A Sala Llena

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CRÍTICAS - STREAMING

Napoleón

CUANDO DESPERTAMOS, JOAQUIN PHOENIX TODAVÍA ESTABA ALLÍ…

1.

Sin vueltas. No es un film. Es una serie de viñetas, frente a las cuales hasta el número más vacuo e infantil de Billiken, o del “Tesoro de la juventud” saldría bien parado en comparación.

No es posible siquiera aventurar la palabra, menos el concepto de cine, a esta retahíla de ripios mecánicos torpemente recubiertos de la pastelería del gran espectáculo. Gambito que este tipo de tripas culturales ya no pueden esgrimir, porque la técnica audiovisual se ha extendido tanto, se ha vuelto tan inflacionaria, que un apenas adolescente, sin ser dotado de imaginación y menos de una cultura siquiera elemental, tiene al alcance de sus dedos desatados.

Hablar de señor Scott como director sería, y lo fue siempre, un contrasentido que atenta a la vez contra toda capacidad no sólo intelectual, sino ya meramente gramatical. Es un juntador, un vulgar acopiador de clisés, un cambalachero de restos de una demolición, que no hace más que reproducir maquinalmente y ad nauseam toda la serie de falaces estereotipos y venenos surtidos, cosas para las cuales el país de origen del señor Scott es más que prolífico.

2.

Fue repetidamente señalada obsesión editorial inglesa en producir a destajo biografías de dos franceses, Juana de Arco y Bonaparte; éste, encima, con doble nacionalidad italiana…Doble desvelo inglés entonces.

Por lo demás, esto quedó como un slogan que apenas tuvo en su momento ya lejano el mérito de señalar una mosca en la pared. El tema es que ahora las moscas han cubierto la pared. La del entendimiento histórico, que incluye la polémica, el debate dialéctico, el realismo. Desde luego que ha cubierto también esa pared móvil que fue llamada alguna vez “cine”.

Las bodas incestuosas entre Scott e Inglaterra sólo pueden producir hijos con serias taras. Pero si a éstas se las adorna con elementales chapuzas fotografiadas no por una inteligencia sino por una ignorancia artificial, estamos en pleno desbarajuste. El caos nihilista.

3.

Desde luego, no seremos nosotros –menos tras medio siglo de trabajo teórico sobre el cine y su concepto– quienes esgrimamos el siempre erróneo concepto de “verosimilitud” que tanto hemos combatido, y creemos haber demostrado su falacia con argumentos meditados, razonados; sin más científicos.

Todo narrador, literario o de cine, un dramaturgo, pintor o poeta puede tomarse todas las licencias del caso. Licencias poéticas, precisamente. Pero si la licencia se vuelve licenciosa, es decir “mezcla promiscua de todo”, se convierte en…qualunchismo,“cualquiercosismo”.

4.

En los momentos que atraviesa la historia mundial, donde termina o parece terminar toda una serie de certezas o pactos políticos, así como las propias organizaciones que los sustentan, cualquier gasto en sentido no sólo monetario –a lo que se reduce todo–, sino “gasto” en sentido de intercambio antropológico de bienes, es un paso que debe meditarse.

El pasado como subjetividad emocional sólo puede dar lugar a la lírica o al trance existencial del “memento mori”. Pero la busca, o el intento de busca de objetividad, es intentar comprender las condiciones anímico-espirituales, y también materiales, que llevan al presente y son motivo de todo aquello que se llama Historia. Que todavía  la escribamos con mayúscula –al menos en castellano–  puede parecer tanto una esperanza humilde –que tal vez la razón aún no extinta no puede entender–, como un grotesco maquillaje para cubrir un rostro deforme.

5.

Toda obra de expresión, o que se presente como de expresión, es decir la objetivación más orgánica posible del devenir humano, debe mantener la cautela, más bien la probidad de justificar toda re-presentación, que es un volver a presentar. El pensar es un representar; ya sea privado, anímico, subjetivo, particular, psíquico, etc., o el general, universal, que es un intento o tentativa más que milenaria de mantener la originaria verticalidad del pasaje de los homínidos al “homo sapiens”. 

Esa verticalidad tan sutil como metódicamente estudiada y puesta en conceptos desde Vico a Teilhard de Chardin fijó, marcó –para decirlo etológicamente– nuestra función: el ente que es el hombre, lo humano, pero que desde esa verticalidad se pregunta por el Ser. Una vez más: “Por qué hay Ser y no nada”.

6.

El nihilismo, esa nada que al no poder justificarse siquiera gramaticalmente sin caer en el absurdo –“creo en nada”, “sólo hay nada”, etc.–, debe cubrirse con el telón de “causismos”, inquietudes; “lo interesante”, al decir de Kierkegaard. Y estas “inquietudes” deben ser fabricadas de consuno con una celeridad cada vez más urgente. Pero esa urgencia es tan sólo inercia. El sistema nervioso central que busca reproducir/se “sin ningún deliro moral”, debe fabricar a una velocidad inusitada no sólo gadgets, sino también disputas donde no había un problema, o estaba ya estaba resuelto. 

Claro que la resolución siempre es problemática, es decir, pierde algo cuanto mayor es su inversión de energía. Puesto que también la termodinámica, como toda ciencia inmanente, o que se cree tal, guarda, conserva un resto, un plus–o minus, eso no importa–  de otredad. De otra cosa. 

La ciencia, aún la política, es una metafísica que se ignora. Por lo tanto, el concepto o ya flatus vocis de progreso es problemático. Trágico.

Citábamos días atrás el dictum de Lévi-Strauss…“En lo que llamamos progreso hay un noventa por ciento de esfuerzos por remediar inconvenientes ligados a las ventajas que nos procura el otro diez por ciento”.

7.

Si no se cree o no se tiene una noción trascendente, una “razón vertical”, se debe manifestar y justificar el ser en el mundo de manera inmanente. Esto en el mundo del privilegio económico occidental. Puesto que no vamos a pedir que puedan acudir a ese lujo –como se intenta delirar de manera perversa– las multitudes hambreadas y enfermas de países ya no sólo coloniales, sino a los propios países colonizadores que ahora reciben, con diferentes grados o muecas de ambigua aceptación, multitudes en condiciones desesperadas. Y esto según la dirección política que atienda la mesa de entradas durante determinado período. Mesa de entradas que recibe las precisas instrucciones de Washington, y que la vacua “unión europea” acepta pasiva y servilmente.

8,

Inglaterra ha tenido una política coherente. Lo cual no quiere decir justa, ése es otro tema. Si lo vemos políticamente, ha sido eficiente y supo, además, una vez agotada su energía, trasportarla trasatlánticamente. Fue muy hábil en hacer el traslado de las oficinas de Londres a las de Nueva York. Que algunos –no todos– de sus habitantes sigan llamándolo “independencia”, es cosa de ellos. Que nosotros lo sigamos creyendo es cosa nuestra y debe ser tenida muy presente.

Digamos que la “madre patria”, o más bien la matriz industrial originaria, perdido todo lugar principal de mando y decisiones, se dio a conservar como fachada tan sólo una pompa y circunstancia que hace años ni se creen los encargados del atrezzo. 

Hábiles comerciantes en la producción de una variedad de productos; primero para consumo del mercado interno, y luego para su exportación, fabricaron uno novedoso, llamado “rebeldía”, “trasgresión”: “lo alternativo”, como proclaman. 

9.

Pero lo “alter” de esta “alternatividad” no es ninguna “otra cosa”; no es un opuesto ni una postura polémica a lo otro y anterior, sino un producto de apariencia y envase diversos, fabricado por la misma usina y su cadena de montaje.

Que los Jones o Smiths se crean tal gazapo e imaginen que con tales símiles de “diferencia tecnificada” –como lo hemos llamado hace tiempo–  pueden paliar no los días lluviosos y la humedad, sino el recuerdo de sus una o dos generaciones de labor proletaria, o directamente de esclavitud, y que mediante tales artilugios imaginan que se sitúan en una vereda opuesta, es un problema de los Jones & Smiths. 

Que lo crean García, Roccatagliata, Da Silva y hasta Dupont, ya es problema nuestro. Porque aquí se trata de pulsión suicida y de una absoluta ya no miopía, sino ceguera política. Aquí sí, POLÍTICA. 

10.

No nos interesa, salvo como filosofía estética, ocuparnos de demostrar científicamente–es decir por inducción y comparación– la fealdad o la  vulgaridad de tales productos en exhibición permanente. Tampoco nos interesa rechazarlos, o más bien detestarlos, sumidos o acorazados en una superioridad moral por nuestra parte. Tengamos siempre presente uno de los apotegmas de la doctrina Corleone: “Nunca odies a tu enemigo; esto te impide pensar”.

11.

Pasaré –con la tácita aprobación del lector– a la anécdota personal. Hace años, no tantos, un columnista de economía, aunque con veleidades –como veremos, no justificadas– de historiador, repetía sólitamente el sonsonete de la capacidad cuasi innata, impoluta, siempre alerta, de autocrítica de Inglaterra, a diferencia de otros países caídos fuera del paraíso autocrítico inglés. 

Le mencioné simplemente el estreno entonces reciente de un film de ese origen, Elizabeth. No sólo un panegírico atolondrado y descarado de la sanguinaria usurpadora de la corona de los Estuardo, sino que, en paralelo y ya más que repetidamente, presentaban a los españoles e italianos, en suma católicos, como monstruos y reducidos a caricaturas. 

Le recordé también que esto ya era centenario, varias veces centenario en ellos. Las novelas sobre la cultura romana y su Imperio; los bodrios programáticos de Robert Graves con su Augusto emperador como un títere de los manejos de su esposa Livia; y hasta la capacidad de retrotraerse al propio Eneas, ese ingrato latin lover seductor de la cartaginesa Dido.

¿Juana de Arco? Una histérica. ¿Las dos reinas Médici de Francia? Dos brujas y atorrantas. ¿La imprescindible Lucrezia Borgia? Sí, adivinaron, una envenenadora. Más cercano en el tiempo y a nosotros: ¿Evita? Una puta.

¡Ah, qué maravilla la sencillez inglesa para atravesar la historia con impoluta virginidad victoriana!

12.

Obviamente cuando algo confeccionado por ellos, por ejemplo, la sumisión de la mujer como obrera o prostituta callejera, o sino como esposa y madre burguesa ceñida con un corset sexual (como Rose en Titanic), ya no es necesario ni útil por razones meramente de producción material, entonces dan por perimida y obsoleta a tal organización familiar-sexual.  

Apelan entonces la segunda usina y fabrican las “diferencias tecnificadas”. Bufones que propalan gritos y befas provistos de ropajes estridentes y estereofónicos; drogones con permiso de circulación garantizado, y meneadoras de culos y tetas para demostrar que estamos en – para decirlo con uno de sus lúcidos profetas– A Brave New World.

13.

Pero eso no basta. Porque si se tienen dos dedos de frente de conocimiento histórico, comprendemos que se lanzan sin más a sumar esa anterior hipocresía sexual y moral con relación –pero inversa–  a la mujer de los países latinos y mediterráneos. 

Entonces, si se esgrimen razones históricas, científicas, no de tácita superioridad moral… “Ey, pero Livia, Juana de Arco, Leonor de Aquitania, las dos reinas Médici, Lucrezia y –para nos extendernos–  Evita, no parecen haberse mantenido en el molde victoriano puritano de sometidas…”. 

¿Entonces? No tienen dudas para responder: “Eran todas histéricas, brujas y putas”.

Y es aquí que son las señoras García, Roccatagliata, Da Silva y Dupont las que deben aguzar el ingenio y afilar el lápiz de la conciencia histórico-política. 

14.

Retomando. Esto no es tan solo mal, pésimo cine, es un audiovisual vacuo, donde la técnica se despliega por un andarivel autónomo regodeándose en su dispositivo, mientras en el andarivel paralelo –si es que existe tal espacio–  corre, más bien se arrastra, la improvisación chapucera; la carencia absoluta de la más mínima noción de puesta en escena. 

Son piezas sueltas, arrojadas al azar sin ninguna coherencia y con gran acopio de intertítulos pedestres.

Perdón, sí hay una coherencia: la de ser un pésimo brulote contra ese fantasma de Bonaparte que recorre no Europa, sino los sueños húmedos de esa isla que jamás fue parte de ella, ni lo quiere ser. Dejémosla entonces flotar en ese mar a la deriva de la Historia.

Puede hablarse ya de una tendencia. El film –vamos a llamarlo así– “estilo Brexit”. Sumamos otro “ejemplo”, el similarmente mediocre Dunkerque del ostentoso Christopher Nolan, que aquí abandona sus pretensiones de presentarse como “profundo innovador” para confeccionar otro panfleto de la singularidad británica. En rigor, una apología de su insularidad provinciana que falsea burdamente lo sucedido allí y entonces.

15.

Un film pretendidamente histórico –aceptado–, no puede contener y recorrer todos los vericuetos y atender a todos los personajes laterales, secundarios, corales y demás sin dilatarse en metraje y en mera ilustración. Ahora bien, en la selección de tales motivos y figuras se proclama su intención.

Ciertamente, partamos de la base que los films biográfico-históricos por lo general son torpes y fallidos. Están mal paridos desde su misma concepción.

La tradición–mejor dicho, la tradición ejemplar– nos demuestra que antes que nada debe evitarse el recurso de dirigirse directamente hacia al personaje ya vuelto Historia… Porque éste ya tiene una variada, rica y extraña, cuanto proterva existencia propia en las diversas, contradictorias, a veces lúcidas, otras partisanas, interpretaciones. 

Hasta John Ford confeccionó una lata impávida con El joven Lincoln; y con el mismo personaje, Griffith –en su penúltimo film– tampoco logró gran cosa. Supo sí qué hacer con él cuando es vuelto apenas un partiquino en un momento de su opus magnum, El nacimiento de una nación.

16.

Lo que hace que la vida sea diferente y hasta opuesta al arte de ficción, consiste en que el personaje, la figura destacada en la Historia, los grandes hombres o las grandes mujeres que han tenido poder y hasta gloria, apenas pueden ser partiquinos en el arte narrativo. De lo contrario, dan lugar a híbridos. Alejandro, César, Juana de Arco y hasta San Francisco de Asís han padecido ludibrios semejantes.

Con los santos, esto se debe a que están fuera de la Historia; con los primeros, porque ellos son ya toda la Historia, y por ende no tienen historia que contar.

17.

En el arte literario pueden tomarse atajos y emplearse recursos útiles para evitar tales cul-de-sacs. Tomemos como ejemplo una obra narrativa emparentada con la figura de Bonaparte, Guerra y paz. 

¡Por favor, estamos tratando de ser los más didácticos posible y no de acercar al coloso de la novela rusa a este constipado visual e iletrado!

Pero sírvanos como ejemplo. Si se tiene que narrar un epos histórico, es decir perteneciente a un pasado, pero no como tiempo cronológico ni verbal, sino “pasado” en el sentido de trance existencial, nudo de sentido que modifica drásticamente desde las relaciones geográficas hasta las mentales, no puede centrarse en quien ya está juzgado. Porque dependerá del juez y del jurado que hayan dictaminado tal condena o absolución.

Pero si se busca y se consigue, con talento e inventiva, con genio, poner a los personajes reales en un lugar lateral, haciendo de los ficticios los principales, como en Guerra y paz, tenemos la única posibilidad operativa de tales ficciones o puestas en ficción de lo histórico.

Puede también buscarse un personaje oblicuo, puesto al margen –como en Tucker de Coppola– , y mediante este sostén o soporte asentar una visión –siempre mediante una puesta en escena, que en Tolstoi es puesta en escritura– de un trance histórico, momento, pliegue espacio-temporal, etc.

En este caso, somos expuestos–si además es cine o novela como organización estilística, puesta en escena, estructura, etc.–  a una visión del mundo donde el personaje puesto al margen  es empleado para transformar  a ese punto distante y oscuro, en el punto de partida de una toma de posición anímico-espiritual, así como histórica y política.

El Bonaparte de Guerra y paz por cierto no es exactamente el nuestro, como tradición y decisión política. Que –una vez más Carl Schmitt–  no lo hemos elegido, sino que nos ha sido dado por nuestra propia genealogía histórica.

Pero Tolstoi, en su toma de distancia con este personaje, nos ofrece no una “cosa juzgada” sino un ricorso; es decir, un recurso de amparo para reabrir el juicio. 

Francamente, durante la lectura no sabemos mucho –ni nos importa un ardite– del General Kutúzov; pero sí del compuesto de palabras organizado por el novelista. 

Ahora bien, el narrador sí hace que nos interesemos y nos apasionemos, indignemos o seamos sorprendidos por Pierre Bezújov o por Natasha Rostova. Pero, y también –allí está el quid–, por el anónimo campesino que en ese momento –hecho de palabras vueltas metáforas y símbolos– es tan importante; un igual a Kutúzov o Bonaparte. 

Si el largo excurso que prodiga Tolstoi con cierta autoindulgencia sobre la guerra, la historia universal, Dios, y unas cuantas cosas más es una intromisión extraliteraria, además de un zurcido con variaciones de las ideas de Schopenhauer, es otro tema; o, mejor dicho, otro problema. En todo caso, el mismo que Tolstoi repetirá en Ana Karénina, con sus dilatadas reflexiones sobre la reforma agraria y otra docena de temas.

18.

En el copioso mamarracho perpetrado por Scott, Bonaparte es reducido a una marioneta cornuda y un obseso por practicar con Josefina la arriesgada pero satisfactoria postura conocida como “pecorina”; lo cual seguramente es debido a su origen italiano. Claro que, además, en dicha práctica se lo muestra muy torpe –táctil y visualmente– para acertar en el blanco adecuado; lo cual –cabe suponer– trae aparejada la consiguiente esterilidad de la anteriormente conocida como Madame de Beauharnais.

También se lo presenta como a un hiperacúsico crónico, cuyo gesto de taparse los oídos al disparar los cañones nos invita a que, por nuestra parte, nos tapemos los ojos para no ser agredidos por tal maratón de ridiculeces.

Que en su campaña egipcia busque contemplar, oler y casi lamer una momia, nos parece que se trató de un lapsus o de una confesión involuntaria del estado de momificación de este estucado pastiche.

Phoenix –esperemos que en este caso sea un fénix poco frecuente– actúa como un imbécil; pone cara de imbécil; se mueve como un imbécil; habla como un imbécil, pero –como diría Groucho Marx– no nos dejemos engañar: se trata de un imbécil.

(1) L’Express, 1971.

(Reino Unido, Estados Unidos, 2023)

Dirección: Ridley Scott. Guion: David Scarpa. Elenco: Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim, Rupert Everett. Producción: Mark Huffam, Ridley Scott, Kevin J. Walsh. Duración: 158 minutos.

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