EL PLACER DE DORMIRSE EN EL CINE
Hay un enorme placer al dormirse en un cine. Un placer que diluye toda culpa de haber pagado una entrada, de perderse un cuarto o mitad de película, o de haber truncado una salida idealizada, solo o acompañado. Acomodarse en una butaca, dejar caer los párpados y hundirse en la envolvente e inevitable oscuridad de la sala es tan liberador como despreocupante: mayormente uno siente una necesidad de responsabilidad cuando entra a una sala de cine como final del recorrido de una costumbre ritualista. Prepararse, salir del confort hogareño, viajar, hacer cola para sacar una entrada o para entrar a la sala son parte de dicha costumbre. Entonces, dormirse en un cine es la forma más directa y unívoca de mostrar absoluto desinterés y sopor por una obra, además de quitarse el peso de ese proceso ritual antes mencionado. Decir “con tal o tal película me quedé dormido” es motivo de sepultarla por completo. Es más, genera una inevitable influencia en el otro, a tal punto que posiblemente la soslaye y ni se moleste en querer verla y sacar sus propias conclusiones. El cine que aburre, sea cual sea; de superhéroes, de terror, de Godard, no importa género, forma, año o estilo, es el cine que está condenado por naturaleza. Obvio que esa visión es subjetiva, claro está. Pero se entiende que los mecanismos que mantienen en cierta medida el interés del espectador son específicos, no hay demasiadas vueltas en ello. Aún así, se reitera, es subjetividad pura. Descubrí esto con una película francesa, volví a repetir dicha experiencia varias veces, una mejor que la otra y con películas variadas. Por dichos descansos pasaron desde Llámame por tu nombre hasta La torre oscura. No llevo la cuenta pero puede que La habitación del horror sea la quinta o sexta.
Hundirme nuevamente en la envolvente oscuridad de la sala fue más placentero que todo lo que pude ver en la película de Kim Kwang-Bin. Película que apelotona clichés, lugares comunes soporíferos y situaciones menos interesantes que los programas de chimentos de las 3 de la tarde.
La habitación del horror arrancó bien. Al menos un poco más interesante que el resto del tiempo en que logré mantener los ojos abiertos.
En ella se relata la trágica relación entre un padre y su pequeña hija intentando rehacer su vida luego de que un fatídico accidente se cobrara la vida de su madre. En la difícil tarea de sobrellevar la pérdida se van a vivir a una casona de esas que guardan secretos oscuros a punto de ser revelados. En el camino hacia la nueva casa detienen el auto y la niña se baja perdiéndose en una arboleda. El padre la persigue y se topan, a lo lejos, con la casona. Esa presentación es quizás lo mejor de la obra. Ese acceso por donde se introducen es “otra entrada”, es decir, una puerta alternativa o acaso el umbral a otro mundo. Ese nuevo mundo cargado de fantasmas y espantos varios, porque en la habitación donde duerme la pequeña un clóset parece encerrar todo tipo de entidades. La niña desaparece y por lo visto ese mismo Clóset es la respuesta a ello.
Bueno, mezclemos Poltergeist con Insidious y cualquier película de casas embrujadas de los 80 hasta esta parte y saldrá mucho y un poco más de lo que vemos en pantalla. No solo habrá momentos de raros comportamientos por parte de la niña antes de desaparecer, fruto de una posesión (ya para este instante, mis párpados pesaban); además su padre contratará a un médium o algo parecido que lo ayude a rescatar a su hija de donde sea que esté. Es decir: niños, posesiones, casas encantadas, médium, blablabla, pérdida trágica, sobresaltos. Ir a lo seguro, sin riesgo alguno. Nada nuevo bajo el sol, y lo peor no es que su argumento tome estos recursos, sino que afectan el proceder narrativo. Se puede utilizar y reutilizar la misma historia cientos de veces y la fórmula de su éxito radica llana y lisamente en sus formas, en su construcción. Acá todo se sucede sin un interés estético, menos que menos narrativo. Puede haber cierto peso dramático en sus criaturas pero su arquitectura es llana. Ya pasada la hora y monedas intentaba mantenerme íntegro luchando contra el sopor y el tedio. Cabeceaba, se cerraban las persianas, sabía que era una lucha de viernes a la noche. A la par de mi batalla por seguir despierto, una más inverosímil se liberaba en la pantalla. En la oscuridad de la película, con sus demonios internos y en la oscuridad de la sala con el confort de una butaca.
En un momento divisé unos fantasmas de esos muy actuales, que solo dan miedo a los desprevenidos y novatos en este género o a los más asustadizos, porque sus apariciones son un loop desde las Ju-on hasta las Ringu. Y como simbología de los fantasmas mentales de sus protagonistas (la muerte de la madre, que a su vez representa el pasado) es más bien pobre, ya que la intención está, pero su ejecución es como todo en ella: plana, superficial y genérica. Ya había pasado más de hora diez y todo intento por mantener el interés en esta obra era en vano. Ya el sueño se apoderaba de mí de modo triunfante. Queremos creer entonces que películas de este tipo solo se estrenan por el actual boom de la cultura popular coreana, tanto en el cine como en las series o la música. De otra forma no se explica su estreno en salas teniendo en cuenta que grandes películas no encuentran una distribución por éstas pampas. En fin. Misterios del espectáculo.
Por mi parte sentí que me hundía en un agujero negro. Caía en lo profundo del sueño. Unos diez o quince minutos finales tal vez, no lo sé, tampoco importa ya. Un flash de la toma final me despierta y mis ojos al abrirse divisan los títulos finales. No me culpen, en medio de la película varios espectadores abandonaron la sala. Yo por mi parte me deje llevar, no por el cansancio de una noche de viernes, sino por el sopor de una película insulsa y aburrida. Se los recomiendo.
(Corea del Sur, 2020)
Guion, dirección: Kwang-bin Kim. Elenco: Ha Jung-woo, Yool Heo, Nam-gil Kim, Si-ah Kim. Producción: Myung Chan Kang, Jong-bin Yoon. Duración: 97 minutos.