LA PISTOLA DESNUDA
El western es una lengua muerta y el cine ya no puede hablarla: hoy ninguna película podría asumir el gusto honesto por la épica, por las historias de la vida en la frontera o por el encuentro salvaje con los nativos, todas cosas que hicieron del western el género grande del clasicismo. El spaghetti western fue el último espasmo de una tradición bella y poderosa. Fueron películas de Estados Unidos, el país que lo inventó, las que decretaron hace tiempo su deceso, westerns crepusculares como Los imperdonables, que evocan el género solamente para confirmar su imposibilidad. El western lleva décadas muerto, pero revive ocasionalmente como corriente subterránea que nutre películas que narran otros universo como Un oso rojo, Wind River o Hell or High Water. Revive en cuerpos prestados, extraños, a los que transfunde su potencia. La muerte no es sinónimo de olvido: si el lector se emociona con, digamos, Open Range, eso significa que el género tiene alguna especie de sobrevida, que el ojo (el cuerpo) del espectador recuerda, se conmueve todavía con el ruido de las cabalgatas, las travesías por el desierto o las asperezas de la amistad masculina. Muerto y todo, el género no pierde las mañas y resiste las apropiaciones contemporáneas: se pueden hacer películas que sean “como un” western, pero no westerns que sean otras cosas. El precio que se paga por lo segundo es la pérdida de la vitalidad distintiva del género. Es el destino, por ejemplo, de las películas que acuden al western para volverlo un instrumento de la agenda adecuándolo a los mandatos de la corrección política, como pasa en El poder del perro, Bacurau o Los asesinos de la luna. Al contrario de lo que piensa la gente que no vio westerns, en especial la gente en Estados Unidos (el país que lo inventó y hoy abjura de él), el género revisó y ajustó muchas de sus ideas ya a finales de los 50. Pasa en la filmografía de John Ford. Más corazón que odio o El ocaso de los Cheyennes cambiaban los lugares asignados al pionero y al nativo y criticaban la relación que el género mantuvo con los pueblos del territorio. Las dos son películas extraordinarias, pero no por sus ideas, no por que exhiban posiciones progresistas o humanistas, sino porque son gran cine (la visión del humanismo, al contrario de lo que dice la gente que no vio westerns, siempre formó parte del horizonte ideológico del género).
Los colonos, primera película de Felipe Gálvez, es un western que transcurre entre Argentina y Chile durante la extensión de los estados nacionales y la expansión del poderío de algunos terratenientes. Hay un desierto o casi (Tierra del Fuego), largos viajes a caballo, un duelo de carácteres, un conflicto esencial entre el hombre y la naturaleza, un retrato duro de la vida más allá de la civilización, tensiones entre poderes (el de los propietarios y el estado), una escena de tiros. Gálvez conoce bien el género, no solo sus lugares comunes sino también su fisicidad: en la película se sienten la textura de la ropa, la mugre que se acumula, el peligro de la intemperie, la brutalidad que subyace a cualquier tipo de vínculo. Pero todo eso se deshace bajo el peso de las ideas. Los colonos va en busca del western para denunciar cosas ya conocidas: el exterminio y sometimiento de los nativos, el poder temible de los dueños de la tierra, las licencias de sus segundos, la connivencia de la Iglesia. Gálvez hace primeros planos de los aborígenes perseguidos, cautivos, muertos o forzados a la servidumbre. Al final, cuando parece que el estado de Chile busca justicia por los crímenes del pasado, un político filma a una pareja de onas y les pide que realicen ciertos gestos para la cámara. La mujer se niega, y el director la muestra en primer plano mirando a la cámara (es decir, al público). El plano quiere indicarle al espectador las emociones que debe sentir: pena por el destino de esas pobres personas, pero también alguna especie de culpa (por participar de la cultura que los aniquiló), asombro ante ese pequeño gesto de resistencia, conmoción por la entereza de la mujer (que antes había sido esclava).
¿Queda alguna reivindicación de las matanzas de los pueblos nativos de la región? Si tal cosa existiera, dado que cualquiera puede pensar lo que quiera, esas personas, ¿se atreverían a manifestarlo? ¿Se puede filmar una película que denuncie con altisonancia esos hechos sin caer en la demagogia? El progresismo escolar de Los colonos exige explicaciones y subrayados constantes. El escocés y el mexicano que lideran la expedición son crueles, ruines, nacionalistas, matan por placer, violan mujeres cautivas, no conocen piedad o escrúpulo alguno. Del terrateniente de Alfredo Castro mejor ni hablar: Castro parece que solo aceptara papeles así, con personajes monstruosos cuya malignidad exagerada bordea la caricatura. En un par de escenas aparece Perito Moreno, a quien hace Mariano Llinás y que además participa en el guion, para impartirles lecciones de moral a un puñado de soldados andrajosos acerca de sus apetitos bestiales y otras cuestiones esenciales (los derechos de los nativos, la importancia de la ciencia, que nada bueno puede provenir de militares que se aburren). Uno quiere concentrarse en cómo Gálvez filma el paisaje y la crudeza del lugar, los vínculos ambivalentes entre hombres o la mirada torva de los habitantes de la zona; uno hace el esfuerzo, pero la pedagogía machacona que la película pone en boca de Moreno o que señala a cada rato en los actos del terrateniente o de sus esbirros demuelen cualquier intento. Los colonos no quiere nuestro disfrute, sino nuestro acuerdo. El momento del tiroteo condensa esto como pocos otros de la película: el mexicano, especialista en asesinar aborígenes de sus pagos (ajuste de cuentas con el pasado estadounidense del género), dirige un ataque silencioso contra un grupo. Él y el inglés, armados con rifles, los matan a sangre fría y se ceban en la carnicería. La neblina de la madrugada encubre el ataque, pero también el despliegue de la acción: la miserabilidad del acto no permite los goces del tiroteo, la destreza o las escaramuzas. No son tiempos de placer para el cine, sino de consternación.
Como ya pasara otras veces, cuando una película trata de apropiarse del western con fines parecidos, el género parece cobrarse una venganza terrible: se retira, se repliega sin entregar nada de su energía, dejando detrás suyo apenas un montón de utilería iconográfica (caballos, sombreros, escopetas, un desierto) cuya presencia no hace más que señalar lo que ya no está y no volverá a estar, no solo porque Los colonos no pueda traer a la vida la lengua muerta del western, sino porque es la época la que ya no sabe cómo hablarla.
(Chile, Argentina, Reino Unido, Taiwán, Alemania, Suecia, Francia, Dinamarca, 2023)
Dirección: Felipe Gálvez Haberle. Guion: Felipe Gálvez Haberle, Antonia Girardi, Mariano Llinás. Elenco: Sam Spruell, Mark Stanley, Alfredo Castro, Marcelo Alonso, Benjamin Westall. Producción: Stefano Centini, Benjamín Domenech, Santiago Gallelli, Thierry Lenouvel, Emily Morgan, Giancarlo Nasi, Matías Roveda. Duración: 97 minutos.