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DOSSIER

La mujer de rojo, análisis de “Suspiria” de Darío Argento

La mujer de rojo

Susy Bannion (Jessica Harper) sale desde New York hasta Friburgo con la intención de perfeccionar sus dotes de bailarina en una renombrada academia alemana.  Su llegada al aeropuerto supone dos elementos claves. Una mujer vestida elegantemente de rojo furioso cruza la imagen, rezagando a la protagonista. Apresurada, se pierde bajo la atenta mirada de Susy, que sigue sus pasos, cuando las puertas de la salida se abren automáticamente.  Afuera, una tormenta golpea a la joven bajo un montaje y un uso de la música que tiñen la atmosfera con fuerza sobrenatural, un embrujo de mal augurio. La mujer de rojo define en gran parte  la construcción simbólica de la película: un relato netamente femenino y feminista, elegante, y que se tiñe completamente de sangre y peligro. La tormenta por su parte se atribuye el pasaje ritual, en este caso hacia otro  mundo: el que une a los muertos con los vivos. También es signo de que ese pasaje, ese nuevo universo o laberinto es tormentoso, tétrico y emocional.  

Así empieza Suspiria.

Susy es una joven que como todo recién llegado/iniciado en un lugar tan fascinante como desconocido emprende una búsqueda. La misma se refiere al iniciado aventurero, que lleva la curiosidad  marcada en la piel como perenne tatuaje. Perderse en el laberinto para volverse a encontrar, pero de otra forma. Susy comprende que desde su llegada a la academia, en una noche tormentosa, algo raro se trae ese lugar: ve cómo una joven sale del fastuoso instituto a la vez que menciona un par de pistas clausuradas en su sentido sonoro por la lluvia, huyendo despavorida en la oscuridad del enorme y siniestro bosque que lo rodea y perdiéndose entre los inmensos árboles tras la mirada desconcertante de la protagonista. Esa  noche esa misma estudiante es asesinada junto a su compañera de estudio en uno de los momentos más surrealistas que haya dado el cine gracias al poder absorbente de las imágenes. Y de surrealista hablo por la manera en que Argento utiliza cada plano y cada formalidad estética, no por el hecho en sí.

Antes de que el primer y más recordado asesinato irrumpa en nuestras retinas, la joven fugitiva le dice a su amiga dentro de su habitación, en un momento de aparente relax (aparente porque no existen esos momentos a lo largo del relato): “…todo es tan absurdo y fantástico…”. Ese no es más que el mismo Argento hablándole al espectador sobre lo que se aproxima en los próximos minutos. Es la voz de quien sabe lo que hizo: un descomunal ejercicio cinematográfico y que como todo buen narrador -y presentador- jamás traiciona. La joven asesinada tenía razón, todo es tan absurdo y fantástico…

Susy continúa con sus clases mientras algo oscuro y perturbador se esconde tras las paredes. La danza en Suspiria no evoca la pasión del bailarín como puede verse en, por ejemplo, Murder Rock (dirigida en 1984 por otro tano rabioso, Lucio Fulci), donde la exigencia y los límites emocionales se quiebran como una ramita en medio de la tormenta. Por el contrario en Suspiria el baile (ballet) se ajusta más a la relación y asociación con el género femenino. Por eso, el hombre apenas parece una mera excusa, y su aparición es más bien débil y torpe : el joven bailarín interpretado por Miguel Bosé, que es explotado constantemente por tener una beca, el mayordomo caricaturesco y horrendo y el pianista ciego, que parece saber más de lo que creemos.

 Argento genera atmósferas infinitamente asfixiantes, elevando los horrores al límite de lo soportable. Desde los primeros segundos hasta que termina, la sensación de perturbación y acecho es constante e infinita. Casi como un pandemonio en technicolor, absorbe la libertad de sus personajes hasta suprimir todo rasgo de seguridad gracias a una abrumadora puesta en escena. Esta sensación es la misma que ejerce en el espectador: lo ahoga en un mar barroco asistido por el art déco más ostentoso de la época. Esta especie de oscuro ludismo, que empatiza con los juegos de intriga y búsqueda del maléfico, nos dice que el cine es más que una experiencia visual: es una experiencia cuya entrega es total y definitiva. Hay que estar atentos ya que su construcción compleja no se ancla tanto en las bondades de sus imponentes decorados, la insuperable fotografía o la perfección en la composición del plano. Creer que Suspiria es lo que es solo por valores estéticos es un vago reduccionismo de manual.

La construcción en Suspiria es obsesiva y truculenta como todo en el cine de Argento (recordar la escena de Opera, donde una bala sale disparada y atraviesa el hueco de la cerradura y el ojo de Daria Nicolodi para pegar contra un teléfono, todo en deliciosa y detallada cámara lenta). En Suspiria una de las pistas que llevan a Susy hasta el terrible descubrimiento es una flor: el lirio. Esta adquiere varias significaciones: la flor de Lis (que representa al lirio) es el símbolo de la masonería y la alquimia (recordemos que en Inferno, continuación de esta obra maldita, hay un aterrador alquimista). En la antigua Grecia el lirio se asoció con las diosas más bellas y con el nexo entre los hombres y el mundo de los seres eternos. En la puerta de Istar en Mesopotamia, construida por Nabucodonosor II en el año 575 a.C. hay registros de este tipo de flor: la puerta conducía a los Jardines Colgantes de Babilonia. Cuando Susy entra a la oficina de Madame Blanc y advierte la flor que parecía obsesionar a la alumna asesinada al inicio descubre que no es solo parte del ostentoso decorado: es una especie de picaporte que al girarlo abre una puerta secreta. Del otro lado Susy entra a un pasillo largo y tenebroso empapado de dorado y sobre el cual se aprecia una decoración que imita un jardín como los descriptos en pinturas de los Jardines Colgantes… antes de hallar con horror la verdad: el Sabbat de las brujas.

Argento lleva al límite sus operaciones estéticas cuando baña de rojo sangre el largo y desbordante pasillo donde se instalan las alumnas de la academia. El pasillo puede ser una representación del útero femenino, las jóvenes un símbolo de fertilización; es decir “las hijas-discípulas” de la llamada Mater Suspiriorum (la madre)*. El color antes mencionado es un rasgo inherente a la naturaleza de la mujer, a la menstruación. Esa construcción ejerce directa influencia en el discurso enorme que emerge detrás de ella: Las llamadas Brigate Rosse (Brigadas Rojas), en la convulsionada Italia de los 70, estaban fuertemente unidas a grupos feministas: de ahí la enorme insistencia en su puesta en escena con el color antes mencionado. El relato ejerce de manera coherente sobre la liberación de la mujer y el empoderamiento: la bruja siempre estuvo ligada a la emancipación del género femenino, así como el hombre lobo es metáfora bestial de la naturaleza salvaje del hombre.

Si bien la bruja en Suspiria es representación del mal absoluto y del terror ancestral liberados a fuerza de esoterismo, es razonable que quien quiera enfrentar ese mal sea una mujer, en este caso una joven astuta pero ingenua al fin. Todo género enfrenta sus propios demonios, sean simbólicos, físicos o emocionales. Susy es la representación del bien moral, la última capaz de desterrar al mundo del mal, o al menos del mal que el cine elige como antagonista eterno. En ella reside la fuerza necesaria para marcar las diferencias: al principio, con el primer asesinato, entendemos que la estudiante escapaba de ese “mal” (la liberación) porque parecía no entenderlo, pese a haber descubierto el secreto. Escapaba porque en un sentido todo miedo arrastra un deseo subconsciente y ello muchas veces resulta difícil de asimilar. En cambio Susy confronta ese “mal” (descubrir el secreto del empoderamiento, acá expuesto como un aquelarre de poderosas brujas), en tanto, desde una perspectiva arcaica y  reaccionaria, “toda mujer liberada es signo de maldad”. Al aniquilar por completo toda representación perversa, es ella quien sale, luego de destruirlo todo, bajo una lluvia liberadora, transformada en un nuevo modelo de fémina, esto es, libre de la mirada prejuiciosa que la sociedad tenía de la mujer fuerte, segura e independiente. Esta mujer deja de ser una monstruosa bruja y se convierte en una adolescente (una joven militante, acaso). El final se vuelve cíclico por la aparición de la gruesa lluvia, la cual marca diferencias que equilibran el todo del film: la tormenta inicial como búsqueda o pasaje espiritual y subconsciente, como la entrada a un mundo de horrores; la tormenta del final como cierre del ciclo de la búsqueda o de la aventura, para limpiar las impurezas y traer consigo lo novicio.

Belleza arquitectónica que quita el aliento, Suspiria es una obra maestra descomunal por su arrolladora mirada política, su macabra fisicidad, su calculada y delicada puesta en escena. Cada plano, cada movimiento de cámara, cada formalidad parece una pincelada majestuosa de un cuadro viviente y sangrante.

 

© Daniel Nuñez, 2019 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

 

*En una escena en el pasillo aparece una mujer con un niño, acentuando la relación y la representación que existe con la biología del cuerpo femenino y la arquitectura de la academia.

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