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CRÍTICAS - CINE

Infancia Clandestina, según Emiliano Román

Inocencia Interrumpida.

El paso de la niñez a la adolescencia, es un momento evolutivo crucial que debe atravesar todo ser humano, es la etapa de la vida, en que el cuerpo se metamorfosea, las pulsiones sexuales irrumpen de manera incontrolable, los padres dejan de ser héroes para ser cuestionados como personas, el grupo de pares comienza a ser el modelo de identificación, y el enamoramiento suele sorprender de la manera más idílica, con esa sensación de eternidad que acarrea.

Benjamín Ávila, toma este momento de la vida, para reconstruir algo de su historia personal y darnos un relato distinto, novedoso y más poético de la siniestra dictadura que padecimos los argentinos a fines de los setenta. Juan (Teo Gutiérrez Romero), es un pre adolescente, hijo de Cristina (Natalia Oreiro), y Horacio (César Troncoso), pareja de montoneros que regresan al país, después de un exilio en Cuba, en el año 1979, para dar la contraofensiva guerrillera. Para ello, Juan, debe cambiar su nombre, DNI, fecha de nacimiento, acento cubano, etc. O sea, su identidad tiene que ser maquillada lo mejor posible, en pos de los ideales paternos.

Infancia Clandestina, no es una película más de las tantas que hay sobre la dictadura, es un relato de iniciación de la adolescencia, en medio de un contexto que dejó las heridas y secuelas más abiertas para la sociedad argentina. Afortunadamente, no apela fácilmente al golpe bajo que este tipo de películas pueden caer, sino que Ávila utiliza un sinfín de recursos cinematográficos y narrativos para contarnos una historia tan conmovedora, como impactante, sin ningún tipo de liviandad, pero tampoco de crudeza innecesaria.

Juan (por Perón), es ahora Ernesto (por el Ché), se apropia de ese nombre, pero también recibe múltiples apodos: pollito como lo llama su abuela (Cristina Banegas), claramente antiperonista; chango como lo llama su tío (Ernesto Alterio), referente masculino en el cual él se identifica, y córdoba como lo llaman sus compañeros de colegio, ya que él supuestamente vino de esa provincia. El niño, se adapta muy bien a estas múltiples facetas, pero en un momento, debido a un irrefrenable enamoramiento que siente por María (Violeta Palukas), esta sobreadaptación comienza a rebelarse.

Distintos y hermosos planos detalles de Juan, así como tomas desde del punto de vista del niño, nos conduce a la empatía inmediata de las sensaciones que puede experimentar nuestro protagonista.  La situación no es sencilla, cualquier mínimo descuido y desprolijidad ponen en riesgo la vida de Juan y toda su familia. Para él, la responsabilidad es doble, se encarga de proteger a su pequeña hermanita de 8 meses. Pero cuando la pulsión puberal irrumpe, se hace más difícil sostener lo que se torna insostenible.

Frente a lo traumático que le toca vivir, los sueños del niño funcionan como el mecanismo onírico para tramitar aquello que le resulta absolutamente doloroso, y narrativamente son una exquisitez cinematográfica. Soñamos, nos aliviamos y a la vez sufrimos con lo que a Juan le toca vivir (o soñar).

En los momentos más duros de la trama, el cineasta apela a animaciones que velan aquello que podría llegar a ser abyecto, pero simbólicamente son un recurso poético  que sugiere y relata un real insoportable para la mirada de un niño. También Ávila, cuenta con soltura y justificación, ambas posiciones que oscilaban en esa época, la del “no te metás”, y la del jugarse la vida en pos de un ideal revolucionario, como lo encarnan la abuela y la mamá del chico. El director no juzga a sus personajes, les da la fuerza y convicción necesaria tanto para el miedo, como para el adoctrinamiento. Tampoco vemos a militares que representan aquella figura siniestra y diabólica que nos producen tanto rechazo e ira, el temible militar es solo un fantasma en el relato que podría aparecer en cualquier momento.

Todo este banquete cinéfilo es logrado gracias a las notables actuaciones de sus actores. Natalia Oreiro, da cuenta que no es sólo una actriz de comedia o televisiva, y cada vez más confirma el potencial dramático que puede ofrecer en la pantalla grande. Ernesto Alteiro, en el papel del tío compinche y simpático, nos brinda los momentos de mayor sonrisa durante la cinta. Cristina Banegas, en un corto papel, aunque deslumbrante como de costumbre. Pero lo mejor de las interpretaciones es el hallazgo que el director hizo de estos niños, tan expresivos, lúdicos, inocentes pero observadores y analíticos. Secuencias como las del campamento o el parque de diversiones nos remiten a esas épocas en la que solo necesitábamos de las fantasías para cumplir nuestros deseos.

A Juan le tocó crecer, jugar, fantasear, rebelarse y hacerse hombre en una época que tan bien describe Seru Girán en su canción: Alicia en el País, pero afortunadamente los dinosaurios ya están despareciendo y el cine, en tanto manifestación del arte,  nos permite, con ideas nuevas como esta, revisar el pasado social e individual, debatirlo y enriquecernos como personas y sociedad.

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