“Los despojamos de sus tierras, destruimos sus cultivos; los sometimos a nuestras leyes que son ajenas a sus costumbres y tradiciones; procuramos que aceptaran nuestros gustos, los cuales les disgustan; los masacramos cuando defendieron a su manera su vida y sus posesiones; y libramos una guerra sin cuartel para que nos reconocieran como el amo”.
Anthony Trollope, novelista inglés que viajó a Australia a finales del siglo XIX.
En el cuento “El Gigante Ahogado”, el escritor James Ballard narra la historia de un ser de fantasía que aparece muerto en las arenas de una playa. Desde esta premisa, la historia va contando como progresivamente esta figura de características mitológicas va siendo no solo olvidada sino degradada a una mera curiosidad, una atracción a la que incluso se la va mutilando con el correr del tiempo, sea por pura malicia o para llevarse un “adorno” a la casa. Desde este lugar Ballard hace una crítica a una sociedad incapaz de apreciar algo maravilloso cuando lo tiene en frente y que en vez de maravillarse con lo inexplicable, lo banaliza hasta quitarle todo su misterio y por ende también toda su belleza. Si uno observa bien el cine de Peter Weir se va dar cuenta que cada tanto aparece esa preocupación por una sociedad que no sabe apreciar lo bello (en cualquiera de sus formas) y de algún modo lo corrompe. El misterio de las rocas de Picnic en las Rocas Colgantes se vuelve meramente una curiosidad local para la atracción turística; los relatos mitológicos y las leyendas tanto de la cultura aborigen de Australia en La Última Ola como de las más antiguas de Indonesia en El Año que Vivimos en Peligro son objeto de desdén o de burla por parte de la mayor parte de la gente blanca “civilizada” de las dos películas; el profesor Keating de La Sociedad de los Poetas Muertos pide a sus alumnos que rompan las páginas de un ensayo que toma la poesía para racionalizarla ridículamente en parámetros pseudomatemáticos; y la épica de liberación de Truman en The Truman Show es percibida por la mayoría de los televidentes como un mero entretenimiento televisivo más. Este no es, por otro lado y como veremos más adelante, el único aspecto que une a la sensibilidad weiriana con la de Ballard, pero si es uno de los puntos de conexión más fuertes entre el escritor de ciencia ficción y la filmografía del australiano. Dicha filmografía ha tenido como último ejemplar The Way Back, película que tuve la oportunidad de ver hace unas semanas y que se estrenó hace tres años en los Estados Unidos con poco público y sin que la crítica le prestara demasiada atención.
Es una lástima que haya sido así, porque uno pensaría que una persona como Weir merecería, al menos por su trayectoria, una recepción más atenta de sus trabajos. Después de todo, no son muchos los cineastas que, como el australiano, han logrado una carrera tan consistente durante tantos años. De hecho, tomada en su totalidad, la filmografía de Weir ha probado ser menos falible que la de sus contemporáneos de la generación New Hollywood. No tiene películas malas (solo hay dos excepciones: La Costa Mosquito y La Sociedad de los Poetas Muertos), tiene por lo menos cinco obras maestras en su haber (Picnic en las Rocas Colgantes, El Plomero, El Año que Vivimos en Peligro, Gallípoli y Capitán de Mar y Guerra) y seis largometrajes restantes que resultan muy buenas películas. Su última obra es, además, y más allá de sus altibajos, notable y muy arriesgada en su propuesta: cuenta la historia real de unos presos políticos que se fugaron de una cárcel en Siberia en los ’40 y caminaron hasta la India cruzando terrenos montañosos y desiertos para huir de cualquier régimen comunista que pudiera volver a meterlos presos. Lo raro del film no es el argumento sino el tratamiento que le da Weir. En principio no se concentra prácticamente en el tema de la fuga (que sucede de manera fugaz, a la media hora de película) ni en la condición de prófugos de los protagonistas. De hecho, nunca se los ve peleando o huyendo contra guardia alguno después del escape, y nunca se habla de la posibilidad de un “posible espía” -a excepción de una chica que rápidamente se sabe que los sigue solo para conseguir comida-; tampoco encontramos escenas en las que los personajes se encuentran en pueblos haciéndose pasar por otra gente mientras temen que su verdadera identidad sea develada. Es más, las escenas en las que esto puede suceder, -como cuando uno de los personajes entra a un pueblo para conseguir comida- son notablemente elipsadas por la película. Lo que termina sucediendo con The Way Back es que se propone menos como una épica llena de acción, aventuras y suspenso que como una épica de la resistencia, en la que el mayor enemigo de los protagonistas es la propia capacidad de su cuerpo para resistir caminatas bajo el desierto, su propia sed, o el ataque de unos mosquitos. Es una película de planos largos en los que se exacerba, más que nada el cansancio y el placer de los personajes cuando logran descansar, o cuando logran encontrar agua de un pozo después de días sin poder acceder a líquido alguno; o cuando asan y comen un animal (uno que se encontraba atrapado en el fango y al que la película nunca muestra intencionalmente como sacan de allí). En medio de esto hay diferentes personajes con sus códigos, miedos, e historias previas. No es una obra maestra pero si es una película diferente, que descoloca por su propuesta. Algo similar pasó hace unos años atrás con el anterior largometraje de Weir: Capitán de Mar y Guerra, una obra maestra mayor que sorprendió a un público que se esperó una película de aventuras común y silvestre, y se encontró con una oda a los territorios inexplorados, una historia de amistad entre un capitán y el médico, naturalista del barco.
Tanto Capitán de Mar y Guerra como The Way Back terminan siendo, finalmente y a su modo, rarezas, híbridos extraños en los cuales superproducciones con estrellas masivas derivan en películas que no terminan del todo de ajustarse a los códigos más convencionales del mainsteam. Film de espectáculo y espectaculares, sí, pero donde la espectacularidad pasa por otro lado y donde la propuesta es, sencillamente, algo diferente a lo habitual. Estas dos últimas películas, de hecho, volvieron a un director que supo tener grandes éxitos de taquilla como Weir, en un realizador que hace películas que parecen mainstream por presupuesto y estrellas, pero que no terminan siéndolo del todo; una suerte de híbridos que quedan a mitad de camino entre querer contarnos historias de aventuras con actores como Colin Farell y Russell Crowe, pero que de pronto se “distraen” en filmar otra cosa, concentrándose más en mostrar paisajes naturales exóticos mientras suena música clásica, o en las sutiles expresiones de amor de sus personajes que en cualquier escena generadora de adrenalina. Son películas que parecen estar industrialmente en el medio de algo, entre el mainstream y el género y un cine dueño de una libertad que parecen exceder varias de esas cosas. Producciones cinematográficas de decenas de millones, con lo último en efectos digitales, relacionadas con relatos con aventuras, pero que no terminan de ser del todo películas de ese estilo.
Es curioso, pero es como si el cine de Weir se haya convertido en sus propios personajes, perdido interiormente entre dos culturas o dos formas de ver el mundo e incapacitado de definirse a sí mismo. El protagonista de La Última Ola es un hombre blanco, que sin embargo tiene poderes de premonición que lo vuelve una figura legendaria indígena; Harrison Ford en La Costa Mosquito habla en un principio del orgullo de comprar productos americanos pero termina la película viviendo (y muriendo) en un territorio selvático alejado de su país natal, algo similar al Crowe deCapitán de Mar y Guerra, quien brinda por la Reina en Inglaterra pero al mismo tiempo se encuentra todo el tiempo de la película fuera de territorio inglés y sin pensar siquiera en habitar otro espacio que no sea un barco en medio del océano. Por otro lado, qué son sino esos estudiantes de La Sociedad de los Poetas Muertos que personas perdidas entre el mundo académico estricto y la mirada del mundo de un profesor excéntrico que les pide que rompan las reglas, al igual que las estudiantes de Picnic en las Rocas Colgantes, dubitando entre la estricta educación victoriana y el recuerdo de unas rocas que les recuerdan todo su salvajismo. Ahí, en esa situación intermedia, es donde le gusta situarse Weir, por eso también en su última película sigue una y otra vez a estos prófugos que no terminan de ser salvajes pero tampoco civilizados, que a veces se comportan como animales que parecen imitar a los lobos y a veces se acuerdan de nuevo de que son humanos y comparten secretos, y miedos, todo mientras tratan de sobrevivir en territorios en los que no pertenecen. Por eso también, como indicó Eduardo Rojas en una extraordinaria crítica de Capitán de Mar y Guerra es siempre recurrente en Weir a la figura del agua, algo que después de todo implica una idea de lo incierto, de lo inasible y que está siempre en movimiento.
Y es curioso, pero el propio comienzo de Weir pareció similar, ya que era un cineasta australiano, que trataba temas muy propios de su país (la discrimación aborigen, la participación australiana en la batalla de Gallipolí, un caso dudosamente real de desaparición que sucedió en ese país a principios de siglo XX) de una manera que no era la imperante en el cine de esa época. No hay que olvidar que PW es, junto con George Miller, el cineasta australiano de los ’70 que mayor repercusión internacional tuvo, y uno de los pocos que logró salirse de ese continente para llegar a Hollywood a hacer películas sumamente taquilleras. Sin embargo, Miller hizo un cine más cercano a las películas de explotación australianas que se estaban haciendo por esa década (la famosa “ozploitation”, que incluso tiene un su haber un excelente documental llamado Not Quite Hollywood: The Wild, Untold Story of Ozploitation!, y que puede verse entero por youtube), films rústicos pertenecientes a géneros como el de artes marciales o terror, o películas que narraban muchas veces historias de violación y venganza o de motoqueros ultraviolentos. El cine bestial de Miller (que llegó incluso al género de películas infantiles con la ácida y oscura Babe 2) empezó justamente con Mad Max y después continuó con una misma lógica física y bestial. Weir, en cambio, presentó desde un primer momento un cine de un refinamiento absoluto, en el que incluso la fascinación de los personajes por lo atávico y salvaje (algo común en su filmografía) es filmado con una delicadeza infinita. Weir es reticente a mostrar violencia extrema y sus bandas de sonido tienden a caracterizarse por la utilización de música calma y relajante (Mozart y Bach son sus compositores más recurrentes) que evoca una finura que contrasta de pronto con la entrega a los instintos de sus propias criaturas. El cine de Weir también es un cine amante del detalle sutil. Por ejemplo en Picnic en las Rocas Colgantes, nos muestra una prestigiosa escuela pupila australiana que va cayendo a partir de un suceso de naturaleza fantástica (unas chicas que aparentemente “desaparecen” tras una excursión por unas rocas colgantes). En una escena, llegando al final de esta película, se ve como estas chicas aprenden danza mientras una profesora toca el piano. En un momento empiezan a descontrolarse e interrogar a una compañera de colegio; mientras esto sucede a Weir le basta con mostrar un plano de la profesora escondida detrás de una silla para demostrar que ésta escuela está en decadencia de autoridad. Cuando ésto sucede además, Weir muestra un plano en el cual se ve a una chica metida dentro de un artefacto que parece salido de una inquisición medieval hecho para “enderezar” la espalda de la misma. Con este plano (un general de segundos de duración como si no se hubiera mostrado nada relevante) Weir muestra que en esta escuela, aparentemente apacible, se utilizaba el castigo físico (1). En su útlima película, por ejemplo, nunca se muestra a los prófugos llorando por alguno de sus compañeros que mueren durante la fuga, le basta mostrar un plano de una tumba hecha artesanalmente con un crucifijo incluido para mostrar que aún en tiempos de supervivencia extrema, esta gente tuvo la gentileza de frenarse a darle a las personas que murieron un entierro respetuoso. Y en La Última Ola un solo momento le alcanza a Weir para mostrar el desprecio total que el hombre blanco siente hacia el aborigen. Se trata del instante en que uno de los aborígenes acusados de un crimen es llamado a declarar y se le hace jurar que va a decir toda la verdad mientras tiene que tocar la Biblia. Es un plano fugaz pero que muestra de manera extraordinaria a un hombre blanco que no tiene en cuenta (ni le interesa) que la persona que tiene adelante no crea en lo que él cree, que a tal punto quedaron marginados los aborígenes del sistema que ni siquiera se contempla judicialmente otras creencias que no sean las del hombre blanco.
Esa escena es también un comentario social e histórico del trato que el australiano blanco le dió a sus pueblos originarios. Después de todo, Australia tiene una historia sumamente oscura al respecto tanto en el siglo XIX como en el siglo XX (además de acciones de exterminio masivo que fueron reduciendo la población aborigen de manera escandalosa y progresiva, hubo leyes abiertamente discriminatorias contra ellos que se sostuvieron hasta 1974). O sea, Weir vivió en un país en donde el hombre “civilizado”, con sus leyes e instituciones masivamente aceptadas sometió violentamente durante décadas a aquellos que eran supuestamente los salvajes. Sospecho, que esta es una situación que a Weir le ha marcado en demasía, al punto tal que la temática del hombre que en nombre de un civismo X termina por cometer actos crueles bajo un marco de legalidad y organización, vuelve una y otra vez en su cine y de diferentes maneras. Las “mejores escuelas” sometiendo a sus alumnos, la antropóloga “civilizada” destruyéndole la vida al obrero de El Plomero, gobiernos y militares que mandan a jóvenes a morir a la batalla imposible de Gallipoli por razones diplomáticas y el régimen deThe Way Back estalinista que organiza cárceles tan legales como aberrantes (2). Y hay acá el otro elemento ballardiano en Weir, en su obsesión por construir infiernos masivamente legitimados y de apariencia limpia y ordenada, como en aquel cuento “Días Felices” en el que el escritor se imaginaba un campo de concentración tan vaciado de todo dolor y problemas que la gente se suicidaba por la depresión de la monotonía. Podría decirse incluso que es el más ballardiano de los largometrajes de Weir, con ese pueblo artificial que de tan feliz y perfecto termina hartando al protagonista de la película.
Frente a esto quizás el mayor de los héroes weirianos es el propio Truman, básicamente porque es el que más radicalmente decide renunciar a todo aquello que lo ata a la libertad que quiere alcanzar: su trabajo, su matrimonio, sus amistades, su familia y hasta su “dios”. Es verdad que cuando Truman cruza el umbral de Seaheaven después de subir las escaleras -al mismo tiempo que la mujer que ama baja las escaleras de su casa-, uno sabe probablemente, que Truman vuelva a otra sociedad y quizás tenga otra familia, y otro trabajo, y esté inmerso en otra cultura, pero eso no es algo que Weir quiera filmar. Es coherente después de todo ya que a lo largo de su carrera Weir tampoco quiso mostrar el futuro de los alumnos de La Sociedad de los Poetas después que se rebelan de las autoridades. En vez de eso decide terminar la película con los estudiantes subiéndose a las sillas y subvirtiendo el orden impuesto mientras todavía visten el uniforme de la institución. Tampoco se nos informa que fue de las chicas de Picnic en las Rocas Colgantes cuando se suben a una carroza de una escuela, que ellas saben está cayendo; o como va a ser la vida del protagonista del aventurero de The Way Back cuando por fin, después de décadas de caminata, puede llegar a su casa con su mujer. Siquiera, Weir nos permite ver la muerte de Chamberlain en La Última Ola, en vez de eso prefiere detenerse en la imagen de esta persona dándose cuenta que todas sus creencias legales y religiosas eran falsas. En general, las películas de Weir prefieren detenerse en ese instante de transitoria anarquía, en el que los protagonistas viven en un momento en el que no hay leyes, ni instituciones en las cuales fiarse y que no existe otra herramienta que no sea el instinto y la espera a un territorio completamente nuevo. Es un estado que, Weir sabe, el personaje está lo suficientemente inseguro de todo y lo suficientemente expectante de lo que va a pasar, alguien que nunca va a banalizar lo maravilloso o lo misterioso diciendo que puede racionalizarlo, ni va a tratar de utilizar algo misterioso de manera “práctica” sino que lo respetará en su imposibilidad de entenderlo por completo. En medio de esa suerte de “pasaje” entre una cultura y otra, en ese momento en que el personaje sabe que ninguna ley es confiable para asentarse, ahí Weir ve que sus personajes han alcanzado una verdadera sabiduría, una que quizás se anule o con la muerte, o bien con el momento en el que, ingenuamente, crean de nuevo que pueden asentarse sobre creencias e instituciones lo suficientemente firmes como para entenderlo todo.
Quizás por eso la película más luminosa -y quizás más brillante- de este director sea Capitán de Mar y Guerra. Allí, Weir describe un territorio que oscila permanentemente entre el descubrimiento y el deber, la incertidumbre de la aventura y el patriotismo, con subculturas que se arman dentro del barco e imponen de pronto sus propias reglas y sus propias nociones de justicia, una pequeña y reducida civilización en un barco que se arma y desarma permanentemente adaptándose a las circunstancias, y una cámara que parece hipnotizada tanto con las relaciones entre personajes como con esa sensación de irresolución permanente. Sabemos que en algún momento algunos de estos personajes que habitan el barco van a tener que volver a tierra firme y darle loas a la reina de Inglaterra, pero sabemos también que ahí no va a estar Weir para filmarlo, que su interés pasa por ese instante pequeño de anarquía en el cual la ley ya no rige y solo nos queda contemplar, sea con placer o con horror, una libertad total y el hecho de no tener que rendirle cuentas a nada ni a nadie.
(1) hay varias razones para pensar a La Sociedad de los Poetas Muertos como una contracara masculina –y mucho más fallida- de Picnic en las Rocas Colgantes. En ambos casos nos encontramos con grupos de jóvenes en una escuela estricta que encuentran en dos figuras (las rocas del título por un lado, la poesía por el otro) la excusa para liberarse. En ambos casos, además, hay un suicidio (dudoso en Picnic…, explícito en La Sociedad…), y en ambos casos se muestra el castigo físico. Que en La Sociedad… sea mostrado de manera mucho más explícita que en ese plano fugaz pero contundente de Picnic… habla justamente del carácter demasiado discursivo y de trazo grueso de la película americana. De hecho, ahí donde el film australiano sólo necesita unas rocas enigmáticas y la curiosidad de las chicas para mostrar su deseo de liberación, el otro film debe acompañar todo con las enseñanzas discursivas del personaje de Robin Williams. Y en un director caracterizado por la sutileza como Weir, los trazos gruesos suelen ser fatales.
(2) no por nada en de The Way Back el personaje más salvaje y bestial de todos es el que tiene un tatuaje de Lenin y Stalin, o sea, el que está más de acuerdo con el poder organizador de turno.