—Anoche soñé que volvía al Polidor.
—…
—No, no a Manderlay, Pauline; con Manderlay soñaban Rebecca y Hitchcock. Yo soñé con el Polidor, el restaurante del Barrio Latino, el de la Rue Monsieur Le Prince, a pasos de la rue Racine. ¿Nunca fue? Pero seguramente lo conoce de nombre, ¿o no leyó “62/Modelo para armar”? ¿Ah, tampoco? Justamente usted, una chica de los 60. Pues entonces tendremos que ir alguna vez, Pauline. Usted no puede pasar por la vida, en fin, por la eternidad, sin haber comido alguna vez en el Polidor. Allí están todos los fantasmas, sólo falta usted, y la reclaman. Los patafísicos, Boris Vian, Sidney Bechet. Y Julio, por supuesto. También está siempre el reflejo de un comensal gordo, de espaldas a nosotros, en la segunda mesa, como si la imagen de su nuca estuviera pegada en el espejo a fuerza de haberse reflejado tantos años. Cada vez que sueño que estoy sentado a esa mesa me da terror imaginar su rostro. Porque si hay algo que distingue al Polidor del resto de los restoranes (y le hago el cacofónico juego de palabras a propósito, para que vea lo feo que suena hablar de un “resto” a secas, sobre todo en Palermo) es la abundancia de sus espejos. Esos espejos que tanto le gustaban a Bioy pese a la mala fama que les creó Borges. Sí, también lo otro le gustaba a Bioy, y cómo…
—…
—Sí tiene razón, Pauline, me desvío fácilmente del tema. Vuelvo al Polidor y al reflejo del gordo que pide un bife casi crudo, o saignant, o rare, como dicen ustedes. ¿Qué tiene de especial ese restaurante? Pues, además de sus espejos, sus manteles rojos y blancos, sus platos y cubiertos baratos, y un precioso ambiente de fonda de barrio, una fonda grande, bastante rústica, que espanta a esos turistas sofisticados e ignorantes de su historia. Debo reconocerle que me preocupó que se volviera famoso cuando Woody filmó allí una escena de Medianoche en París. No vaya a ser que ahora, pensé… Pero no, por suerte no. Desde luego, ¿cómo no iba a filmar en el Polidor si por allí también pasaron desde Verlaine y Rimbaud a Hemingway, Gide, René Clair y Prévert? Por eso, si vamos alguna vez, y sé que iremos, usted póngase anteojos oscuros, como esas estrellas de cine que entran de incógnito a un lugar público. No levantemos la perdiz. Iremos a sentarnos al fondo, frente al gran espejo que duplica precariamente la desteñida desolación de la sala.
—…
—No, no hablo así, Pauline. Sólo estoy citando a Jullo, discúlpeme, tiene que leerlo. Y pediremos una botella de Sylvaner bien frío, claro que sí. Ah no, fumarnos un Gauloise ya no podemos, hoy no se permite. La tengo que poner al día de muchas cosas, me parece.
—…
—¿Cómo llegar? ¿En Concorde me dijo usted que estaba? Muy sencillo, toma la línea 12 del metro y hace cuatro estaciones, Asemblée Nationale, Solférino, Rue du Bac y se baja en Sèvres Babylone, ahí combina con la línea 10, ojo, dirección Gare d’Austerlitz, no vaya a tomar la dirección contraria porque puede terminar en el Bois de Boulogne y usted no es una dama a la que le convenga pasearse por allí de noche, acuérdese de la película de Bresson; bueno, va en la dirección correcta y son sólo dos estaciones, Mabillon y Odéon, ahí sale y el Polidor está a unos pasos.
—…
—¿Por qué me mira así, Pauline? ¿Está pensando lo mismo yo? Sí, creo que sí. ¿Ya estuvimos allí, verdad? Fue aquella vez en que ese cine que queda, o quedaba frente al Odéon, había programado un ciclo Lubitsch. Ya sé que ese no es un dato muy distintivo porque siempre, en el Barrio Latino, hay ciclos Lubitsch, pero ese era un ciclo especial, más completo, no sé. No existía ni el streaming ni los sitios ilegales y era la única forma de ver clásicos que había entonces.
—…
—A los nuevos sitios ilegales, me refiero; ya le dije que la tengo que poner al día. Pero déjeme seguir. Y nos encontramos, usted y yo, la tarde que daban The Shop Around The Corner, y la vimos juntos. ¿Se acuerda? Por supuesto, cómo iba a olvidarlo. Lo que no entiendo entonces es por qué no nos acordamos, ni usted ni yo, de que después de ver la película fuimos al Polidor, que también está around the corner. No, ahora que lo pienso no fuimos directamente; primero quiso usted pasar por aquella librería de Saint-Germain-des-Prés para comprar esa novela ilegible de Michel Butor en la que habla de Chateaubriand. ¿La leyó alguna vez? ¿Ha visto? ¿Qué le dije yo? Deberíamos haber ido directamente al Polidor y quizás hoy lo recordaríamos. Nosotros dos, hablando de la película de Lubitsch, felices, fumando un Gauloise antes de tomarnos una buena sopa de calabaza, porque hacía mucho frío esa noche. Pero ese sólo hecho, ese desvío por la librería para comprar el libro de Butor, esa modificación, cambió nuestros destinos para siempre. Y nuestra memoria, Pauline. Por eso, cada vez que sueño que vuelvo al Polidor, usted no está. Sólo están sus manteles cuadriculados rojos y blancos, sus cubiertos baratos, y la espalda del comensal gordo que ordena su bife casi crudo, reflejada en el gran espejo que duplica precariamente la desteñida desolación de la sala.