DIABOLUS EX MACHINA
Esperando en un baño de algún antro de esos donde tocan grupos musicales, Beth, que labura de plomo para bandas de rock, se hace un test de embarazo y este, para su desgracia, da positivo. Por su reacción entendemos entonces que no estaba en sus planes ser madre. Desesperada, acude a Ellie, hermana mayor y madre soltera de tres hijos con la que no tiene una relación muy estrecha y que vive en un viejo y pintoresco edificio de Los Ángeles. El lazo de sangre une, pero los rencores persisten y Ellie, sentida por su pasado, hace reproches a su hermana de su ausencia cuando más la necesitaba y que se relacionan al abandono de su esposo. Beth, entonces, no hace más que aceptar su lejanía.
Las escenas previas a la irrupción de Beth en la vida de Ellie deja ver el mundo que la rodea: una glamorosa teñida de pelo rojo -marca que alerta al espectador dónde estará el peligro- y su relación con sus hijos, Bridget, una joven y rebelde feminista, Danny, un pibe despreocupado que oficia de DJ y la pequeña Kessie que juega con un palo al que le clavó la cabeza de un bebé de goma y con el que golpea todo lo que se encuentra a su paso, se lamenta porque Bridget lo termina rompiendo. Esa presentación y exploración de lo mundano, es también la primera mitad del relato que expande su construcción narrativa de lo meramente material y ordinario (unas tijeras escondidas, el juguete roto de Kessie, el oficio de Beth, el equipo de DJ de Danny, etc.) hacia la revelación de lo simbólico, polarizando su verdadera funcionalidad a herramientas para despertar y/o enfrentar el mal y que se saben simétricas; por ende perfectas.
Danny, que halló unos viejos discos y un libro de aspecto extraño, no hace más que caer en la trampa de quien no puede resistir el impulso de ser curioso. Abre el libro y reproduce los discos en su bandeja y el resto es historia. Esos objetos, una vez que sus contenidos salen a la luz, liberan un mal demoníaco y devastador. La primera en caer es Ellie, que en el ascensor del edificio es alcanzada por una entidad que la transforma en un aterrador monstruo con sed de caos y destrucción. Encerrados y sin posibilidades de escape, Beth, sus tres sobrinos y un puñado de vecinos deberán enfrentar todo tipo de terrores durante la lluviosa noche.
En Evil Dead Rise las hermanas son forzadas a transformarse en modelos especulares en su rol maternal: mientras una es la Mater Monstrum, la otra debe utilizar esa adversidad diabólica y caótica como camino hacia la redención y convertirse en Via Matris (Via=camino, Matris=matríz, útero, madre). Una vez que Ellie es poseída, es expulsada del departamento y queda condicionada al pasillo del piso donde residen, esta forma inteligente de “expulsar” a esa madre que abandonó todo rastro de humanidad e identidad maternalista (con todo lo que esto puede acarrear) es entonces reemplazada por Beth, que toma su rol de fémina protectora. Ese paso hacia la maternidad es también una forma de confrontar la oscuridad desatada en la película, que desde el momento cero está marcada por la presencia del mal (tanto por la primera secuencia, en apariencia sin contexto con los hechos narrados acá arriba así como los dramas de sus protagonistas) y que este personaje que dará a “luz” (palabra clave) batallará sin tregua. Así lo especular o si se quiere, el doble, son coherentes tanto en su función meramente narrativa como simbólica. Mientras que Ellie, la Mater Monstrum engendra muerte, oscuridad, Beth, es una recién iniciada que engendra vida, luz y puede relacionarse a lo divino (recordemos que el lugar donde sucede todo se llama, causalmente, Los Ángeles, lo que confieren al relato de la lucha del “bien contra el mal” un juego ingenioso en su representación y de la manera más tradicional y clásica posible).
Así Evil Dead Rise utiliza la posesión de forma mucho más inteligente que el resto del cine actual que toma esta temática de la manera más ligera y superficial posible. Acá el horror a que el cuerpo albergue otra identidad, más teniendo en cuenta que ese envase material es sometido a los peores y más violentos flagelos, es la simbólica para hablar del estado del mundo actual: un mundo que cada vez alberga más y más narcisistas pendientes de que su identidad sea reconocida por el clamor del éxito inmediato. Si hoy en día hay tanta demanda e inflación por este subgénero, es claramente un síntoma de la sociedad a la que hace referencia (no hace falta más que meterse en cualquier red social para corroborarlo), algo que el cine de horror siempre tiene presente (un género que injustamente es bastardeado y que curiosamente es el más camaleónico en cuanto a contexto político, social y cultural). Que Bridget, la joven feminista, sea incendiada en una escena (presten atención a los carteles de su habitación y las alusiones a dicho movimiento) dan fe del riesgo al que se expone la obra además de que dicho acto sea coherente con una muerte poética de quien puede percibirse una Juana de Arco o mismo una bruja de nuestros tiempos (por su costado simbólico de mujer liberal y poderosa). Ergo, el mal es parte de la destrucción de los lazos familiares y si se quiere, de ese desprendimiento, o desplazamiento del individuo. Desde el vamos, los niños fueron abandonados por su padre, no sabemos quién dejó embarazada a Beth, Ellie tira algún diálogo refiriéndose de mala manera a la madre de ambas y así, hasta llegar a la representación absoluta de la cuestión, la Mater Monstrum. Todo con un pulso narrativo imparable, impecable, salvaje, sin intermitencias, sin el lenguaje lúdico de la saga original pero con una apabullante organización simbólica por detrás, disfrazada de película sencilla y en apariencia superficial.
(Nueva Zelanda, Estados Unidos, Irlanda, 2023)
Guion, dirección: Lee Cronin. Elenco: Mirabai Pease, Richard Crouchley, Anna-Maree Thomas, Lily Sullivan, Alyssa Sutherland. Producción: Rob Tappert. Duración: 97 minutos.