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CRÍTICAS - CINE

La vida dormida

CUANDO LO PERSONAL ES POLÍTICO

La opera prima de la realizadora argentina Natalia Labaké, La vida dormida (2020), se mueve entre el documental político y la película casera para brindar un retrato de una familia patriarcal; focalizando en particular el lugar de las mujeres en esta familia.

La directora es la nieta de Juan Gabriel Labaké, ferviente militante peronista de derecha que fue representante legal de Isabel Perón y asesor de campaña del ex-presidente Carlos Menem. En un primer tiempo, la película recupera filmaciones caseras realizadas por su abuela Haydeé, esposa de Juan Labaké. De este material, el comienzo ya marca el tono de lo que se irá desplegando en las distintas escenas. Haydeé se filma a sí misma en el marco de un espejo y luego en el marco de una puerta, arreglándose para acompañar a su esposo a un evento político. De esta manera, se recorta el lugar de la mujer en esta familia, encerrada en un rol fijo e inamovible: la esposa que entrega su vida a la consagración laboral de su marido, la madre abnegada en la crianza de los hijos, es decir, el decorado necesario para crear la imagen marketinera de familia tradicional, siempre funcional a las aspiraciones políticas. Haydeé está coagulada en los espejismos de una vida de apariencias, encandilada en las ilusiones de la vida acomodada que brindan las mieles de la política.

En lo que sigue del material, es Haydeé la que filma la vida política de su esposo. Esta posición detrás de cámara también da cuenta de su lugar marginal, accesorio, mientras que el protagonismo es de Juan, recostado en una hamaca paraguaya como “el rey de la isla” o filmado como un “playboy” que se rodea de jovencitas en las playas del caribe. El patriarca con su voz de mando, y a veces solamente con sus gestos, ejerce el lugar de la censura que marca el cuerpo de Haydeé: borra fragmentos de filmaciones donde es Haydée la que habla, hace el gesto con la mano para que corte la filmación (cuando se llega a asuntos picantes en la conversación), o coloca la mano en señal de espera para que no lo interrumpa en sus serias e importantes conversaciones y negocios con la política.

Tanto en los mitines políticos como en las tertulias de familia, el protagonismo es claramente de los hombres que alzan su voz en largos y acalorados debates, en anécdotas o en enardecidos discursos cargados de mística y redención. Las mujeres mientras tanto permanecen apartadas, a un costado, escuchando en silencio. La cofradía de “los muchachos peronistas”, como reza la conocida marcha (que nunca puede faltar en estas ocasiones), segrega, menosprecia e invisibiliza a sus mujeres; reducidas a mero empaque bello y a su solitaria función procreadora. Como mucho, acaso puedan aspirar a comunicarse sus pesares entre ellas, a través de susurros (no sea cosa de importunar a los amos con nimiedades). O quizás, como le ocurre a Haydeé después de años de sacrificio, puedan recibir una vana placa que las mencione con la nefasta idea de que detrás o al lado de un gran hombre (pero quietita, sonriente y calladita), hay una gran mujer: “el ángel de la fuerza de la recuperación peronista”. En este evento político al que me refiero, contrasta el homenaje como mero gesto para la militancia con la imagen de Evita, colgada en la pared detrás del palco, devenida ahora en mudo emblema simbólico pero que supo ser una de las pocas mujeres de la causa peronista en tener un verdadero papel activo y transformador.

Frente a este material fílmico familiar la directora, como también lo hizo Natalia Garayalde en Esquirlas,  se para con una apuesta ética que no consiste solamente en recuperar el pasado, sino también en interrogarlo y reinterpretarlo desde el presente. Ahora ella como nieta, como mujer, continua detrás de cámara, pero para volcar su mirada ya no hacia los hombres de la familia sino hacia las mujeres, siguiendo especialmente a su tía Bibiana y a su hermana Agustina. El poder patriarcal marca los cuerpos de las mujeres y esto no ocurre sin consecuencias. El paso del tiempo revela ahora lo que no se veía o no se escuchaba,  muestra los estragos de años de silencio. Bibiana, que antes fuera tan bella, tan llena de sueños, se encuentra ahora internada en un Centro de Rehabilitación; su semblante denota un profundo dolor y se mueve con movimientos aletargados. Agustina, antes una bebé muy tranquila que posaba para la cámara de la abuela, inmovilizada con ojos vidriosos en el cochecito en lugar de estar correteando y jugando, hoy se presenta como una joven angustiada, que intenta exorcizar sus demonios con constelaciones familiares. Pero estas mujeres de la familia, ante la cámara, hoy pueden comenzar a despertar y a ejercer el acto de tomar la palabra. Bibiana puede expresar su enojo con ese hombre de su vida que no la entendió, incluso sus deseos de que llegase la muerte como fin a su calvario. Agustina puede interpelar a su madre sobre su obnulamiento ante las ilusiones que la cegaban frente a las tenebrosas oscuridades de una familia inmersa en la política.

En este punto es donde el auto-retrato de familia hace pasar lo personal hacia el plano político, porque la película no solo es un espejo donde muchas mujeres pueden verse reflejadas en ese manto de silencio que pesa sobre ellas y que se transmite de generación en generación, sino que también las insta a perder el miedo, a no dormirse ya nunca más ante la imperativa voz del patriarcado y poder entonces enunciar y sostener con vehemencia las suyas.

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Argentina, 2020)

Dirección: Natalia Labaké. Duración: 74 minutos.

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