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CRÍTICAS - CINE

La Bruja (The Witch: A New England Folktale)

(Estados Unidos/ Reino Unido/ Canadá/ Brasil, 2015)

Dirección y Guión: Robert Eggers. Elenco: Ralph Ineson, Kate Dickie, Anya Taylor-Joy, Harvey Scrimshaw, Ellie Grainger, Lucas Dawson, Bathsheba Garnett, Sarah Stephens, Julian Richings, Wahab Chaudhry. Producción: Daniel Bekerman, Lars Knudsen, Jodi Redmond, Rodrigo Teixeira y Jay Van Hoy. Distribuidora: UIP. Duración: 92 minutos.

Báculo y mausoleo.

Y efectivamente La Bruja (The Witch: A New England Folktale, 2015) llega para salvar al terror contemporáneo, en sintonía con lo que representó el arribo de Te Sigue (It Follows, 2014) a la cartelera hace no tantos meses: con el transcurso de los minutos la película va construyendo un microecosistema de angustia y asombro en el que conviven componentes tan dispares como la culpa luterana, los pesares de la inmigración, la vida bucólica, el temor a lo extraño y las muchas contradicciones de la dinámica familiar. Aquí en especial pasa a primer plano la verborragia bíblica, tan hermosa como oscurantista y enajenada, hoy una suerte de “cable a tierra” de un clan de fanáticos religiosos del siglo XVII de Nueva Inglaterra, quienes apenas si pueden interpretar la andanada de desgracias que amenazan con destruir su hogar. Esta extraordinaria ópera prima de Robert Eggers esquiva todas las fórmulas caducas del horror de nuestros días y analiza -desde la sutileza y el rigor- la paradójica estela del fundamentalismo, una fiebre totalizadora que por un lado nos da fortaleza ante la adversidad y al mismo tiempo suele nublar nuestro juicio y dejarnos muy vulnerables frente a los ataques de un entorno parasitario que se regocija en su indiferencia.

Todo comienza con un “desacuerdo” en una colonia británica y la expulsión/ excomunión posterior de una familia de devotos, compuesta por el padre William (Ralph Ineson), la madre Katherine (Kate Dickie) y cuatro hijos, la mayor Thomasin (Anya Taylor-Joy), el varón más grande Caleb (Harvey Scrimshaw) y los gemelos Mercy y Jonas. El tiempo transcurre manso, nace un quinto niño, Samuel, y precisamente con su desaparición -en un instante en el que el bebé estaba al cuidado de Thomasin- la tranquilidad del terruño se viene abajo: así presenciamos por primera vez la intervención de la señora del título (una anciana que adora pasearse desnuda y realizar actos indescriptibles con las criaturas y lo que queda de ellas). La propuesta apabulla con una fotografía naturalista de una enorme belleza y evita todo facilismo retórico, siempre testeando el pulso del público a través de una serie de escenas magistrales centradas en las consecuencias de la ausencia y de la hambruna subsiguiente en el entramado de los vínculos del clan y en los filtros ideológicos que los personajes emplean para aprehender/ asimilar la posibilidad de que estén malditos y deban defenderse de una seguidora de esa contraparte maléfica de su “Todopoderoso” (el Dios protestante puede ser reemplazado según los intereses discursivos de cada espectador).

El enorme aplomo formal de La Bruja tiene varios manantiales de los cuales beber: basada en primera instancia en leyendas y relatos folklóricos -vinculados a la tradición más macabra de los cuentos de hadas- que a su vez vienen de las tragedias de los expatriados y una cosmovisión tan primitiva como alejada de la ortopedia técnica del ser humano de los últimos doscientos años, a decir verdad la ejecución concreta toma elementos específicos de La Fuente de la Doncella (Jungfrukällan, 1960), Witchfinder General (1968), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), Macbeth (1971), Los Demonios (The Devils, 1971) y La Cinta Blanca (Das Weiße Band, 2009). Entre la locura de las comunidades herméticas y una narración aletargada, el opus nos devuelve la sequedad del clasicismo más revulsivo, ese que construía rituales de la aberración, dolor escalonado, mucha paranoia de “puertas adentro”, un Satanás símil macho cabrío y esas típicas cofrades femeninas que llamaban a la tentación. De hecho, el pecado es un concepto fundamental dentro de la trama, entendido no como una desviación pasada e individual de la norma o una latencia punitiva en función de un comportamiento juzgado negativo, que se pretende eliminar. El pecado al que hace referencia esta epopeya es el innato, el que arrastra el signo del martirio porque va con la naturaleza humana de manera indefectible y por un mandamiento sacro de eterna sumisión.

Lejos de la mediocridad que pulula en el terror mainstream, esa misma que es consentida por un público y una crítica que gustan de quejarse desde la ignorancia para luego condonar películas igual de execrables de otros géneros, La Bruja unifica el espanto visceral (con destripamientos y sangrado interno a la cabeza), el dogma religioso más imperturbable (implantado vía una serie de estrategias que no tienen nada que envidiarle a la psicología conductista) y aquellos aquelarres de antaño (hoy el culto a Mefistófeles nos reenvía a una naturaleza animista en contacto con los mortales y su hipocresía, a veces víctimas de lo desconocido y a veces victimarios para con sus semejantes). El director consigue la proeza de retratar la histeria mediante el suspenso y un desarrollo de personajes muy ajustado, obviando en todo momento los caprichos narrativos, los golpes de efecto y la estructura simplista del “bus effect”. La represión detrás del ascetismo de los protagonistas pone de relieve el marco general en que se encuadra el film, el de un costumbrismo mundano y con ribetes áridos, en franca sintonía con el ocultismo y la putrefacción. La iconografía pagana, sinónimo de todo lo mórbido, explota en el maravilloso desempeño del elenco y ayuda a redondear una pequeña obra maestra de encierro, soledad y corrupción: así como la palabra bíblica funciona como un báculo mágico que pierde todo su espesor, la veneración a un mausoleo divino reclama ceguera y arrepentimiento automático, casi siempre irreflexivo…

calificacion_5

Por Emiliano Fernández

 

La belleza de la oscuridad.

Luego de tantas escupidas retóricas del cine de horror para imberbes, que nos trata de imbéciles y denigra al propio género que utiliza, y que con sus embajadores más palurdos estuvo invadiendo nuestras salas en los últimos tiempos por decisiones tan mercantilistas como antiestéticas (recordemos que se estrenó Exorcismo en el Vaticano pero no The Babadook, por ejemplo), finalmente llega la obra del año que redime a la industria del miedo y la angustia; esa película anual con la que nos calman (como fieras insaciables de buen horror que somos) y nos otorgan esperanzas para el presente y futuro del género oscuro.

En La Bruja hay un realismo forjado por dentro del código narrativo clásico (más allá de que hay un acercamiento estético a directores que podríamos encuadrar en el cine moderno como Bergman o Haneke) pero que rompe con el canon de representación de la mayor parte del demasiado pulcro y brillante horror contemporáneo, también clasicista en su narrativa (aunque plagado de metalenguaje) pero de edición anfetamínica, escenografías de boutique para festejos de Halloween, musicalizaciones obvias y efectismos autónomos y autoconclusivos.

La construcción obsesiva de una realidad ajena, cuidada hasta en los pequeños detalles y en los profundos y justos diálogos basados en textos del siglo XVII, sirve para hacernos volar con las brujas, para adentrarnos en una verdad superada (al menos en su veta esotérica, por desgracia no del todo en el aspecto ideológico) y llevarnos a un viaje angustiante donde los fantasmas de la liberación femenina comenzaban a agitarse y el miedo a la oscuridad era parte del contrato social. La no utilización de maquillaje (o como dijo el propio Eggers, “si usamos algo fue para afear más”) y la utilización de luz natural de días nublados y noches de lunas potentes, son decisiones que le otorgan al digital algo de la verdad perdida con la desaparición del fílmico.

Claro que esas decisiones estéticas están ligadas también a la representación de época y no sólo a un trabajo reivindicativo de la otrora autenticidad del horror, pero la sumatoria de aquellas decisiones nos pone frente a una verdad tan contundente que recuerda a obras maestras del cine en general y del horror satánico en particular, como El Bebé de Rosemary o El Exorcista. La simpleza (aunque no por simple poco potente) de la capa más superficial del relato, abre el juego de las complejidades de la dinámica familiar ante varios hechos desafortunados: el destierro, la pérdida de un hijo y los problemas económicos; la impotencia de un padre que no puede proveer a su familia, y una madre neurótica y desencantada que ve su propia muerte en el despertar sexual de su hija y deposita sus frustraciones en su mayor hijo varón.

La sexualidad del relato está a la vista desde el principio con una tremenda escena donde una bruja frota compulsivamente restos humanos por su cuerpo y por su escoba. La potencia sexual está desde el folklore, desde la creación del cuento de la escoba lubricada que hacía volar a la bruja como metáfora de la satisfacción de sus deseos pecaminosos. Eggers le suma al cuento el descubrimiento consciente del placer sexual de Thomasin y Caleb (hijos mayores de la familia); ella confiesa sus “sucios” pensamientos y él lucha contra el incesto. Allí tenemos otro punto de contacto con la obra maestra de Friedkin y uno de los tantos temas que ofrece La Bruja: el camino de Thomasin para transformarse en un ser pleno, adulto y sexual, que revoluciona su entorno y escapa de la sumisión.

Otra arista muy interesante del film es que se erige como referente del cine ocultista sin vocación parasitaria. El horror satánico vive un revival de exploits de El Exorcista que no se veía desde los años posteriores a su estreno, sin embargo, La Bruja elige un camino particular eludiendo los lugares comunes de sus contemporáneas. Refunda un tópico perdido, no sólo en el cine (salvo algunas pocas excepciones) sino en el arte en general (tal vez donde más lugar se le esté dando a las brujas y al ocultismo sea en algunos subgéneros rockers como el doom, y en algunos subgéneros de la música electrónica minimal como el Horror disco o el Witch house), y reconfigura a través del extremo puritanismo corrompido la idea del mal (re)encarnado en hechiceras, regalándonos un tan hermoso como siniestro aquelarre y ciertos momentos de poesía visual tan oscuros como encantadores.

calificacion_5

Por Ernesto Gerez

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