, quedamos Karen y yo. Karen era de Estados Unidos y estaba estudiando antropología en la UBA. Recuerdo que se enojaba mucho cuando yo le decía “yanqui” cosa que sucedía bastante seguido. Nos habíamos vuelto buenas amigas y nos hacíamos compañía cada tanto, cuando alguna de las dos quedaba sola. Cuando arrancó la película a eso de las 10 de la noche, nos habíamos acomodado en las sillas a oscuras y nos habíamos puesto a hablar de nuestros padres. Como en Argentina era el día de ellos, todo aquel domingo habíamos estado haciendo llamados, dejando besos, mostrándonos fotos y patatín y patatán. Karen fumaba y yo comía de un paquete familiar de M & M, del que no quedó ni el rastro.
Todos saben de qué se trata la película. El guión maravilloso de Nancy Meyers (una de mis ídolas) y Charles Shyer, la iba de un padre que colapsaba en medio de los preparativos de la boda de su hija de 22 años, a la que se negaba a dejar ir. De ahí en más pasaba de todo. El chabón no aceptaba lo que estaba sucediendo y se ponía del bonete creando situaciones desopilantes. El film era gracioso, romántico, entrañable, feliz y profundamente melancólico. Tenía una dirección de arte magistral y un ritmo de comedia que iba a pedir de boca.
Aquella noche, con Karen, vimos la película entera. Las dos estábamos muy conmovidas, emocionadas, llenas de tristeza, recordando a nuestros papás. Mi viejo estaba más cerca que el de ella, pero las dos llorábamos a moco tendido con la misma intensidad. Es que, verán, aquella noche y mirando esa película, fue la primera vez que me di cuenta de que nunca más volvería a vivir en mi casa. Por supuesto que aquello, en ese momento, era una suposición pero de alguna manera, tenía la fuerza de una certeza. Fue un momento profundamente desgarrador y dulce a la vez. Estábamos solas, hacíamos lo que queríamos, éramos libres. Pero en esa noche y en aquella cocina, las dos queríamos tener dos años y estar en brazos de “papá”.
Pasaron los años, no demasiados y yo decidí que quería casarme. Tenía apenas 21, uno menos que la chica de la película y estaba tan segura como ella de qué era lo que yo quería. Qué les puedo decir: Ni bien las palabras salieron de mi boca, mi viejo enloqueció. No les miento cuando les cuento que el “George Banks” de Steve Martin en la película, parecía haber salido de la cinta y haber encarnado en mi papá. Lo primero que me dijo (y esto es casi tal cual) fue que era ridículo y que no me daba permiso. Su frase de cabecera por aquellos días era “No están dadas las condiciones”. Y no, las condiciones no estaban dadas ni remotamente, pero mi marido y yo, nos queríamos casar y no había forma de convencernos de lo contrario.
Exactamente igual que en la película, la que intervino a nuestro favor fue mi vieja y lo pudo persuadir de que aceptara el asunto y se pusiera de parte de la solución y no del problema. Fue ahí cuando arrancaron los demás desplantes casi calcados de la película: Se quejaba del precio de todas las cosas y me lo mencionaba cada vez que podía, no llamaba a la fiesta “casamiento” si no “cumpleaños”, desaparecía horas y horas y nadie sabía dónde estaba, me sometía a disertaciones interminables acerca del feminismo y la cuestión del matrimonio, me decía que estaba atrasada y que ya no se usaba estar casado y, lo más espeluznante de todo, un día antes del casorio, me sacó a dar una vuelta en auto y me dijo claramente que si me había arrepentido que se lo dijera, que él paraba todo. En aquel momento dijo una frase que, si no está en la película pega en el palo: “No te preocupes, estas cosas se suspenden”, no me olvido mas. Fue uno de los momentos más raros, más aterradores y más dulces de toda mi vida. Al día siguiente me casaba y mi pobre viejo que apenas se la estaba bancando, después de organizar la fiesta y la mar en coche, me aseguraba que si yo quería, a él no le importaba nada y paraba todo, con tal de que yo estuviera bien.
Finalmente, yo me casé y cuando me vio con el vestido le tembló la pera pero se contuvo. Me acompañó y me entregó como buen padre que es y siempre será, exactamente igual que en la película. No me falló, estuvo ahí aún cuando creía que lo del casamiento era otra de mis tantas “excentricidades”. Es que mi viejo siempre me acompañó a todos lados y me llevó a dónde le pidiera. Esa vez no fue la excepción.
Así que quiero aprovechar este espacio para mandarle un abrazo enorme y extenderlo también a mi mamá. Ellos están en mi casa ahora, mirando la tele, comiendo porquerías y acariciando a mis gatos. Porque aunque nos agarremos de las mechas cada dos por tres, somos de fierro el uno con el otro y tenemos una intimidad que es casi indestructible. La misma intimidad que lograba transmitir aquel film encantador dirigido por Charles Shyer, que hoy los invito a desempolvar, del arcón ecléctico y bizarro que fueron los noventa.