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Cosas que prometí no decir | Notas sobre Mizoguchi

Cosas que prometí no decir | Notas sobre Mizoguchi

1.

Hay un eje o étymon espiritual en buena parte del cine de Kenji Mizoguchi. El de la mujer que hace al hombre; lo construye, lo crea casi existencialmente ¿o “existenciariamente”? Pero que luego lo abandona, o es empujada a abandonarlo para así verlo, y ayudarse a ver el mundo como un simulacro, como un artificio.

Sea en El último crisantemo (1939) como actor de roles femeninos del Kabuki, como príncipe y gobernante, O-Haru (1952), y aún como padre de familia o como hermano, La balada de Osaka (1936). Siempre es la mujer la que “hace” a ese hombre. Éste quiere dinero, ser samurai, ser príncipe, aún ser sacerdote budista (en la misma O-Haru), pero es sólo la mujer aquella que carga con la responsabilidad de una vez creado el papel masculino -sea en la corte, el templo, en el escenario, en la vida cotidiana- mostrarle de alguna manera que siempre se trata de lo mismo: el carácter de mera apariencia del mundo.

Para Mizoguchi el carácter de “velo de Maya”, de apariencia del mundo terreno, se debe en mucho a la actividad y a la voluntad masculina. Esta voluntad, desde luego es la misma -cambiando lo que haya que cambiar-, a la que Schopenhauer consideró la raíz de toda la miseria y sufrimiento que conlleva la vida humana (*)

Aquí es donde reside, en el reino de la autoconciencia vía el cine, la radical y ontológica situación que separa al cristianismo, al catolicismo del budismo más exigente. Digamos que ambos están de acuerdo en la función única, indelegable, sobre todo irreductible a los fines del mundo moderno de la mujer, pero para Mizoguchi ésta debe completar la inacción, la reabsorción en el principio cósmico indiferenciable. Tarea que para el hombre atado, o más radicalmente atado al mundo de las apariencias resulta casi imposible.

2.

Para James Cameron -por ejemplo-, la tarea de la mujer es una militancia en lo histórico, o mejor dicho también con lo histórico, para completar a lo masculino y religar la separación, tras la caída, tras la expulsión del Paraíso. Para el catolicismo el pecado está “agregado” en la Historia; para el zen la Historia es el pecado.

3.

Por si hiciera falta agregar. Esto no quiere decir que la obra de Mizoguchi, guarde un desinterés por lo político. Pero esto es -como todo lo existente- puesto en un plano secundario, frente a la opacidad del mundo que en este autor, en sus diégesis como en su resolución estilística, es ilusión. Esa fotografía tenue, neblinosa y transparente a un tiempo ¿no señala la propia “esencia” del mundo como algo en parte similar al “espejo enigmático” por borroso, de la célebre Epístola de San Pablo a los Corintios?

N. B. tenemos aquí también un ejemplo de la visión superficial de cierta doxa -que en el cine crece como la peste- acerca de lo técnico per se, sin ningún contenido o significado simbólico.

A la salida del anterior ciclo dedicado a Mizoguchi, en la misma Sala Lugones me encuentro con un menos que mediocre director de “cine”, que no hacía otra cosa que celebrar con alaridos la fotografía y los complejos travellings del autor japonés. No parando mientes en qué cosa significan, aparte de lo material.

4.

La lucha de clases, por usar un concepto polémico, existe tanto en Mizoguchi como en Hitchcock o Ford, por ejemplo. Sus banqueros, usureros, comerciantes tramposos y demás, no están para nada ausentes en sus relatos y representaciones.

Pero con las diferencias existenciales que existen entre ellos. El mundo del dinero, de su acumulación tanto originaria como monopólica, es visto también como un escollo muy difícil de evitar con respecto a lo que podría llamarse “salvación”.

El dinero, su posición u ostentación es el dáimon que precipita la caída y desgracia de sus diversos personajes. Así Marion Crane en Psycho, Marnie en film homónimo, y el mismo poder histórico ocasional es una desgracia para algunos y una total indiferencia para el hombre-masa. Como vemos en el exacto final de una obra todavía mal entendida como lo es Topaz.

Más recientemente y ya en la autoconciencia, tenemos que en La conversación, la codicia y avaricia del capitalismo avanzado lleva a un relativismo moral, que corrompe al profesional liberal que se cree al margen. Pero su meta es una quietud -no un quietismo- una gracia que en Mizoguchi es “satori”.

5.

En Sansho, el gobernador (1954), ya la primera sorpresa la tenemos en el título que es el nombre del villano y ocasional personaje del film, y no de la protagonista, como uno podría pensarse. Es tal vez el film más “didáctico” de Mizoguchi, una suerte de canon del budismo; algo así, mutatis mutandis, como I Confess en la obra de Hitchcock.

La obra tiene como es habitual en este autor imágenes de gran belleza fotográfica; y que incluso sobrevivieron en la mediocre copia proyectada en una retrospectiva previa de la sala Lugones, ya varios años atrás…

Pondremos como ejemplo de esto, la secuencia de la inmolación de Anju, la hermana del héroe, que se sumerge en un lago, tomada a través del ramaje de unos arbustos; algo similar a una pintura sobre seda. Pero queda siempre también el interrogante de hasta qué punto es una belleza exterior, o si queremos separada del contexto. Como sucede con muchos de sus travellings interminables, técnicamente magistrales, pero donde nos preguntamos el para qué. Al igual que sucede más que a menudo en los films de Max Ophüls.

6.

Jamás, según creo, podemos trasladar esta pregunta a un tour de force técnico en un film de Hitchcock, por ejemplo. Allí su razón de ser es también estético-dramática.

7.

Un film como Sansho, el gobernador muestra también los límites de la obra Mizoguchi y para mí es el límite, vía el cine, de lo mejor del oriente, del budismo, del zen, et. al. que puede ser retraducido por nosotros. Ahora bien, cabe la siguiente pregunta ¿Es el cine, el cine de Hitchcock, o de Lang, o de Murnau, o de Ford, o de Ford Coppola, el cine de estos autores más la cultura católico-occidental lo que los hace más grandes, o es mi percepción o sumersión o entendimiento de ellas?

Respuesta que, como tantas, sólo alcanzaremos en el paraíso.

8.

Otrosí. En Sansho, el gobernador se muestran más claramente las máculas de muchos de su films. La crueldad deliberada, el sadismo incluso; pero no intelectual (como en Hitchcock o Buñuel), sino directamente físico y con abundancia de detalles que, desde luego, hacen sospechar de cierto regodeo por parte del autor.

La propia trama con que se inicia el calvario de la protagonista de este film, parce demasiado “armada”, y no hay que invocar al azar, que si bien muchas veces es el mejor dramaturgo o guionista, no puede abusarse de recurrir mecánicamente a él.

9.

Siguiendo con lo anterior. En Mi amor en llamas (1949), más que logrado relato sobre la condición en femenina en el Japón contemporáneo, Mizoguchi la emprende con los políticos liberales y ya progresistas, que hablan y hablan sobre los derechos de la mujer y de su condición, pero solo son palabras o gambitos para sus beneficios eróticos.

Este film en su exacto final, resuelve en su puesta una de las simbólicas más perfectas y por ende más simples con respecto a lo que quiere decirse como política práctica. Cosa que, de lograrse, es uno de los puntos más altos del concepto del cine.

10.

Calle de la vergüenza (1956), es la última realización de Mizoguchi. El plano final con la debutante en la prostitución que se pierde o que oculta su cara detrás de una pared, mientras hace tímidas señas a la clientela, haciendo fuera de campo, mirándonos a nosotros, mientras la imagen se desvanece… Es quizás la última toma, la última imagen de las compuestas y rodadas por Mizoguchi, que ya estaba a punto de morir…

Aquí vemos a los hombres como clientes de las prostitutas: viles, cobardes o quedos. Y los hombres en general, como maridos, como hijos, como amantes, como padres, como patrones: todos una vez más creados por las mujeres que los ponen, más que nunca, “en su lugar”.

11.

Se le pide a la Mujer algo que ésta concede a regañadientes (eso sería la virginidad, la primera vez para Mizoguchi) y para satisfacer a un padre, a un hermano, a un emperador, a un actor; y que cuando aquella lo concede, el Hombre no sabe qué hacer con ese don, pase, viático que nunca -radical, ontológicamente- está a la altura de la cortedad masculina. Esta cortedad, esta limitación raigal de lo masculino, podría definirse como una suerte de miopía, de limitación del hombre a re conocer que ha sido hecho por la Mujer y lo femenino.

12.

Este no saber lo lleva a mezclar su voluntad (siempre negativa desde luego) a otras empresas, políticas, económicas, subrayadamente; pero también estéticas (el kabuki en El último crisantemo, la afición a la composición musical por el último emperador Tang en La emperatriz Yan Kwai Fei (1955), o meramente de sobrevivencia animal: casi todo el mundo masculino de Calle de la vergüenza.

Aquí los padres son los seres, los entes masculinos más descollantemente infames, tercos, hipócritas y sobre todo viles en el mundus de este autor.

13.

El porqué es por demás obvio: in status paternalis, el hombre alcanza la exacta contracara, la contrapartida y otredad absoluta con respecto a la mujer y a lo femenino. Como dador, como jefe, el hombre como padre es la manifestación más falsa que ata al hombre a la irrealidad del mundo, a su carácter de pura ilusión lastimosa y errónea. Si como padre lo masculino alcanza su estadio más abyecto en la obra de Mizoguchi, como hijo alcanza su estado o estadio de mayor indefensión: los simétricos hijos de ambas prostitutas en este mismo film.

El bebé literalmente arrastrado por un padre enfermo, tuberculoso, que intenta vanamente suicidarse repetidamente (su mujer lo salva de su ahorcamiento para ser increpado enseguida por su cobardía); y el hijo adolescente de la prostituta vieja, que trabaja de obrero en una fábrica -¡de juguetes!- y desprecia a su madre a quien llama “sucia e impura”; reproche arrojado en un terreno baldío entre los desechos industriales del Japón de posguerra. Madre que, por cierto, también lo ha hecho, y lo ha mantenido.

14.

Incluso en este mismo film la degradación del Japón posbélico es seccionada por Mizoguchi entre dos personajes del burdel. La así llamada Mickey, norteamericanizada desde el nombre (“¿Te llamás como la historieta?”, le pregunta un cliente), su vestimenta, sus modales et. al., y la sumisa, bella y joven -y aparente y externamente tradicional geisha…-; pero que aprende las leyes de la usura, de la acumulación de dinero de sus clientes masculinos a los que termina por emular, y apropiarse incluso de una de sus empresas. Siendo ésta la verdadera cara de la degradación japonesa, la interna; la “mental” diríamos.

15.

Por cierto en este último aspecto los films contemporáneos y posbélicos son por demás diferentes a los de Ozu. Quien muestra la invasión técnica de su país como un fuera de campo, como una intrusión en el paisaje, en el mundo material, diríamos (los recurrentes planos fijos, inserts de chimeneas, fábricas, luces de neón, et. al.), pero que rara, ocasional o tangencialmente logran colarse dentro de la familia japonesa, que sigue siendo, para este autor, básicamente la misma de siempre.

16.

Para Mizoguchi en cambio, la invasión de lo técnico industrial es una coartada mayor, un pretexto más grande y fatal para la voluntad de acción del hombre, una mayor fuente de ilusiones. Para Ozu es sólo un cambio de telón de fondo o decorado; pero que no alcanza a inmiscuirse dentro de la mente o del comportamiento de sus personajes, donde los hombres no están tan radicalmente escindidos de las mujeres; aunque éstas también son las que alcanzan o logran más fluidamente arribar al satori, a la iluminación última.

Así, en el final Ugetsu (1953) donde una mujer le dice a otra más joven, que la vida es eso, nada más, y que hay seguir viviendo y que la injusticia, en este caso de los hijos a sus padres, es parte de la existencia misma: “ya te acostumbrarás”.

17.

Sería por demás interesante, y sobre todo importante partir de esta diferencia para marcar los paralelismos y diferencias entre las obras de Mizoguchi y Ozu. La falta -al parecer- de films de tema histórico en este último, y la predilección o predisposición del primero por pasar de lo histórico, lo legendario y aún lo mítico (Sansho, el gobernador, o La emperatriz Yang Kwei Fei) a lo contemporáneo; tanto en el mundo de antes como después de la segunda guerra.

18.

También habría que plantearse la notoria diferencia entre el “estatismo” de Ozu y la movilidad de Mizoguchi. El porqué.

Creemos luego de escrito lo anterior y revisando ambas obras, que en Ozu está más acendrado el zen que en Mizoguchi. Ese como sucede muchas veces con el cristianismo, sobre todo católico, en Occidente, suele ser apelado o buscado como refugio y consuelo cuando la vida, en cuanto historia y producción material, se muestra en su implacable necesidad, que es también “voluntad de vivir”.

Ozu está instalado en esto, no levanta la voz y por ende no hace tan evidente su estilo de representación. Por el contrario en Mizoguchi los gritos y lamentos surtidos a lo largo de sus mejores obras, Ugetsu (1953) y O-Haru, se enlazan en su despliegue con la Historia; sobre todo el primero.

En O-Haru -posiblemente su obra maestra-, este dolor en el vivir histórico, se afianza, diríamos más en reconocer la ilusión de la existencia.

19.

En Mizoguchi puede verse la obsesión japonesa y oriental por construir el fuera de campo utilizando como contracampo al público. ¿Se nos quiere decir -a diferencia de un Hitchcock por ejemplo- que somos parte de la misma ilusión de la misma irrealidad? ¿Que nosotros viendo y asistiendo al desarrollo del film, somos tan efímeros, irreales, etéreos, casi nada, como los personajes del film?

O que esos fantasmas, esos entes de ficción participan de la misma sustancia irreal del mundo que nosotros los espectadores…

20.

Hay una falta de primeros planos notoria en Mizoguchi (y también en Ozu) Recuerdo ahora, como excepción que confirma la regla -¡y cómo!- los tres y simétricos primeros planos de la diosa de la misericordia en Sansho, el gobernador. El primer plano pondría en esta situación al fuera del mundo o aquello que como soporte nos ayuda a salir de este mundo.

Aquí cabría comparar esta escena con aquella de Coppola en La conversación en cuanto al uso de la estatuilla de la Virgen María y su destrucción antes de la epifanía final de su protagonista, Harry Caul.

21.

Por cierto también se debería mostrar privilegiadamente el uso casi similar en esta obra del concepto de “satori” y su atribución diegética sin más a la Gracia o Iluminación católica. Formalmente La conversación es el film más “oriental” que pueda imaginarse, como correlato posible de un director occidental a los modos y procederes del cine de Ozu; pero y también Mizoguchi.

22.

Gracia y Satori. Epifanía y Revelación. Curso y recurso viquiano. Estética y Salvación. El cine es una poética imaginaria universal; no hay la menor duda al respecto.

NOTAS SOBRE EL SATORI

O-Haru es una geisha que pasa de lo más alto a lo más bajo en su errante vida. Desde ser la amante de un shogun a una trotacalles cualquiera, y que termina sus días sola, fea, enferma y abandonada. Así una noche se acerca hasta ella un desconocido, quien le pide que la acompañe. Ella accede no sólo pensando en un cliente, sino que hasta se siente halagada dado su estado físico.

Pero se trata de un monje sintoísta (religión oficial del Japón) que la lleva hasta el interior de un templo, y la exhibe ante unos discípulos para que contemplen los estragos que una vida disoluta produce en el cuerpo.

Tras ello la echa sin más, gritándole “vieja gata”. La mujer comienza a mimar con sus uñas y su voz el sonido y la actitud de una gata.

Así el satori. Procede por el absurdo para mostrar y hasta demostrar la inanidad de toda realidad, de toda lógica y de toda vida material e histórica. La ilusión. Mientras que la epifanía católica y su imago mirabilis -la epifanía de los Reyes Magos-, mediante o a través de un “similar” procedimiento material, y mediante la inversión de un orden lógico, mostrar y sobre todo de-mostrar la palpable, lógica, carnal sobre todo, existencia real del nacimiento del Salvador.

Digamos: que en el satori la inversión o paradoja material -se insulta como gata y se responde tomando y mimando algunos atributos del animal-, y en la epifanía -nacimiento del Rey del mundo, visita de otros reyes, reconocimiento guía celestial-estelar -pero para encontrar al mismo monarca entre bueyes, estiércol, asnos y campesinos- se opera en principio mediante un mismo trastrocamiento del orden natural; pero para arribar a muy diferentes significados.

En el satori, a mostrar la irrealidad del mundo, la fugacidad, opacidad, ilusión, y hasta maldad de todo lo existente. En la epifanía, la absoluta realidad, terrena, histórica, de la Creación y su culminación en la Encarnación. Y por ende también la carnalidad y perfección de la misma; siendo no nuestros sentidos los que la confunden o se ilusionan con ella, sino nuestra libertad y nuestro arbitrio que, en lucha con lo pecaminoso, no alcanza a ser parte de tamaña, absoluta, irradicable realidad plena.

*: por cierto este film me hizo finalmente entender el satori, mucho más que los interminables y repetidos libros del doctor Suzuki.

Y como me explicara uno de mis primeros maestros -Eduardo Montalvo- el porqué de la predilección de los japoneses por el tango argentino. Ya que tantos films de Mizoguchi, como de Ozu, son casi correlatos fílmicos de las poesías de nuestro tango.

Recuerdo que al premio Nobel de literatura Kanzaburo Oe, se lo intentó entrevistar a la distancia, al día siguiente de ganarlo, por un cronista de un suplemento cultural porteño. Atendió su esposa y dijo que su marido estaba haciendo su siesta habitual. El cronista no quiso, digamos perder la oportunidad y fue a la trivia doméstica. “Bueno ¿y qué otros intereses, gustos tiene su esposo?” La mujer, algo sorprendida por el origen de quien así preguntaba, respondió con naturalidad. “Tiene pasión por el tango argentino”.

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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