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CRÍTICAS - CINE

Los que se quedan (The Holdovers)

PEQUEÑO GRAN PROFESOR

“Holdover” significa muchas cosas en inglés: puede ser un residuo, un remanente, un rezago, y especialmente ese elemento viejo que produce un efecto distinto al combinar con algo nuevo. En la psicología y el psicoanálisis, los traductores al inglés de Freud usaron la palabra “holdover” con la acepción de ese recuerdo reprimido de la infancia: aquello que vuelve, por ejemplo, en un sueño; los de Lacan lo emplearon para traducir “reste”, resto, concepto mucho más complejo que sería imposible sintetizar acá (tampoco tendría mayor sentido).

Los que se quedan es el título español que traduce The Holdovers; es bastante acertado, aunque, forzosamente, escamotee otros ecos de su significado. En principio, los “holdovers” son los alumnos que “repiten” algún año y deben recursarlo, pero además, en el caso de esta película, son los tres solitarios que deben quedarse a pasar la Navidad y el fin de año de 1970 en los claustros de una institución de enseñanza. Quedarse a unir sus respectivas soledades, brindar a las 12 con infinita tristeza mientras, por televisión, escuchan el alegre “Auld Lang Syne”. Ellos son el profesor de estudios clásicos Paul Hunham (extraordinario Paul Giamatti), el alumno Angus Tully (Dominic Sessa) y la cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph, la detective de la serie Only Murders In The Building.

Al principio, antes del receso de invierno, los iban a acompañar algunos pupilos más, pero la aparición del padre de uno de ellos, en helicóptero, que los “rescata” para festejar en algún lugar mejor, deja solos a los tres, Angus es el único de los pupilos que no puede sumarse a la escapatoria porque carece del permiso de sus padres divorciados: la madre está con un nuevo hombre, y no quiere a su hijo junto a ella, y el padre por circunstancias que aquí no deben revelarse.

De modo que “these three”, como diría William Wyler, esos tres, son los que se quedan, los que se ven obligados, por fuerza de la soledad, a permanecer en el internado universitario Barton: ese establecimiento, a medias entre un secundario para reincidentes y una universidad, no es real (aunque sí existe uno con ese nombre) sino que se trata, como lo ha aclarado el director del film, Alexander Payne, de una combinación entre cinco de ellos.

Estamos en presencia de un excepcional film navideño que, quizás, se estrena (al menos en nuestro país y en otros) después de la Navidad porque se trata, de manera paradójica, de un film navideño y a la vez ateo. Carece de iluminaciones, de milagros, de esos mensajes de esperanza que tanto placen a Hollywood, incluyendo algunos de sus grandes clásicos como Qué bello es vivir, de Frank Capra. Acá no hay salvación ni ángeles que recobren las alas: sin embargo, contra la bella superchería hay una película profundamente ética en cuanto al mundo que la sostiene y a las elecciones de sus protagonistas, en especial la del profesor que compone Giamatti.

Sus protagonistas son tres seres desdichados, pero más lúcidos que cualquier otro “bendecido” por las historias navideñas convencionales. Quizá sólo Cigarros de Wayne Wang, con Harvey Keitel, pueda comparársele, pero inclusive en ella había más “esperanza” y una mentira piadosa como sostén. Aquí no. En el transcurso de su historia, quedan al desnudo el complicado pasado del profesor, el dramático cuadro familiar del discípulo, y el duelo perpetuo de la cocinera, una mujer obesa, afroamericana (en tiempos de pleno racismo en los que no se usaba esta palabra), cuyo hijo, que estaba becado en esa escuela, cayó en combate en Vietnam.

El profesor siempre hace el mismo regalo de Navidad: las “Meditaciones” de Marco Aurelio (en su habitación tiene una caja con ejemplares al por mayor), y cada vez que obsequia uno remarca el mismo comentario: “Para mí este libro es la Biblia, el Corán… con la diferencia de que aquí no hay un dios”.

Desde ya, la lectura previa, o posterior, de estas “Meditaciones” (escritas en griego por el emperador, en 180 d. C.) enriquecen la visión de la película. Sólo una aclaración: contra lo que dice Giamatti, Marco Aurelio menciona en su obra muchas veces a Dios (o Zeus, o Júpiter, o “los dioses”), pero, como estoico puro que fue, su concepto es variable de un capítulo al otro, o de un párrafo al otro. En ocasiones ese dios es el mundo; otras, sólo una improbable entidad filosófica, y las más veces la “guía interior” del sujeto libre, algo similar al “daimón” socrático. O, como decía Borges, se procede por ética y no por la esperanza de una recompensa o el temor a un castigo (recompensa o castigo póstumos, aunque también, sobre todo, mundanos). Naturalmente, todo esto que sirve de base conceptual a la película sería farragoso de explicar en un guión. Como lo dice el profesor está perfectamente dicho: las “Meditaciones” son la Biblia sin Dios.

“O nada pueden los dioses o lo pueden todo”, escribe Marco Aurelio, con irrebatible lógica. “Si efectivamente no tienen poder, ¿para qué les suplicas? Y si lo tienen, ¿para qué les pides que no sobrevenga o que sobrevenga tal o cual cosa si ellos ya lo decidieron? Si pueden colaborar con los hombres lo harán sin que lo pidas Y si no lo quieren, ¿piensas que les torcerás la voluntad con tus súplicas?”

“Si hay Dios, todo va bien, pero si todo ocurre por azar, no te dejes llevar también tú por el azar”, esto es lo que lleva a la práctica el profesor Hunham. “Has soportado infinidad de males por haberte resignado a que tu guía interior no desempeñara la misión para la que fuiste constituido. Emprende, pues, tu cometido y no repares en si alguien lo sabrá. Porque, ¿quién cambiará las convicciones de los otros? ¿Qué otra cosa existe sino esclavitud de gente que finge obedecer?”. Hunham lo pagará muy caro, pero esa es su irrenunciable “guía interior” que lo transforma en un personaje más límpido que cualquiera que se mueva guiado por mandatos externos o dogmas, sean los que fueren.

Además de su ética, “Los que se quedan” tiene, además, una estética propia, que podría haber caído en el pozo del “estilismo” al que, milagrosamente (adverbio que detestaría el profesor) escapa. Parece una película de los 70, como si hubiese sido hecha en los 70 (los de Hollywood, desde luego, los de la generación de los “Tender Comrades” y los “Easy Riders”); en tal sentido, elude toda la literatura cinematográfica posterior sobre el tema (v g. La sociedad de los poetas muertos, etcétera), como si se apoyara, por algunas referencias, sólo en la precedente, como Al maestro con cariño.

Y, naturalmente, está llena de complicidades con el espectador de aquellos tiempos, o con los amantes de aquel cine, como la escena en la que, cuando profesor y alumno empiezan a mejorar su trato recíproco, al comienzo muy hostil, y a que la relación se torna, casi, en paterno-filial, concurren juntos a ver Pequeño gran hombre, el hoy semiolvidado western vanguardista de Arthur Penn con Dustin Hoffman. La música, que va desde el “Ombra mai fu” de Haendel a “The Wind” por Cat Stevens, es otro elemento importante, aunque a veces un poco invasivo, de la película.

(Estados Unidos, 2023)

Dirección: Alexander Payne. Guion: David Hemingson. Elenco: Paul Giamatti, Da´Vine Joy Randolph, Dominic Sessa, Carrie Preston, Brady Hepner. Producción: Bill Block, David Hemingson, Mark Johnson. Duración: 133 minutos.

2 comentarios en “Los que se quedan (The Holdovers)”

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