(Estados Unidos, 2015)
Dirección: Scott Cooper. Guión: Mark Mallouk y Jez Butterworth. Elenco: Johnny Depp, Joel Edgerton, Benedict Cumberbatch, Dakota Johnson, Kevin Bacon, Peter Sarsgaard, Jesse Plemons, Rory Cochrane, David Harbour, Adam Scott. Producción: Scott Cooper, John Lesher, Patrick McCormick, Brian Oliver y Tyler Thompson. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 122 minutos.
La información es un arma de doble filo.
Ya con tres películas en su haber, bien podemos afirmar que con cada nuevo trabajo Scott Cooper fue trazando un camino ascendente de progreso, una gran virtud que no estamos en condiciones de extender al resto de los directores que surcan el Hollywood contemporáneo. Así las cosas, la correcta Loco Corazón (Crazy Heart, 2009) fue superada por La Ley del más Fuerte (Out of the Furnace, 2013), un pequeño prodigio de venganza que hoy a su vez queda atrás -en términos cualitativos- si lo consideramos en relación a Pacto Criminal (Black Mass, 2015). Aquí regresan el devenir de los márgenes, la visceralidad setentosa y los vínculos de sangre de índole fraternal, los tres ejes principales de aquel film noir semi bucólico protagonizado por Christian Bale y Casey Affleck, no obstante en esta ocasión el tono elegido es aún más oscuro y alejado de cualquier atenuante o posibilidad de redención.
Precisamente, la historia gira alrededor de las tribulaciones de la alianza estratégica entre James “Whitey” Bulger (Johnny Depp), un representante de la mafia irlandesa de Boston, y John Connolly (Joel Edgerton), un vecino de la infancia reconvertido en agente del FBI: a mediados de la década del 70, ambos acuerdan pasarse información -sobre el submundo delictivo de la ciudad- que no sólo sea mutuamente beneficiosa a nivel “profesional” sino que también permita eliminar a enemigos en común en la praxis callejera. Mientras que de a poco Bulger saca cada vez más rédito del trato y consigue desplazar a la competencia italiana en los rubros usura, apuestas y drogas, Connolly convalida cada movida de su socio y entorpece cualquier tanteo intra FBI en pos de encarcelarlo. La obra se luce en el trajín de oponer la furia del primero a la lectura oportunista del esquema legal por parte del segundo.
El realizador toma sutilmente la estructura de “topos entrecruzados” de Los Infiltrados (The Departed, 2006) y la afición a cuidarse de los testigos o soplones símil Atracción Peligrosa (The Town, 2010), combinándolas con esa típica premisa de los policiales hardcore que difumina la línea divisoria entre la fuerza pública y los criminales, dos comarcas que se mimetizan de manera gradual. Aunque a simple vista el film puede ser catalogado como la culminación de una trilogía temática y tácita en torno a la metrópoli portuaria, lo cierto es que el opus de Cooper se aparta de los de sus colegas Martin Scorsese y Ben Affleck en lo referido al sustrato conceptual, ahora cargado de un nihilismo seco que no deja espacio para el relajamiento de la tensión dramática, especialmente debido a que el cineasta considera a Bulger un psicópata hecho y derecho, circunstancia que además acerca el convite al horror.
Quizás los dos ítems más interesantes de Pacto Criminal sean la manipulación del misterio detrás de la psicología del protagonista (en consonancia con su fetiche de asesinar por asfixia a los traidores) y el férreo código de honor que apuntala el guión de Mark Mallouk y Jez Butterworth (un motivo clásico del cine de gangsters y del séptimo arte en general). Una vez más la dimensión familiar pasa al primer plano cuando se trata de juzgar al cofrade y establecer su jerarquía y/ o futuro dentro de la organización, aquí un tanto modesta en magnitud pero con los tentáculos de un pulpo en lo que hace a su eclecticismo. De hecho, las prebendas, la extorsión y los homicidios son sólo la punta del iceberg de las “relaciones carnales” entre los agentes federales y la aristocracia del barrio, la cual adquiere en la figura verídica de Bulger una autenticidad sanguinaria vinculada a esa lealtad que traza distancias.
Resulta evidente que la película, en sintonía con las recientes Matar al Mensajero (Kill the Messenger, 2014) y El Año más Violento (A Most Violent Year, 2014), analiza la hipocresía del tráfico de influencias del gobierno norteamericano y las paradojas del “secretismo” de los negocios que juegan a dos extremos, dependiendo tanto de la supresión de los rivales como del favor oficial para subsistir. La información homologada a un valor de cambio es en cierto modo la contracara del díptico compuesto por un antihéroe decadente y salvaje y un Estado de pulsión parasitaria, atento a cualquier billetito que ande dando vueltas por ahí. El maravilloso duelo actoral entre Edgerton y Depp es equiparable al conflicto narrativo entre el romanticismo que ensalza los estatutos laxos de la marginalidad (obviando las leyes escritas) y un pragmatismo paranoico que se fagocita a todos (la expansión es el horizonte).
Por Emiliano Fernández
Barrio y lealtad.
Pacto Criminal recupera cierto espíritu perdido del cine mainstream previo a la invasión de los tanques post Star Wars. La Guerra de las Galaxias fue la gran iniciadora del boom ATP y la primera película en conseguir fanáticos, hinchas adeptos a la fantasía cosmética, nerdos barrabravas sumergidos en la sinergia del hiperconsumo incapaces de criticar su objeto fetiche al igual que los actuales idólatras mayores de edad enceguecidos con un mundo perdido para siempre: el de su niñez. Y ese fenómeno no responde necesariamente al objeto en sí, no importa si Star Wars es una gran película o no, estamos hablando de la desembocadura de la cloaca del primer capitalismo salvaje, del triunfo del mercado, del consumo por sobre la creación. El mencionado supuesto paraíso perdido de la niñez está más vigente que nunca y el Hollywood de los superhéroes -responsable y generador, en parte, del fenómeno y actual comodín del status quo- casi no da lugar a historias adultas. Adultas independientemente de si juegan con los géneros o no, no juzgamos acá ningún tipo de cine, podría haber profundidad en los superhéroes del mainstream y no sólo acción masturbatoria visual, como en la mayoría de los productos de los que forman parte, pero generalmente abunda la cáscara. Por suerte no todo Hollywood está infectado de acción sin sentido y la máxima de Jay Sherman no siempre se cumple: cada tanto surgen nuevos directores con otras cosas por contar y que además tienen la posibilidad de insertarse en la esfera de poder; porque claro que en los márgenes siempre hay propuestas y apuestas con historias para adultos, con las aristas complejas que imponen las personas y las instituciones, siempre por fuera del maniqueísmo de moda de los musculosos con capa para estetas de cotillón. Pero lo que sigue siendo bienvenido es cuando el capital del poder se coloca en los productos adultos y se le da al director al menos la libertad de generar contenido prohibido para menores, con la ambigüedad y la desazón del mundo, algo común en la edad dorada del Nuevo Hollywood pero no tan común en este futuro rancio.
Scott Cooper es hijo de aquel pasado no tan lejano, un pesimista cool que supo aggiornar la podredumbre de algunas puestas policiales de antaño con conflictos actuales como la posguerra de Irak, algo que se ve en su gran obra anterior, La Ley del más Fuerte, que mostraba un Estados Unidos golpeado por la recesión y los inicios de la convivencia con sus peones, que comenzaban a brotarse producto del delirio de los combates post 11S. Si en aquella película Cooper nos mostraba a la mafia hillbilly, a esos transas de todo que no se regían por las normas burguesas y vivían aislados en las montañas donde la policía no podía atacar ni participar y, a su vez, asistíamos al reaccionario pero a veces tranquilizador desenlace del ojo por ojo, en Pacto Criminal estamos ante la mafia conectada. Pasamos del low-life del industrialismo venido a menos al “self made man” de los suburbios del Boston creciente. Estamos acá ante un demonio de barrio rodeado por el ascenso social: James “Whitey” Bulger tiene un hermano que llegó a diputado (luego llegaría a ser presidente del senado de Massachusetts) y un amigo en el FBI; y para un mafioso psicópata como él, en ese contexto sólo le restaba ascender. Pacto Criminal nos muestra ese ascenso gracias a un acuerdo con su amigo del FBI para hundir a la mafia italiana y dividirse el rédito. Cooper en su relato de gangsters está más cerca del Scorsese de Buenos Muchachos y Los Infiltrados que de Coppola, como también está más cerca del film noir que de los mafiosos pre Hays. De todos modos su acercamiento a Scorsese es ideológico, en la puesta las diferencias son notorias, tanto en el ritmo como en la forma de encarar el camino de los monstruos. Scorsese inunda a sus películas con furia y música popular, mientras que Cooper lo hace con pausas agobiantes y música extradiegética depresiva, pero el núcleo duro contiene un tipo de historia similar, la del accionar psicopático no sólo de un individuo sino de las instituciones y los grupos de pertenencia. Sangre, honor y lealtad, exclama el barrio, como también la familia, y claro, la mafia; códigos compartidos de diferentes grupos que muchas veces pueden ser el mismo. Bulger era un tipo al que le gustaba matar a sus víctimas estrangulándolas, y esa asfixia es la que intenta transmitir la puesta oscura de Cooper. Por momentos lo consigue, por otros no, pero este tipo de películas -del año pasado podríamos nombrar a La Entrega y a Nightcrawler– son hoy en día la redención del Hollywood aniñado.
Por Ernesto Gerez