A Sala Llena

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En viaje con Pauline Kael (1)

En viaje con Pauline Kael (1)

—Suerte que se despertó, Pauline. Ya dejó de nevar y en una hora pararemos a cargar combustible y a tomarnos un café con unos croissants. Está bien, para usted unas donas… ¿Sabe una cosa? Durante su sueño, tan profundo, me pareció que musitaba una palabra… ¿La recuerda?

—…

—¿Qué? ¿Rosebud?

—…

—Ah, no… Rose Budnick… Dígame, ¿amaneció graciosa, Pauline? ¿Cómo que no? Esa es una broma de Rifkin’s Festival, y no me va a decir que ahora, después de tantos años, le gusta Woody Allen. ¿Pero cómo hizo para verla, si usted…?

—…

—¿Qué si a mí me gusta? Mire, yo no sería capaz de utilizar un verbo baladí como “gustar” cuando hablo de él (¡cómo la consiento con los adjetivos que la seducen, Pauline!). Mi relación con Woody Allen va más allá del cine, empezó a mis 15 años. ¿Usted podría hablar de alguien que la acompañó casi toda la vida, en las buenas y las malas, como de cualquier director de los cientos que salen a diario y que se olvidan de inmediato?

—…

— ¿Cómo lo descubrí? No fue en el cine. A esa edad yo participaba de un curso de inglés donde, como es habitual, había varias chicas que me gustaban; sobre todo una, M. del C. Una morochita inteligente, pícara, de ojos oscuros y vivaces, y una sonrisa ligeramente malévola. Como la suya, Pauline.

—…

—No, por favor, no sea metiche. Aquí se hablará con iniciales, como en las novelas del siglo XIX, ya bastante con que le confiese ciertas cosas íntimas. Pues bien, una tarde, para impresionar a M. del C., antes de ir a clase me compré en un kiosco del barrio la revista “Time”, y la llevé al grupo de inglés entremezclada con mis apuntes y libros. Me había propuesto que M. del C. creyera que yo leía revistas en inglés. ¿Y sabe quién estaba en la tapa de esa primera “Time” que compré en mi vida? Ya lo adivinó, ¿verdad? Jovencito, esmirriado, sentado sobre el piso; camisa escocesa, jeans, zapatos charolados combinados, aferrándose las rodillas con los brazos y mirando a cámara como si preguntara desde entonces: “¿Ya está? ¿Puedo irme?” Nunca me voy a olvidar de esa tapa: “Everything you always wanted to know about Woody Allen”. M. del C., la vio. ¿Cómo no la iba a ver si sólo faltaba que fingiera que se me caían los libros y se la arrojara sobre la falda? Como al descuido, por supuesto. La tomó entre sus manos y, casi con desdén, me preguntó: “¿Quién es este tipo con cara de nada?”. Y yo, que antes de ir a la clase ni tiempo había tenido de hojearla, debí reconocerle: “No lo sé”. “¿Y qué hizo?”, agregó. Con una mortificación visceral, debí admitirle: “Tampoco lo sé”. “Ah”, dijo entonces M. del C. con una sonrisa burlona, y remató con impecable lógica mientras me la devolvía: “¿Y por qué no te comprás alguna revista que puedas entender?”. Ese fue el momento mágico, Pauline, invierno del 72, el frío invierno del 72 cuando el cine Metropolitan estrenó El Padrino y Plácido Domingo debutó en el Teatro Colón, el momento de esa magia que a él tanto le gusta en que Woody Allen y yo, sin siquiera conocerlo, fuimos la misma persona. Desde entonces, jamás nos separamos. Años más tarde, mientras veía Sueños de un seductor, tuve la sensación de que él había reproducido mi historia con M. del C. ante la chica que le presentaba Diane Keaton, cuando presumía ante ella, en lugar de con la tapa de “Time”, con esa ridícula medallita ganada en un torneo escolar, o cuando le mostraba un disco de jazz y el vinilo salía volando del sobre. Ni un amigo real me habría comprendido tan bien como él.

—…

—Sí, ya sé que Sueños de un seductor es de Herbert Ross, pero el libro es de él. Qué raza insoportable la de los críticos, perdone usted, Pauline. Continúo, y le prometo que intentaré ser más preciso. Desde esa inolvidable tarde me propuse conocer todo lo que se refiriera a Woody Allen. Leí el artículo de “Time”, desde luego, ayudado por mi Webster’s, y el fin de semana siguiente descubrí, con gran regocijo, que en el Rosedal de Palermo pasaban, dentro de su continuado de tres películas, “Robó, huyó y lo pescaron”. ¡Qué panzada! No podía creer que existiera tanta invención junta. La vi dos veces, es decir, llegué con la película algo empezada, y me quedé a ver las otras dos (un western, la otra de terror) hasta la siguiente sesión: pero no vi sólo los pocos minutos que había perdido, sino que la vi entera, una vez más. Mi amigo entrerriano, el gran locutor L.G., me confesó una vez que la escena en que la lluvia le disuelve el revólver de jabón embadurnado es una de las que más lo ha hecho reír en el cine. ¿Ha visto, Pauline, cómo Woody Allen conecta tantas personas en mi vida? Y todavía no le he contado nada.

—…

—Espere, no sea impaciente. Ya en la facultad trabé amistad con una descendiente de filipinos, F.H., que era más fanática que yo. Llegaba a clase con los diarios marcados: “Oye, están pasando El dormilón, no te la pierdas”. Y así, poco a poco, fui viendo todas las de la primera época, especialmente en el Cosmos 70, algo rayadas, con cortes, como se veían entonces las películas más viejas. Todo lo que quiso saber sobre el sexo…, La última noche de Boris Grushenko, Bananas. ¡Ay! Nunca me arrepentí tanto de haber ido a ver Bananas con un grupo de la facultad. Lógicamente, Filosofía y Letras, todos indignados por el “anticastrismo” del capitalista Woody Allen. ¡Y justo en el templo de Sovexport Film de Moscú! ¡Imbéciles! Creo que hasta hicieron esfuerzos para no reírse en el sketch de la revista “Orgasmo”. ¿Quiere una croissant? No están muy frescas, pero todavía faltan unos kilómetros para llegar.

—…

—¿Qué vino después? Vinieron el Oscar, la fama, la popularidad: Annie Hall. Los cines empezaron a llenarse de gente que, de otra forma, nunca habría ido a ver una película suya. Por suerte no duró demasiado: pero los que sí quedaron abonados, Pauline, ¡ay!, fueron los psicoanalistas. Supongo que usted ya sabe que algunas de mis mujeres fueron de esa profesión, de modo que debí sobrellevar interminables noches de sábado, con el aire viciado por el humo de las pipas y los centenares de interpretaciones sobre la renegación, la represión y el deseo en ¿Qué pasa, Tiger Lily? ¡Y no le digo nada con Interiores ¡¡Un festín! Había uno, E.T., el más denso, campeón de la asociación libre. No sabe usted las ganas que yo tenía de encontrar a Woody oculto tras la cortina del living y llevárselo a E.T., tal como él hacía con Marshall McLuhan ante el pesado de Annie Hall, y que le dijera en la cara: “¡No es así, palurdo! ¡Usted no entendió nada!”

—…

—Ésa fue la última película que vi como ciudadano “de a pie”, es decir, pagando entrada. Con Manhattan ya estaba en el oficio, pero comentaba libros, no películas, y quien me invitó a la función privada (cine Luxor en la calle Lavalle, una gloriosa mañana de diciembre) fue un amigo de los varios que, a pesar de que disfrutaban a Woody Allen hasta el arrebato pasional, después abominaron de él. Y le estoy hablando de los 70, antes de todo lo que usted ya sabe. Este amigo, con el chiste que hace Allen sobre Grandma Moses, saltó en la butaca con espasmos, como si estuviera electrocutada. No recuerdo si ese mismo día, o al siguiente, nos enteramos de que el Ente había prohibido la película, lo cual nos convertía en privilegiados. La censura había pedido no un corte sino la supresión de los subtítulos cuando Meryl Streep le informa que lo abandona por otra mujer. Pero Woody Allen se negó. Yo desesperaba por volver a ver ese blanco y negro en panorámica, escuchar la música de Gershwin, el monólogo inicial, Chapter One… ¡Qué maravilla del espíritu! Solución: le propuse a mi novia de entonces, A., también psicoanalista, que nos tomáramos unos días en Punta del Este. Ella se sorprendió gratamente porque a mí jamás me interesó Punta del Este, y hacia allí fuimos. Lo primero que hice, claro, fue sacar las entradas para Manhattan, que disfruté más que la primera vez. A la salida, ella me dijo que también le había gustado, y que le hizo recordar a una novela de Sidney Sheldon. Al regresar a Buenos Aires nos separamos.

—…

—…No se asuste, Pauline, que no la apabullaré con toda la filmografía, ni las cosas que escribí sobre ella, ni las gentes que conocí, amé y odié con cada título, y que quedaron vinculadas a ellos para siempre. No nos alcanzarían varios viajes. Creo haberle dicho alguna vez que yo hago como los griegos con las Olimpíadas. Fijo en mi mente un año de acuerdo con el estreno de cada uno de sus films; si usted me dice 1983 pienso Zelig, si es 1984 pienso Broadway Danny Rose, si 1986, Hannah y sus hermanas; si 1991 Sombras y niebla, tan injustamente atacada; si 1995, Poderosa Afrodita, la gloria en estado puro; si 2010 Conocerás al hombre de tus sueños, película portentosa que pasó sin pena ni gloria. Pero, discúlpeme, debo detenerme en dos años en particular: uno, por una película; el otro, por un hecho personal.

—…

—¿La película primero? Crímenes y pecados, 1989. La vi una noche en el microcine de Aries (¡cuántas cosas han desaparecido en Buenos Aires!), porque en ese entonces a Woody Allen lo distribuía Orion, y Aries a su vez distribuía todo lo de Orion. Los créditos habían terminado, las luces estaban ya encendidas, el operador esperaba que me fuera para cerrar todo, y yo no me podía levantar de la butaca. Lo hice con esfuerzo, salí a Lavalle casi sin saludar a nadie, de allí caminé a Callao, de Callao a Córdoba, y desde allí directo a casa. No podía dejar de caminar. Sentía que había asistido al estreno de una película de Dreyer, para no mencionarle otros directores que quizá la irriten, Pauline. Woody Allen, que alguna vez había dicho que antes de morir quería filmar una obra maestra, ya la había hecho. “Dios es un lujo que no me puedo dar”, la culpa, la imposibilidad de la redención, la ceguera de la fe, la futilidad del optimismo, la traición. Y, por si algo faltaba, hacia el final, el mejor chiste de su carrera: el de la correspondencia amorosa plagiada a James Joyce. No, no se lo voy a contar, vuelva a ver la película. ¿Seguro que no quiere una croissant? Y bien, mientras caminaba, en mis oídos no dejaba de resonar ese primer movimiento del Cuarteto 15 en Sol Mayor que Schubert compuso para él. Porque a mí no me engañan: Woody Allen se lo encargó a Schubert, otra música habría sido imposible. Esa noche supe que, a partir de entonces, ninguna otra de sus películas la igualaría. Era imposible. En 2005 estrenó Match Point, que fue un comentario, un ensayo, el adagio de Crímenes y pecados, pero no igual a ella. A propósito: si alguna vez su alma está oscura ni se le ocurra escuchar, en un disco de 78 RPM, “Mi par d’udire ancor” de Bizet por Enrico Caruso. Es el aria más triste el mundo, y es con la que comienza Match Point.

—…

—Ah, la historia personal. Pues bien, en 1993 viajé por primera vez a Nueva York. Manhattan espléndida, y ahora en colores; todavía seguía en pie el World Trade Center, y estaban abiertos Elaine’s, y Tower Records con sus varias sucursales, y Virgin Records en Times Square, y Border’s, y los muchos negocios boutiques que vendían VHS y laserdiscs de culto en el Greenwich Village. Es decir, todas las cosas que hacían de este mundo un lugar más habitable y que ya no están más. ¡Y, por supuesto, también estaba abierto el Michael’s Pub, calle 55, donde todos los lunes tocaba en vivo Woody Allen con su New Orleans Jazz Band! ¿Adivine adónde fui primero? Era un sábado, faltaban dos días, pero había lugares disponibles. Sin embargo, antes de hacer la reserva para la cena-show, quise asegurarme y le pregunté al hombre de la boletería: “¿El lunes actúa el señor Allen con su orquesta?” Sin siquiera un eco de cortesía me respondió: “El lunes actúa la orquesta del señor Allen. Él a veces viene, y a veces no”. Ajá, insistí con otra pregunta inútil: “¿Y no se sabe de antemano cuándo viene?” “No”. Sólo quedaba reservar los dos cubiertos, y cruzar los dedos…

—…

—Sí, con otra psicóloga. Pero espere: mientras pagaba, mi audacia llegó al punto de decirle: “Cuando viene el señor Allen, ¿lo acompaña su asistente de prensa? Porque yo soy periodista argentino y me gustaría conversar con él aunque más no fuera unos minutos después del show”. Entonces le extendí mi credencial profesional de prensa. La miró sin tocarla como si le hubiera mostrado la tarjeta de la Comunidad Coto o la de descuentos de Supermercados Día. Sólo repitió “No”, y me entregó las entradas.

—…

—Y bien, llegó el lunes. Salón agradable, quedaban –para mi sorpresa- algunas mesas vacías. Sirvieron rápidamente la cena, unas pastas con carne que no estaban nada mal. A los postres se atenuaron las luces y, por el pasillo lateral izquierdo, entraron los músicos de la New Orleans Jazz Band y se ubicaron en el pequeño escenario. Él no estaba. En fin, ya me había hecho a la idea antes de entrar, pero me deprimí. Aplausos moderados, la orquesta arrancó con el primer tema y mi depresión iba en aumento. Nuevos aplausos, siempre educados, y empezaron con el segundo. Mi alma ya estaba como la de la Noche Oscura de San Juan de la Cruz. Y fue en ese momento que, con el rabillo del ojo, me pareció ver que entraban, también por la izquierda, dos personas que en la penumbra juzgué como dos espectadores rezagados. Hasta que volví la cabeza y los vi, ya no detrás de un vidrio oscuro sino cara a cara: eran Soon-Yi y Woody Allen. Mi corazón dio un vuelco. Ella se quedó sentada, el de pie con el clarinete en la mano, esperando que la orquesta terminara con el tema. Aplausos educados una vez más, y él subió y se acomodó entre los músicos. El tercer tema arrancó, el sonido de su instrumento sobresalía en el conjunto. Por la disposición de mi mesa habíamos quedado casi frente a frente: yo lo miraba a los ojos esperando un contacto visual, un milagro, aunque fuera de un segundo, para que él se diera cuenta de que era yo ese adolescente petulante que había comprado en 1972 la revista Time, pero no fue así. Estaba concentrado en su música y en la música no hay espacio, sólo hay tiempo. Cuando terminaron el ¿sexto? tema esperó el fin de los aplausos educados, se levantó, y se marchó de allí con Soon-Yi. La banda tocó otros dos temas, y luego nos invitaron a todos a irnos. Esa era su estrategia: no sólo no era posible hablar cinco minutos con él sino siquiera saludarlo. Y lo bien que hacía. Nadie salió de allí caminando como Bogart en “Sueños de un seductor”.

—…

—¿Cómo dice, Pauline?

—…

—¿Rosebud? … ¿Rose Budnick otra vez? Oiga, ¿seguirá haciendo la misma broma hasta el final del viaje?

—¡…!

—¡Ah, perdóneme, Pauline querida! ¡No la había entendido! ¿Era eso lo que quería decirme desde hoy y yo no la comprendía? Rose Purple, Purple Rose of Cairo, La rosa púrpura de El Cairo. ¿Es su película favorita, verdad?

—…

—Claro que sí. Entrar y salir de la pantalla a voluntad, detener el tiempo. No sabe la hermosa sonrisa que tiene ahora, Pauline. La música sólo es tiempo, pero es incapaz de detenerlo. Sólo el cine lo logra. Usted volvería a tener 15 años, yo también, y estaríamos los dos en blanco y negro metidos en la película. Y por fin, Pauline, por fin podría responderle a la hermosa y engreída de M.del C., que también se vería en blanco y negro: “Ese tipo con cara de nada se llama Woody Allen”. ¿Y qué hizo? “Nos hizo la vida un poco más feliz”.

 

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