Hablar de cine, para la mayoría de las personas, no significa más que un momento de entretenimiento, de tiempo bien pasado, de picada con amigos y discusiones variadas e intercambios de opiniones que, muchas veces, llegan a ser realmente vehementes y apasionadas pero que, al final de las cosas, allí se quedan reposando, descansando hasta el próximo encuentro o tertulia. Para los que hacemos cine (o tratamos) en cambio, significa algo así como vivir una vida paralela. Unas horas al día, con suerte, destinadas a paladear las ideas y a compartirlas con espíritus afines que parecen estar compartiendo un secreto universo con nosotros. Gente que se deshace en charlas de café que involucran desde puestas de cámara, hasta performances dramáticas. Mentes que se ponen en funcionamiento y debaten métodos de dirección o formas de composición; horas fatigadas intercambiando datos, anécdotas, experiencias, lecturas… Momentos de indescriptible excitación, estimulación y felicidad, en los que se transita un camino de ideas que resulta tan vivo y real, que no puede más que calificase como “existencia paralela”.
Ayer en casa, comenzó el trabajo para lo que, si Dios quiere, será el rodaje de mi segunda película. Todavía estamos en pañales porque, de hecho, primero debe estrenarse la primera, que hace años vengo remando, y de la que ya les hablé anteriormente con mucho apasionamiento por cierto. Pero la nueva es una ilusión que comienza a estar en vías de materialización y, es en estas instancias, en las que uno empieza a armar un equipo de trabajo y a rodearse de gente “pa’ver qué pasa”. “Armar un equipo de trabajo” en cine, a menudo significa reunirse con amigos a tomar mate, comer facturas, escuchar música y charlar de lo que más nos gusta hacer y ver cómo carajo podemos hacerlo. Pero por supuesto, en el medio, se mechan conversaciones sobre películas, directores, actores, productores y toda esa sarta de maravilla que significa una cinta cinematográfica . Así, las reuniones suelen extenderse por horas, en las que un millón de veces la charla se va por las ramas y la gente se baja una tras otra pava de verdes, diciendo lo que piensa de tal cosa, lo que le gusta de tal otra, cómo encararía tal o cual inconveniente, qué representa esto o aquello y así hasta el infinito. Y que Al Pacino se peleó con fulanito en tal película porque no se quería poner en bolas, y que si La Novia Polaca me sacó de quicio, y que no podés ir al set sin saber qué carajo querés hacer y cómo pedirlo, y que los actores son infumables, y que a mí me encanta trabajar con actores, y que si no te vas a divertir para qué carajo hacés películas, y que no podés trasladar tus inseguridades a tu elenco, y que Allen echó a Michael Keaton en La Rosa Púrpura del Cairo porque no funcionaba, y que Coppola y que Martin Sheen y que un infarto, y que Herzog y que Kinski y que se cagaron a tiros… Así, hasta que alguien vuelve a la senda que nos convoca, que es ver qué malabarismos hacemos para ver cómo filmamos la que nos toca a nosotros.
Y la conversación se extiende y el disfrute también. Todos los rostros cambian y asumen gestos de goce. La croqueta funciona al palo, como si estuviera diseñada para laburar de eso: de hablar de cine. Y la memoria se activa, y el cuerpo se apronta a pimponear, a rebatir, a reír, a sacar conejos de la galera, a escuchar cosas que cambien para siempre nuestra cabeza, a esperanzarse, y a creer que es posible… Y cada fibra del propio ser se estremece y brilla, frente a la fuerza de un sueño que tiene la osadía de comenzar a parecer accesible.
Hablar de cine para nosotros es transitar dos caminos al mismo tiempo. Porque la mente se evapora cuando nos trenzamos en el tema y nos encontramos revueltos en pláticas interminables y así, físicamente estamos aquí, en esta existencia, pero nuestras ideas, vívidas y carnales, van viviendo en otro lugar, creciendo y dibujando gruesas sombras coloridas en otro espacio, en otra caverna (cuac).
Para nosotros hablar de cine es hablar de la verdad de las cosas, del secreto del universo, de la fuente de la juventud, de la madre del borrego, del punto exacto en el que se define la existencia, de la medida de todo lo que vale, del remedio más dulce, del verso más perfecto. Es descular el sexo de los ángeles, es liberar al gato de su encierro, es atajar a la liebre que saltó. A los que nos gusta el cine casi nos gusta tanto hablarlo, como hacerlo. Y encontrar a un interlocutor amigo que esté dispuesto a comprometerse en la extensión incierta de una charla, es casi como toparse con un tesoro invaluable.
Por eso me encanta A Sala Llena. En este espacio increíble, vibratorio y sensual, la plática es interminable y el puente que nos une con los amigos que gustan de ella, se tiende perenne como fuente inagotable de ideas y de felicidad. Es maravilloso encontrarnos aquí y despuntar nuestro vicio de manera honesta, comprometida, estimulante y apasionada. La invitación jamás se retira y está siempre allí, haciendo nuestra vida más emocionante. Hoy los insto a que se la devoren y traigan sus ideas a la arena.
Hablar de cine… Nada deja mejor sabor de boca.
Esta columna está dedicada a Blancanieves, Rodolfo y Cecilia, que vinieron ayer a casa y se deshicieron en ideas y alegría y me pusieron contenta.