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CRÍTICAS - CINE

Philomena, según Verónica Stewart

La inteligencia detrás de la simpleza.

Un grupo de monjas irlandesas que obligan a una joven embarazada, de tan sólo 18 años, a vivir con ellas en un convento y a cederles todos sus derechos sobre su hijo. Un grupo de monjas que se niega a dar explicaciones aún años más tarde. Un niño adoptado que crece y se mete en política, sólo para sufrir de la homofobia que caracteriza al Partido Republicano. Philomena cuenta con todos los elementos para indignar al espectador; es una película que podría haber rebalsado de odio y, sin embargo, gracias al encantador toque de Stephen Frears, de alguna manera rebalsa de amor.

Basada en una historia real, la película cuenta la historia de Martin Sixsmith, un periodista que, tras haber sido despedido poco honorablemente, busca una historia que cubrir. Philomena Lee (interpretada a la perfección por Judi Dench) es una mujer de clase media baja muy sencilla. Décadas luego de haber tenido que ver a su hijo irse en manos de extraños, el recuerdo de su pequeño Anthony la sigue atormentando. Sixsmith se ofrece entonces a viajar con Lee a los Estados Unidos, en búsqueda de su hijo. Martin consigue su historia, Philomena encuentra a su hijo: todos ganan, todos felices.

Aunque no sucede exactamente así, ya que estos dos personajes son diametralmente opuestos. Sixsmith, como buen periodista, vive cuestionándose lo instituido, lo cual lo lleva a enfurecerse con las instituciones que bajan línea de manera absolutista y opresiva (como el ala extrema de la Iglesia católica). Philomena, por su parte, es una mujer que ha pasado toda su vida bajo la sombra del hijo que casi ni pudo disfrutar, preguntándose si era feliz y si alguna vez había pensado en ella. Es Lee, entonces, quien debería estar indignada para con la vida, y sin embargo no es una mujer de preguntas que la carcomen, sino de respuestas que la tranquilizan. Como Martin tan bien lo explica, es la viva imagen de “lo que produce una vida de consumir Reader’s Digest y novelas románticas malas”. Él lo dice como un insulto, pero quizás no lo es. Después de todo, en la simpleza de Philomena se encuentra un personaje genuinamente bueno hasta la médula, incluso dispuesta a perdonar a quienes le quitaron a su hijo cuando ellas ni se dignan en pedirle perdón. Ella disfruta enormemente de películas vulgares como Mi Abuela es un Peligro, y se relame ante la inocente sorpresa que le producen los finales predecibles de las novelas románticas que lee. Al final del día, parece ser Philomena quien vive mejor.

Todos estos atributos no sólo hacen de ella un personaje sumamente entrañable, sino que también reflejan el estilo del director. Y es que el mayor logro de Stephen Frears es justamente su simpleza, lo prolijas que se sienten sus películas. Es curioso que su obra se sienta tan pulida y meticulosamente planeada, y a la vez provenga tan directamente de las entrañas. Ya lo vimos en The Queen: su escena más bella es aquella en la que Isabel II se deja deslumbrar por un ciervo, y lo ahuyenta para que no sea cazado. Porque eso hace Frears: toma historias que podrían fácilmente caer en lo político o en lo épico de las grandes luchas sociales y cuenta el detalle, la intimidad de un personaje. Es la simpleza tanto de Philomena como de su director la que enamora, y la que hace de esta película una de las más ricas y sinceras que han pasado por el cine en los últimos tiempos.

calificacion_5

Por Verónica Stewart

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