A Sala Llena

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El sueño que sueña la divinidad…

El sueño que sueña la divinidad…

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Hoy me desperté en un mundo donde ya no existe Leonardo Favio y anoche me acosté en ese mismo mundo con lágrimas imparables en los ojos. Soñé con los muertos, con iglesias, con la Virgen y soñé, sobre todo, que estaba perdida. Hoy el sol entró por la ventana y la cara, hinchada y dolorida, parece estar aclarándose un poco y mejorando, aún cuando en el estómago todavía está el nudo de la tristeza. En el desconcierto de la noticia me acometió una angustia profunda y pensé que, tal vez, tanto pesar era otra de las manifestaciones de mi propia frivolidad. Yo no lo conocía. Nunca había hablado con él, nunca nos sentamos a tomar un café (como yo soñaba), nunca nos pusimos a charlar de cine y música y lujuria y fiebre. Luego  de darle varias vueltas al asunto sin poder sosegarme, hice las paces con mi desolación. Después de todo, en mi vida, Favio significa muchísimas cosas. Y esas cosas, probablemente sean las que hayan terminado por definirme totalmente.

En el principio, para mí, Leonardo Favio significa mi padre. A mi viejo le encanta su música y había casetes y compactos de él por toda la casa en la que crecí. Escucharlo era como espiar un mundo secreto, desbordado, lleno de incitaciones innombrables que me llenaban el cuerpo y el alma de calor vital. Hasta el día de hoy, enloquezco escuchando sus canciones. Me enamoro de su voz metida en mis pensamientos, de sus palabras agrestes emparentadas con la sangre y la tierra, de sus melodías fatales, eróticas, potentes, humanas, fuertes y perfumadamente románticas. Todavía me exito con todos y con todas, escuchando su voz que se te mete en las venas, como una especie de elixir narcótico. Lo amo y amo lo que me hace sentir: joven, viva, sensual, indómita, imparable, bella, transformada en algo sobrenatural.

Quiero aprender de memoria, con mi boca tu cuerpo, muchacha de abril,

y recorrer tus entrañas, en busca del hijo, que no ha de venir…”

Cuando tenía unos diecisiete o dieciocho años, mi viejo y yo nos metimos en un recital de él. Creo que se llamaba Adonay y era un delirio de canciones maravillosas y enanos en el escenario saltando, dando brincos y rodeándolo de manera enloquecida y surrealista. Recuerdo que el show nos dejó sin aliento. Estábamos muy cerca. Mi viejo se había jugado con las ubicaciones y, prácticamente, podíamos subir a cantar con él. Fue una de las experiencias más bizarras e intensas de mi vida. Adoré el show y eso que, todavía, ni siquiera pensaba en estudiar cine. Había visto algunas de sus películas, supongo que Nazareno…, Soñar, Soñar y El Dependiente tal vez pero, a esas alturas, lo único que me interesaba era bailar su música.

Creo que, recién a los diecinueve, mi amigo Diego Marqués me regaló un libro que atizó el fuego de la obsesión por Favio. Se trataba de Pasen y Vean (la vida de Leonardo Favio) de Adriana Schettini, que publicó Sudamericana y no tenía desperdicio. Me dejó con la boca abierta y, definitivamente, queriendo más. Mucho más.

Me adentré en su universo y me sumergí en su cine. Fui desde Gatica hasta Crónica… con total avidéz y sabiendo que, más que nada, sus películas me hacían sentir inquieta, incómoda. Como si tocaran una fibra o un nervio que me delataba, que ponía al descubierto mis pensamientos pecaminosos y mis emociones incontrolables. Era como si no tuviera el permiso para verlas, y me hallara escondida bajo alguna sábana, espiándolas. Tenían el efecto de un beso en los labios, ardiente y robado, que se quedó para siempre dentro de mí.

Me fui a estudiar cine y me di cuenta de que, de la única manera que podía filmar, era copiándole. Por supuesto, no resultó ni remotamente pero, aún así, sigo intentándolo e intentándolo sin empacho. Porque él es, sin lugar a dudas, EL MAS GRANDE DE TODOS, EL MAESTRO y no tengo remilgos a la hora de querer parecerme.

Cuando se estrenó Aniceto en 2008, me fui a verla al cine. Era tan espectacularmente viva, que tuve que terminar de verla desde el cortinado de la sala, porque creí que me iba a infartar. Estaba en el Village Recoleta y uno de los muchachos de seguridad se había parado a mi lado por si me caía redonda. Aún así, no podía dejar de verla. Era tan hermosa, tan apasionada, tan perfecta. Y la música maravillosa, sublime de Ivan Wyszogrod, se levantaba por encima de las almas de manera asombrosa y las llevaba tan alto, que uno no podía más que admitir que Dios existe. Lo amaba, lo amaba, lo amaba…

_Lucía…

_Qué…

_Nada… que te quiero…”

Leonardo Favio era un “hombre de la tierra”. Caminaba y se movía como si su centro estuviera directamente en contacto con lo más profundo y natural de la humanidad que lo comprometía. Era profunda y honestamente sexual, como hombre y también como cineasta. Tenía un intelecto vasto, brillante y carnal, que sellaba toda su obra y la volvía insuperablemente veraz y sabia. Era inteligente y salvaje  y poseía un instinto virtuoso, que lo llevaba tan lejos como nunca nadie llegó por estos lares. Hizo actuar a Monzón que, de alguna manera, era de su misma casta, de su misma especie. Ahora andarán juntos, haciéndole el amor a las mujeres más bellas, bebiendo de los vinos más dulces y cantando canciones bestiales.

Favio era mágico, Favio era el sueño que sueña la divinidad…

Mi regazo de flores coloradas,

mi arbusto de ramas espinosas,

mi olor de caramelo oscuro

mi piel de santidad lechosa.

Mi amor de lágrima pelada,

mi sol de primavera santa,

mi luz de limosnera alada,

mi voz, que a la dulzura espanta.

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