A Sala Llena

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Estados alterados…

Estados alterados…

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¿Han tenido alguna vez un ataque de pánico? ¿Lo han sentido? ¿Han perdido por completo el control de ustedes mismos, de verdad, sin barandas de donde agarrarse, sin frenos, sin filtros? Para los que no lo saben, yo los he sufrido toda la vida. De chica, en forma de terrores nocturnos; de grande, en forma de cosas que van cambiando de aspecto a penas comienzo a acostumbrarme. Miedo a morir, miedo a desaparecer, miedo a las enfermedades, miedo a mí, miedo al miedo…

Verán, el ataque de pánico es como una pesadilla en la vigilia. Casi todos hemos tenido ese sueño en que no pasa nada particularmente especial, nada está fuera de lugar, nadie nos corre por pasillos oscuros con un hacha o intenta masticarnos el corazón con una dentadura de madera… No, solo estamos ahí tomando un té con un amigo de la infancia, charlando nimiedades en algún jardín verdoso, creado minuciosamente por nuestro inconsciente y, sin embargo, nos sentimos aterrados. Hay algo en el sueño que es espantoso, tétrico, mortal, triste, angustiante, sórdido. Un estado, una sensación, un pensamiento ininteligible que flota por el sueño descarriándolo todo. Así bien podría describirse mi alteración. Un estado de alerta que no responde a ningún estímulo lógico, que no se corresponde con lo que sucede en la realidad. ¿Por qué diablos voy a tener tanto miedo, tanta angustia, tanta tristeza mortal, si estoy en mi sofá, comiendo una naranja? La realidad es que nadie lo sabe certeramente. Hace desde los seis años que hago terapia (de todos los colores) y con algunas intermitencias. Tomé pildoritas, practiqué Yoga, traté con curas, médicos, homeópatas, psiquiatras, psicólogos; le puse el pecho, se lo saqué, medité, hablé y recontra hablé sobre ello y también escribí y recontra escribí. Pero, por alguna extraña razón, aún cuando he logrado pasar meses y meses sin ningún episodio, un mal día, vuelven. Se quedan una noche tal vez, un día entero, dos… Nunca se sabe. Y ahí estoy yo, esperando que vuelva a salir el sol sobre mi cara y que la angustia se desvanezca. Mi psicóloga desalienta (¿no odian cuando alguien empieza así una frase?) mi comportamiento anacoreta durante, lo que llamaré para ustedes, “mis temporadas recalcitrantes”. Así es que, me alienta a que salga de mi casa, me exponga al miedo, trate con gente y no meta mi nariz ni en un libro, ni en la tele, ni, menos que menos, en el cine. Qué puedo decirles, estoy fallando olímpicamente. En este momento y, como siempre, mi refugio, mi respuesta, mi amparo vuelve a ser el cine.

Anoche no podía dormir por lo que, a eso de las dos de la mañana, cansada como un perro, me levanté a deambular por la casa. Me tomé un relajante muscular de mi chuchi, comí unos chocolates pensando en que su efecto “antidepresivo” aceleraría mi proceso de sueño, pero no dio resultado. Me hice un té con miel y tampoco, así que me tiré en el sillón con uno de los gatos, a ver qué había en tv. Por allá por el canal 317, en TCM, enganché Nuestros Años Felices. No quería entusiasmarme, porque tenía la esperanza de poder dormirme pronto, pero fue inútil, me enganché igual. Fue totalmente iluso de mi parte (ahora me doy cuenta) pretender no quedar hipnotizada por Redford y Streisand, en uno de los melodramas mas sensibles, inteligentes y románticos que haya dado el cine jamás. Aún cuando la vi un millón y medio de veces, la trama me sigue apasionando.

Nuestros Años Felices (The Way We Were), se estrenó en el 1973 dirigida por Sidney Pollack y, rápidamente, se volvió un clásico en su género. El guión, entre cuyos escritores se encontraba Francis Ford Coppola, la iba de una pareja que se amaba apasionadamente, pero que desde todo punto de vista, resultaba incompatible. Ella una luchadora, tenaz, intensa, apasionada e impulsiva; él un galán brillante, inteligente, extremadamente carismático, bello, cómodo, “easy going” y poco comprometido. Ella una fierecilla indomable que creía que podía cambiar al mundo, él una especie de dandi al que todo le llegaba fácil a las manos. Luchaban por estar juntos, pero finalmente él la dejaba. Le resultaba demasiado difícil, estar con una mujer que quería que él fuera lo mejor que podía ser, cuando estaba tan cómodo siendo la mitad (si, como verán yo hincho para ella). Terminaban separados, rehaciendo sus vidas con otras parejas, pero reconociendo que se amaban más que a nadie en el mundo. Era una cinta tan perfecta, que hasta la música de Marvin Hamlisch, se volvió un suceso más grande que la vida misma. Envuelta en ese frenesí, me fui otra vez a la cama a tratar de conciliar el sueño y, gracias a Dios, lo logré. Soñé, para mi buena suerte, con Robert Redford en su uniforme color kaki, hasta entradas las once de la mañana de hoy.

Un ataque de pánico es un desdoblamiento: por un lado la realidad, lo conocido, lo tangible, lo concreto y comprensible; por el otro, la mente que parece empezar de despedazarse, a desintegrarse, a adelgazar de manera temible, haciendo que la poca o mucha sabiduría del alma, se retraiga.  Quedamos allí, a merced de lo que algunos creen que es nuestra imaginación, y otros un simple desequilibrio químico. Pero hay algo en nosotros que siempre parece anunciar otra cosa. Un aprendizaje pendiente, una clave no encontrada, un recuerdo reprimido, un sueño, un número de lotería… Cuando estoy así, el cine me ayuda, concentra mi mente, la apacigua, la unifica. Si, sé que es una adicción. Un placebo externo para algo que yo debo manejar con herramientas internas. Pero qué puedo hacer, a veces no me queda otro remedio, que inyectarme mi estupefaciente preferido y esperar a que haga efecto. Una película más amigo, solo una, hasta que dos piernas extra me crezcan desde la pelvis y me afirmen al piso que parece desvanecerse a cada paso que doy.

El cine es la curva que existe entre el alma de una persona, su imaginación y la realidad. No hay arte sobre la faz de la tierra capaz de generar lo que genera el cine. En mi caso, a veces pienso que hasta me salva de la locura o, por lo menos, me la retarda un poco. Puedo ver tantas porciones de verdad en mi pantalla, que termino por volver indefectiblemente al mundo y a sus vicisitudes cotidianas, camuflándome entre las personas más normales, casi, sin desentonar. A veces me parece que el lenguaje va a escapárseme de la cabeza, como si tuviera Alzheimer, que el cuerpo se me va a terminar por derretir o simplemente, que voy a cerrar los ojos, a desaparecer y nadie va a recordarme. Entonces pongo una película y la tibieza regresa, el calor me puebla nuevamente. Es como una inyección de morfina benévola y caliente, que ahuyenta por un buen rato los dolores.

El cine, mi veneno favorito…

En mi casa del piso 21, sopla el viento que da calambre y lo odio. Voy a asegurar las ventanas y a sentarme a ver otra cinta, hasta que me vuelva el alma, hasta que pueda recordar todas las palabras, hasta que pueda decir mi nombre sin temor a que se me caiga de la boca.

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