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DOSSIER

Sobre “El irlandés”: De familias y redes

DE FAMILIAS Y REDES

Hay cosas encerradas detrás de los muros que no pueden cambiar porque nadie las oye.

Yerma. Federico García Lorca

Hace dos semanas que vi El irlandés por primera y desde ese día la película estuvo girando sobre mi cabeza obsesivamente. No soy la única persona a la que vino pasándole eso, teniendo en cuenta la presencia que estuvo teniendo en redes tanto por parte de sus admiradores (muchos) y sus detractores (menos, pero persistentes y con algunos argumentos atendibles). También se estuvo hablando mucho de Scorsese en general y de su relación con los gánsteres, y en este grupo me llamó la atención especialmente una reflexión de Huili Raffo que decía lo siguiente:

“Específicamente sobre la mafia. Una diferencia.

Scorsese: no soy eso pero me gusta eso, me tienta eso, me gustaría hacer eso, me fascina, moralmente no sé, me da lo mismo. En el fondo sé que está mal y soy eso pero no me animo.

Coppola: somos eso y está mal. La única esperanza que tenemos es intentar dejar de ser eso. Y ni siquiera. Probablemente nos salga mal.”

Debo decir que durante mucho tiempo creí lo mismo en relación a estos dos cineastas. El universo gansteril de Coppola parece más transparente en sus valores morales que el de Scorsese. No obstante, en los últimos tiempos he llegado a pensar que la relación es completamente inversa. Es a Scorsese a quien le importa mucho más la cuestión moral, mientras a Coppola le parece más secundaria frente a la idea del poder y las tradiciones.

Calculo que si puede pensarse lo contrario es a causa de ciertas escenas icónicas de la saga El Padrino y películas como Buenos Muchachos o Casino. El montaje paralelo final de la primera parte de El Padrino que contrasta un bautismo con una masacre desatada por Michael Corleone o la figura solitaria de este último luego de matar a su hermano son tan potentes que pueden hacer creer en la idea de que las películas de Coppola tienen algo de fábula moral. Sin embargo, Coppola es más ambiguo y su mirada sobre la mafia italiana o la figura de Corleone (tanto Michael como Vito) está lejos de ser enteramente condenatoria. Por el contrario, en la saga El Padrino la mafia es también la organización que concentra tradiciones y culturas, y sus enemigos son gente tan o más violenta que ellos, y no pocas veces mucho más cínicos. Vito Corleone, tanto en la primera como en la segunda parte, puede ser cruel, pero también justo y capaz de mantener un orden en su comunidad. El propio Michael compara a Vito con un presidente y llama ingenua a su novia Kay cuando esta dice que la comparación es absurda porque “los presidentes no matan gente”. Michael, en tanto, podrá hacer monstruosidades, pero también las hace por el terrible peso de ser el hijo más apto para ejercer un cargo que de alguna manera u otra tiene que seguir. La mafia de Coppola puede ser dañina, puede construir su propio infierno, pero también es verdad que construye cosas, deja legados y puede tener momentos de sabiduría.

La mafia en Scorsese nunca tiene esa función. Los mafiosos scorsesianos destruyen y se autodestruyen, y terminan sus relatos en el mismo lugar donde empezaron: en una foja cero luego de que su existencia de torbellino aniquiló todo lo que tenían alrededor. Por otro lado, son ellos los que voluntariamente caen en un mal y en un círculo de hedonismo engañoso donde piensan que están en un mundo de placeres cuando en verdad no dejan de trabajar nunca. Los mafiosos de Coppola están hechos de decisiones astutas y culturas milenarias, los de Scorsese de impunidad descontrolada y cocaína. 

Si creemos que Scorsese “quiere ser eso”, o ve en ellos algún tipo de valor, es justamente porque ese mundo, tal y como dice Raffo, le fascina. Pero creo que la confusión en la que se cae es pensar que esa fascinación tiene algo de aprobación o le da al film una moralidad ambigua. Hitchcock, por ejemplo, sentía fascinación por la mayoría de sus villanos. Los hacía astutos, profesionales, a veces encantadores. Pero al mismo tiempo sabía que representaban algo malo. No por nada Hitchcock y Scorsese son directores fuertemente católicos, y creo que a ambos les fascina un mismo aspecto de esa religión amplia y abierta a muchas lecturas: la de idea de que el Mal es desgraciadamente atractivo. Horrible por dentro, sí, pero capaz de ejercer una extraña fascinación en su superficie. Esta mostración de un Mal de estas características permite algo a Scorsese y Hitchcock: filmar a sus malos sin juzgarlos desde un lugar desagradable.

Scorsese dedicando el extraordinario plano secuencia de Henry Hill bajando las escaleras del Copacabana junto a Karen, o Norman Bates mirando de forma cómplice a la cámara, son dos formas de entender que el caer en un estado de maldad concede un poder inevitablemente atractivo hasta para el propio director que está detrás de cámara. Por decirlo de manera sintética: el discurso sigue siendo moral porque se reconoce un Mal, pero no es moralista porque muestra que el artista que lo filma entiende que pueda caerse en él.

Quizás el resultado más extremo de esto sea El lobo de Wall Street. Al estar contada a partir desde punto de vista de un genio de la venta y sociópata inescrupuloso como Jordan Belfort, la película se extasía en todo lo que Belfort quiere vendernos: su vida llena de lujos y placeres, y su supuesta capacidad para no tener nunca un castigo real por sus actos. Pero al mismo tiempo la película deja diseminadas entre las escenas figuras que ni el propio Belfort puede disimular. De este modo, en medio de las fiestas y una euforia infinita se cuela su adicción a la cocaína, las muertes de allegados a él afectados por la presión de la vida financiera, la absoluta incapacidad de Belfort de construir una amistad sincera, y hasta su condición de marido golpeador expresada en un puñetazo terrible que le da a su mujer en el estómago.

Pienso que este último puñetazo es el punto máximo donde Scorsese nos advierte que ese Mal fascinante e impune también generó un monstruo en el que nadie quisiera estar y que ni toda la simpatía psicopática y seductora de Belfort puede disimular.

Lo más cercano a un equivalente del puñetazo en El irlandés se da en el momento en el cual un De Niro ya envejecido habla con una de sus hijas y ella le dice que la razón por la cual nunca acudieron a él para que las proteja era porque no sabían cómo iba a reaccionar. Allí uno rememora la escena en la que Sheeran golpeó salvajemente al dueño de un local porque había empujado a la pequeña Peggy. Pero también recuerda otro aspecto en la película que puede pasar inadvertido: la velocidad con la que Sheeran cuenta que se separó de la mujer para casarse con otra. Si la golpiza termina siendo la causa del alejamiento de sus hijas, la rapidez con la que cuenta su divorcio (recordemos que la película está contada por el personaje de De Niro) habla de la poca atención que le prestaba a su familia. De ahí que ya anciano no pueda dejar de asombrarse por algo tan evidente como el hecho de que su entorno más cercano no hubiera querido tener la protección de alguien tan peligroso.

Ahora bien, esa charla con la hija también exhibe otro elemento raro en El irlandés: ser una película que, como muchos relatos scorsesianos, está muy centrada en la masculinidad, pero que a diferencia de otras películas de este director, aparece signada en el fondo por la figura femenina. Hoffa admite que es su mujer la que toma las decisiones más osadas en su profesión; el prestigio de Russell Buffalino está dado por la procedencia de su esposa en las altas esferas de la mafia; nada le duele más a Sheeran que la negativa de su hija Peggy (el faro moral del film) a hablarle; y no parece casual que el protagonista termine de desarmarse cayendo tristemente al suelo la noche misma en que velan a su esposa.

Tanta testosterona mafiosa y recia vencida por mujeres no parece mostrar otra cosa que un mafioso debilitado, una figura icónica en caída libre no solamente porque todo termina cayendo en El irlandés, sino también porque nunca nada parece realmente elevarse de manera extasiada. Por el contrario, hay algo de actitud aniñada o de ancianos en estos mafiosos: Buffalino reclamando que una niña le preste atención, Sheeran lamentándose porque sus hijas no lo ven, Hoffa tomando helado como un niño.

De hecho, hay algo raro en El irlandés, algo que la diferencia quizás de cualquier otra película de gánsteres, y es su forma de oponerse de manera férrea a dos de los aspectos más fascinantes que suele tener este cine. Uno es el de la figura de mafioso como alguien dueño de una libertad amoral. Sea este James Cagney gritando como loco en White Heat o el Scarface de cualquiera de sus dos magníficas versiones: todas formas de mostrar la “capacidad” de esta gente para estar por fuera de la ley. El otro aspecto fascinante que a veces tiene el mundo gánster es su forma de establecer un legado, una continuidad cultural tal y como lo hacía la familia Corleone. 

Pero en El irlandés nada de esto pasa. Por empezar, no solo no hay continuidad en la cultura mafiosa sino que acá las nuevas generaciones parecen hechas para arruinar a las anteriores. Buffallino no puede tener hijos, las hijas de Sheeran no se comunican con su padre, el mafioso Crazy Joe es alguien capaz de secuestrar a sus propios jefes, Tony Pro no respeta ni las más mínimas reglas de etiqueta y es capaz de presentarse en bermudas a una reunión con personas de más trayectoria que él. Y esto no solo parece extenderse a la mafia. El propio Hoffa habla de que los hijos de Kennedy “mataron indirectamente a su padre” provocándole una apoplejía. Una ironía de la película ya que el propio Hoffa será indirectamente asesinado por su hijo cuando este último, sin saberlo, conduzca el auto que llevará a su padre a la muerte. 

Respecto del mafioso amoralmente libre, esto es más claro aún. Frank Sheeran está lejos de ser una muestra de la libertad del mafioso. No disfruta de ostentación alguna (el único “lujo” que se da es la compra de un féretro caro para él, lo que le agrega aún más aire terminal a esta película) y su comportamiento es mayormente el de un empleado. Sheeran es o un asesino; o un conductor de vehículo (sea de una camioneta con carne, sea del auto en el que traslada a Buffallino a la boda de un primo); o un mensajero. La única vez que se comporta como un mal empleado es cuando roba la carne de la empresa (donde, según él, se comportaba de forma ejemplar “salvo cuando les robaba”). Por lo demás, es alguien ajustado a las órdenes no por imbécil (es una persona perceptiva, consciente de sus límites y posibilidades, y capaz de pensar estratégicamente hasta cuando mata, tal y como  sucede en su planificación del asesinato de Crazy Joe) sino porque claramente se siente cómodo en ese rol.

Hay una escena clave al respecto que es el momento en el cual Sheeran le cuenta a Buffallino sus años de soldado. Allí dice que cada vez que le ordenaban matar a alguien, sus superiores lo hacían de forma indirecta. O sea, nadie pronunciaba la palabra fusilamiento, sino que disfrazaban esa orden con algún tipo de eufemismo.

Justamente, su labor como asesino para la mafia va a ser idéntica. De esta manera, nunca le van a decir que tiene que matar a alguien: toda orden es expresada en eufemismos, miradas, sobreentendidos que Sheeran capta al instante como buen soldado. Y qué es la frase “escuché que pintas casas” sino una manera indirecta de hablar del oficio de matar.

En esta imposibilidad de nombrar la palabra “asesinato”, en esta acción que se impone más que nada porque se la calla, hay escondida una figura recurrente en El irlandés, que es la del silencio, la de la necesidad de no hablar de ciertas cuestiones; por respeto, por poder o incluso por miedo.

La figura del silencio es muy recurrente en esta película y ello tiene que ver, claro, con que estamos ante un relato crepuscular y mortuorio. Algo en lo que Scorsese parece insistirnos hasta en la cita cinéfila a El tirador de Don Siegel (película que aparece referenciada en El irlandés cuando Scorsese muestra que se está exhibiendo en un cine de barrio). En aquella obra maestra, John Wayne hace de un cowboy enfermo de cáncer mientras el actor padecía la misma enfermedad. Tanto El tirador como El irlandés son películas que relacionan mucho la vejez del personaje con la vejez de sus actores y la vejez misma de un género; relatos tan terminales que parecen regodearse en su propio fin, en su propia caída. 

Pero el silencio en El irlandés se extiende mucho más allá de la cuestión del género o la muerte. El silencio cómplice es lo que permite que los mafiosos no se delaten entre sí y puedan sobrevivir como organización; y el silencio es incluso lo que permite que ciertos mafiosos puedan ascender en los círculos de poder –“sin nombres” dirá Sheeran al abogado cuando tenga que hablar de su caso del robo de carnes, sabiendo que esto le traerá el favor de la asociación delictiva a la quiere pertenecer-.

Pero el silencio es también lo que marca algunas de las escenas más terribles de El irlandés donde Peggy observa silenciosamente, a partir de las noticias,  los hechos salvajes en los que participó su padre. Finalmente, cuando su padre mate a Hoffa, será el silencio el mecanismo de castigo que ella reservará para él.

Ese último silencio es desesperante porque le garantiza a Peggy y también a Sheeran que nada pueda modificarse, que todo quede perpetuamente hundido en una furia que será imperecedera porque no hay espacio para el perdón sin una comunicación de por medio. Esto mismo lo sabe el sacerdote confesor de Sheeran, quien le pide al protagonista que hable, que se comunique con él para que le muestre algún tipo de arrepentimiento, cuando lo máximo que puede sacarle es un arrepentimiento parcial de esa llamada telefónica a la mujer de Hoffa (filmada con ese sutil jump-cut de Shoonmaker que algunos erróneamente han interpretado como una falla de edición), porque justamente calló donde debía haber hablado. 

La pregunta es por qué, pese a todo esto, Sheeran nos sigue despertando compasión y hasta simpatía. No es un mafioso interesante, no tiene una fascinación oscura y sí tiene todos los elementos nocivos de los mafiosos convencionales. Creo que en algún punto Scorsese quiere mostrarnos que pese a todas sus falencias, sus horrores cometidos en vida, Sheeran comparte elementos demasiado cercanos a cualquiera; de todos ellos, quizás el primero que nos quiere marcar es su inevitable pesar por el paso del tiempo. Se observa al principio, en aquel hermoso plano secuencia que abre la película. Su belleza no tiene que ver tanto con una cuestión técnica (no es una toma especialmente compleja de hacer), sino con el contrapunto que se marca con la música. 

Scorsese elige como canción de fondo In the Still of the Night, un éxito de la década del 50 cuyas lírica y música evocan el romance y la juventud. Es un tema que no tiene nada y tiene todo que ver al mismo tiempo con lo que se está viendo. Lo tiene porque alude a la época en la que esta gente fue joven, pero no tiene ninguna relación porque la canción evoca noches de amor y esa escena transcurre en pleno día, con gente anciana y sola. Lo que sí señala este plano secuencia es que el tiempo ya pasó para estos seres, a los que solo les quedan recuerdos de cuestiones a las que no se puede volver.

Sheeran será básicamente uno de ellos. El protagonista no es, en el fondo y más allá de la gravedad o excepcionalidad de sus acciones y su participación activa en hechos históricos, otra cosa que una persona más evocando un pasado, consciente de que hay cuestiones que ya no puede enmendar. Que hacia el final de la película pida dejar la puerta entreabierta no tiene quizás que ver con su miedo a la muerte (unas escenas antes lo vemos comprar un féretro para sí mismo sin inmutarse) sino con la tristeza de saber que su oportunidad pasó y ya no puede volver sobre ciertas decisiones. Su deseo de seguir de alguna manera en esa vida o en una siguiente probablemente no sea otra cosa que el deseo de arreglar algo imposible. Antes, Scorsese necesitaba la fascinación por el Mal para sentir empatía por sus gánsteres; ahora, es meramente la sola presencia de un hecho humano lo que le despierta esa conexión. De ahí también que El irlandés sea al mismo tiempo su película más seca pero también la más piadosa, aquella que ha dejado la atracción por la violencia y se centra en cuestiones como el alcance de nuestras decisiones, nuestros arrepentimientos, la necesidad de pertenencia y la complejidad de las relaciones afectivas. Cuestiones en el fondo comunes a todos, que uno presumiría especialmente relevantes en el ocaso de una existencia, e insertadas en un mundo de poder que solo parece común a unos pocos.  Una obra maestra mayor, y uno de los grandes largometrajes de nuestro tiempo.

@ Hernán Schell, 2019 | @hernanschell

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

Otros textos sobre “El irlandés”:

Crítica de Ángel Faretta LINK

Crítica de Álvaro Arroba LINK

Sobre una escena de “El irlandés”: Un mensaje siciliano, por Melina Cherro LINK

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