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CRÍTICAS - CINE

Love Life, lo que fuimos vive siempre

Love Life es una tragedia sin ecos, sin resonancias acordes con su representación, como si se tratara de una gran escultura que proyectase sombras tomadas en préstamo de otras, y discordantes con ella: justamente a esa mixtura, a ese intercambio a veces brusco de emociones, le debe la mayor parte de su riqueza. Es un film lúcido y singular.

Sus personajes, envueltos en la situación más trágica que puede ocurrir en la vida de alguien, como la muerte de un hijo de pocos años (en este caso, una muerte accidental, tonta, en medio del festejo de su cumpleaños), no reaccionan de acuerdo con lo que podría esperarse en un guión de desarrollo más convencional, sino que las sucesivas acechanzas que atraviesan esos personajes, y que los atraviesan a ellos, los empujan a actuar en las más dispares direcciones. Es una paleta que, a la vez de narrar una tragedia, diluye (a conciencia) las bases del género sobre el que se apoya. Transforma el intercambio entre géneros en un examen del espíritu ante determinadas situaciones límite.

Keita (Tetta Shimada), niño casi prodigio, campeón de Othello (ese juego de tablero, también llamado Reversi, que a mediados de los 80 popularizaron las primeras Atari y el Commodore64), cuando quiere intercambiar algún secreto con su madre, Taeko (Fumino Kimura), para que no lo oiga el padre, lo hace en lenguaje de señas, de sordomudos; no obstante, ni él ni su madre lo son. El espectador sólo conocerá después la razón de tal aprendizaje.

Taeko, junto con su marido, Jiro (Kento Nagayama), trabajan en un Servicio Social estatal: allí también lo hace una mujer joven, cercana a Jiro, y a quien él nunca ha nombrado ante Taeko, hasta que se produce un embarazoso encuentro fortuito en una calle. También conoceremos más tarde el motivo del silencio. Lo mismo ocurre con las razones del resentimiento de los padres de Jiro, vecinos del matrimonio en un enorme condominio, hacia Taeko. Más que resentimiento, hostilidad, desprecio.

Sin embargo, el momento más tenso, más terrible, que se pone en serie en la misma línea de pequeñas revelaciones, es la aparición de otro hombre, Park (Atom Sunada), durante el velatorio de Keita: ese hombre, a quien allí nadie conoce, va directamente hacia Taeko y la abofetea.

Es en la escenificación de esa ceremonia fúnebre, de acuerdo con los rituales japoneses, donde reside el clímax de la película: Park, extraviado, desesperado, cuyo dolor queda semioculto por sus lentes de amplio aumento, es el único que, pese a su acto despreciable, parece tener en esas circunstancias sangre en las venas. Es el único no japonés.

Su ataque de ira contrasta brutalmente con el resto de la familia y los compañeros y amigos de Keita, corteses, pacíficos y resignados ante una muerte tan precoz como absurda. El espectador no tardará en saber quién es Park y qué hace allí: a partir de entonces todas las piezas de la historia, como las fichas del Othello, comienzan a desplazarse rápido, a revelar su lugar y cambiar de color de acuerdo con su posición. La historia descorre lo que permanecía oculto, aunque eso no signifique —como si se tratara de un policial—, que “la realidad” cobre sentido, que todo se ordena.

Por el contrario, la integración de Park (reservaremos su identidad) a la trama, y su articulación cada vez más clara con la situación a la que se había llegado al iniciarse el film, pone en acción lo que se decía al principio sobre la disolución de las bases del género. Love Life les escapa a los efectos dramáticos, a los ecos de lo que podría haber sido, en otro guión, una muerte como la de Keita, no sólo por la —llamémosla así—, respuesta japonesa ante los infortunios, sino sobre todo por los laberínticos vericuetos que seguirán sus personajes desde la irrupción del desconocido.

Park no sólo vino a escandalizar una ceremonia fúnebre, sino que se integró al destino de los otros como un arlequín en una tragedia ajena: las consecuencias de sus futuros pasos modificarán radicalmente el devenir de los hechos, al punto de que, cerca del desenlace, la más imprevisible de sus acciones, su nueva mentira y la menos esperada, empuja la tragedia no sólo al borde del absurdo, sino de la comedia. El ritmo de cierta música, en cierta fiesta, que sigue con el cuerpo Taeko, es uno de los momentos antológicos del film, el que corona este pequeño ensayo sobre la naturaleza de los géneros que ha concretado Kôji Fukada.

(Japón, Francia, 2022)

Guion, dirección: Kôji Fukada. Elenco: Win Morisaki, Tomorô Taguchi, Fumino Kimura, Kento Nagayama. Producción: Yasuhiko Hattori, Yûko Kameda, Masa Sawada. Duración: 123 minutos.

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