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CRÍTICAS - CINE

El Precio del Mañana, Según Martín Tricárico

Hay directores que hacen películas para poder decir que son directores; y hay directores que son directores porque es la única forma posible que tienen de realizar una película, si el oficio para realizar una película se llamara carpintería serían carpinteros. Esto es muy simple, al menos a simple vista: en el primer caso, importa, básicamente, ponerse la gorrita que dice “director”. En el segundo caso, el fin último, el más importante, es la obra en sí misma: la película. El resto es solo un medio que no importa demasiado. Pero es fácil enamorarse y dejarse llevar por los rótulos, y, creo yo, más aún en el caso del cine, donde tanto brillo puede cegar la visión.

Al respecto, encontré consonancias notables en varios autores. Uno de ellos es Godard (de quién no me considero fan en lo absoluto, ni pretendo elevarlo a ningún pedestal aquí, ni reivindicarlo de manera alguna), en Lecciones de Cine, libro no demasiado recomendable de Laurent Tirard, afirma algo muy notable: “(…) cuando veo muchas películas hoy en día, tengo la sensación de que el director podía haber hecho cualquier otro trabajo sin problemas.” Más claro que el agua: el director podría haber sido de orquesta, de obra de construcción, de proyecto de arquitectura, de fábrica de automotores, de personal de supermercado, o de cualquier cosa que implique una suerte de “cadena de montaje”, dirigir gente, llevar adelante un proyecto (con excepción, quizás, de la orquesta).

Este justamente es un caso de “dirección de fábrica” a secas. Una burla espantosa, una tomadura de pelo monumental al género de ciencia ficción, teniéndo en cuenta el respeto y la seriedad que este se merece. Lo que más me sorprende entonces es el caso del director, Andrew Niccol, que no sólo dirige, sino que también escribe la película. La responsabilidad entonces es doble: no sólo la llevo a cabo, sino que también fue el principal ideólogo.

Y más grave es el hecho de que este hombre fue, tiempo atrás, el director de Gattaca: el Experimento Genético, un film, al menos para mí, de culto entre los de ciencia ficción, que explora de forma magistral una enfermiza sociedad futura donde –habiendo notables influencias en las ideas de Platón, donde establecía principios reproductivos basados en la hipotética exclusividad de razas y mentes supremas, y de la novela 1984 de George Orwell, con la idea del panóptico-; se establecen leyes de supremacía genética entre los habitantes, siendo el único modo de bienestar social. ¿Qué pasó acá che? Esto es grave, porque significa que el tipo podía hacerla muy bien si asi lo hubiese querido. Una cosa es tomar, no sé, a Zack Snyder, quién se encargó de demostrarnos film a film que sin pantalla verde atrás y sin una batería completa de efectos especiales es incapaz de crear, puesto que carece (y literalmente, a causa de la pantalla verde) de fondo, como bien enunciaba Carlos Federico Rey en su recomendable crítica a Sucker Punch, titulada “El NO cine”. Pero Andrew Niccol es alguien que demostró muy notablemente que dentro del género de ciencia ficción podía crear un contenido muy interesante, sin relegar el entretenimiento ni la acción. Pero es evidente que parece haberse dejado llevar por la figura del director que, siendo un experto en su oficio, puede llevar adelante cualquier proyecto cinematográfico. Es triste que también se haya volcado al grupo del “no cine”.

Y más grave todavía es el caso de que, al menos como ideólogo, logró partir de una hipótesis narrativa que, al menos introductoriamente, parecía ser muy interesante y jugosa, que de alguna forma al principio seguía un mínimamente la línea de Gattaca, la idea de la separación de la sociedad en jerarquías marcadas, pero termina siendo casi intencionalmente tirada por la ventana en todos los aspectos posibles.

En primer lugar en el argumento. La trama, si la podemos llamar así, parte, hay que admitirlo, de una idea muy interesante. Estamos en un futuro bastante lejano, se encontró la cura para la vejez (que alivio sería dejar de ver siliconas y esas cosas… ¿vieron como quedó Nicole Kidman? Da miedo, parece el payaso de It) y por ende nos quedamos varados en los veinticinco años para “siempre”. Ahí está justamente el tema: si bien no envejecemos, nuestro regalo de cumpleaños número veinticinco es una pesadilla que, literalmente, puede llegar a ser eterna, ya que se aparece un reloj en nuestro brazo que nos indica el tiempo de vida que nos queda. Igual son piolas, nos dan un año de ventaja al cumplir esa edad. A partir de ahí, se establece la nueva forma de sistema financiero: el tiempo. Cualquier cosa que queramos adquirir, desde el café hasta las expensas, cuestan, literalmente, tiempo. Es una idea original, che, la verdad que sí. Me gustó.

Y lo que, partiendo de allí, podía ser una metáfora súper interesante respecto al sistema capitalista actual, donde, justamente, el tiempo es dinero y el concepto de que para que algunos se enriquezcan, otros deben empobrecerse, es apenas trabajado, y de una forma muy burda. La película no parece tener interés alguno en tomar esa idea futura para reflexionar acerca de las condiciones del presente (como de alguna forma establece el género de la ciencia ficción, con lo cual para los que dicen que no se le puede pedir a una película de género más de lo que el género implica yo les contesto que en este caso ni siquiera cumple los parámetros mínimos del género en cuestión), de remarcar la importancia del tiempo como factor humano, como un bien limitado, y la muerte como un fin necesario en la vida de todos, puesto que si efectivamente fuese eterna, no sería posible, no existiría el deseo; como muy justamente nos plantea Borges en su cuento El Inmortal (en El Aleph, 1949). El ser sin deseo, sin propósito, sin pretensión, donde el tiempo es inexistente, implica un ser muerto. Por ende, ser inmortal es lo mismo que estar muerto.

No. Nada de esto le interesa demasiado a la película. Se menciona apenitas en los patéticos diálogos donde se intenta muy perezosamente realizar algún tipo de reflexión gratuita, y no le queda más remedio, ya que en las acciones, situaciones y personajes esto no aparece por ninguna parte. Y a su vez, esto mismo se vuelve inmanejable, ya que encima los encargados de decir tales “reflexiones” no aportan ni un ápice de credibilidad, pero ya hablaremos de eso.  El único interés hacia el que se encauza dicha idea es jugar a “la mancha” donde todos corren a tocarle la mano a otro para obtener su tiempo y donde a su vez nos corren para sacarnos tiempo y así sucesivamente.

Por otro lado, los actores. No se exactamente quién dictó la regla o ley que reza, al menos implícitamente, que todo modelo (Ryan Phillipe), cantante (Jennifer Lopez, Madonna, Natalia Oreiro), patovica (Dwayne “The Rock” Johnson), jugador de fútbol (David Beckham) u personajes de oficios afines pueden, deben y tienen derecho a ser actores. No lo sé y no estoy seguro que animarme a querer saberlo, por miedo a que me despierte un cuadro de violencia crónica hacia ese alguien. Y por supuesto hay excepciones magníficas como Isabelle Huppert, una modelo que mostró y demostró un talento inacabable hasta el día de hoy. Pero se cuentan con los dedos de la mano. Y personalmente, me atrevo a decirles a Justin Timberlake y compañía, aún sin tener ni querer autoridad alguna que me ampare a hacerlo, que no pueden, no deben y jamás deberían tener derecho a plantarse frente a una cámara de cine. Es insultante, morboso y ridículamente ostentoso. El casting parece estar basado en elegir el mejor corte de carne para mostrar su forma escultórica dejando las emociones y las construcciones internas de distintos estados anímicos para otro día. Como viene la mano y después de haberme enterado de que Juanita Viale aparecío en un film reciente, no me extrañaría en lo absoluto encontrarme a Ricardo Fort un día de estos…

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