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CRÍTICAS - STREAMING

Rubia (Blonde)

Joyce Carol Oates publicó en el año 2000 una novela de crudeza irredenta en la cual ficcionaba, desde la libertad de creación, los hechos biográficos que definieron y torturaron la existencia de uno de los mitos imperecederos del siglo XX. Blonde era la interiorización de la personalidad traumatizada de Norma Jeane Baker. Se acercaba a ella para explicar las mayúsculas contradicciones que marcaron a fuego la imagen pública y la naturaleza humana de Marilyn Monroe/Norma Jeane. Adaptar ese torrencial texto de cerca de mil páginas era tarea inasequible. Vemos ahora cómo ese balance de imágenes devenidas descenso a los infiernos ocupan una pantalla necesariamente convulsa, después de tres años de demora. Buena parte de ellos protagonizados por el pulso entre Netflix, productora del film, que consideraba demasiado explícito en materia sexual el filme y pretendía suavizarlos en un remontaje, y su director Andrew Dominik, que se negaba a ceder ante la posibilidad de que la película recibiese una calificación por edades que perjudicase la carrera comercial del filme. De lo que resulta no puede aquilatarse a ciencia cierta cuántos pelos se dejaron una y otro en la gatera. Tengo la sensación de que -por los niveles de riesgo formal que la película asume, muy alejada del target del público mainstream– es Dominik el que se ha llevado el gato al agua en este nuevo acercamiento a la mitología norteamericana, después de haber rodado El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, donde desfiguraba otra figura esencial del relato de la leyenda, en aquel caso, uno de los más destacados pistoleros del star-system del Far West. 

En Blonde, Dominik adopta una serie de decisiones de radicalidad casi suicida. La descomposición narrativa es ácido sulfúrico sobre cualquier convención no ya del biopic sino del cine dramático escalonado. Y vierte su torbellino de soluciones visuales sobre lo que fue el maëlstrom vital de Norma Jean Baker –ya malherida en su infancia- que se agravó hasta alienación insoportable cuando el personaje –la actriz- terminó por demoler lo que quedaba de la mujer. Esa confrontación de Norma Jean con la estrella, a la que ella llama en la novela “su amiga mágica del espejo”, está definida por un equilibrio imposible y por el estallido de toda la cristalera o el cóncavo escaparate que mostraba al mundo a la más conseguida decantación del Hollywood de las muy rentables imposturas. 

Fiel en esto al texto de Carol Oates, Andrew Dominik sostiene su aluvión de estocadas  en el alma de su personaje sobre una carencia y una pulsión: la primera es la ausencia de la figura paterna. Ese hombre al que no llegó a conocer y cuyo placebo se pasó buscando toda su vida en sus maridos -Joe DiMaggio, quien la maltrataba físicamente, y Arthur Miller, quien la hirió en su autoestima intelectual, al no considerar nunca su profundidad más allá del estereotipo- y también, en los últimos meses de su vida, en la relación paterno-filial que se estableció entre ella y Clark Gable durante el rodaje de aquella gloriosa vitrina tanática que fue The Misfits, de John Huston. No entiendo bien que Dominik, quien no duda en subrayar –hasta más allá de lo necesario-  esa necesidad de protección de Marilyn Monroe prescinda de ese esencial encuentro con Gable, que ocupa buena parte de los últimos capítulos de la novela. Y qué otra cosa más que un padre era ese Gable. 

Y la pulsión – la de ser madre- se ve confrontada con algunas de las más explícitas violencias que sufrió por parte del poder, llámese éste los grandes estudios, que no aceptaban a una Marilyn embarazada, o la Casa Blanca, en el humillante trato que le propinó Kennedy y en los abortos forzados en el momento de esa relación por hombres del gobierno, algo más que insinuado en uno de los muchos momentos de montaje volcánico y desaforado que parece que van a llevarse a Norma Jean Baker por el sumidero. Sobre este aspecto toma Andrew Dominik la que es una decisión no solo errada: la presencia de ese feto que habla –literalmente- a su madre y que le reprocha no haber nacido es, mucho más que una inconsciencia, una vileza ideológica, mucho más atendiendo a la situación presente de los Estados Unidos con su flamígera legislación antiabortista. 

Ese dislate casi invalidante es un islote en medio de ideas tan feraces como la de difuminar la existencia real de Marilyn Monroe: la solución visual de introducirla, a través de efectos digitales, junto a George Sanders en el plano real de All About Eve, o con Tony Curtis en el coche cama de Some Like It Hot nos empuja hacia esa ideación de una Marilyn intemporal. Y también hacia un distanciamiento teatral de la veracidad, que hace que ese vértigo de la mujer por no integrarse con la actriz se apodere de este espectral viaje por las fracturas sin solución de una vida disociada. También la mimetización hasta la exactitud de fotogramas icónicos del mito (en especial, la serie fotográfica de Cecil Beaton), que sitúa a Ana de Armas en aquellas fotos, prefigura ese vacío, ese horror vacui de una Marilyn que nunca se siente apreciada por sí misma. Y que solo parece reconocerse –desde el presente, o en otro tiempo- en el celuloide o las imágenes inmortalizadas en estudio de su -inexistente- vida cotidiana. 

Y luego está la voracidad del deseo de la maquinaria industrial que la poseyó. La canibalización que va desde el productor que abusa de ella al comienzo de su carrera hasta las multitudes masculinas que braman en plano picado o en amenazante acoso frontal ante las escalinatas por donde desciende Ana de Armas, de nuevo intrusa enseñoreada del celuloide genuino de Gentleman Prefer Blondes. 

Porque  hay que decir ya que esta mayúscula elegía de la más tremenda de las fragilidades que es Blonde no podría entenderse sin la manera en que la actriz cubana se tira sin red, se adapta cada segundo a los cambiantes registros de la muñeca rusa, de la agonista cuyo suplicio solo se explica desde la crueldad fundacional y esquizofrénica que rodea a la figura del mito. Es la de Ana de Armas una emulación tan minuciosa como visceral de ese tormento interior y de sus divagaciones. 

Con la irregularidad, seguramente inesquivable, de quien toma tantas decisiones de riesgo extremo, Andrew Dominik lega con su película el “puzzle imposible” –decía Joyce Carol Oates que ésa era la única manera de entender lo que fue la dualidad autodestructiva de la actriz y de la mujer- que conforman cada una de las piezas o de los espasmos de las despedazadas plegarias no atendidas que reverberan en Blonde. 

(Estados Unidos, 2022)

Guion, dirección: Andrew Dominik. Elenco: Ana de Armas, Lucy DeVito, Garret Dillahunt, Adrien Brody, Bobby Cannavale. Producción: Dede Gardner, Jeremy Kleiner, Tracey Landon, Brad Pitt, Scott Robertson. Duración: 166 minutos.

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